El árbol de zapote y los mayas
Esta historia del chicle tendría que comenzar hablando de ese “noble árbol herido”. Jennifer Mathews, profesora estadounidense de antropología de la Trinity University, de San Antonio Texas, traduce el nombre maya del zapote (ya’) de una forma un poco radical. Dice que el zapote es un noble árbol herido. Esa interpretación tal vez es discutible en el término maya yucateco ya’, con el que se conoce al zapote. Tal vez Mathews, confunde el termino ya’ que significa zapote, con el término yaaj, que significa dolor. Sin embargo, como metáfora del proceso de extracción de la resina del zapote, a lo que sugiere Mathews con su traducción libre no le pongo ninguna objeción: el zapote, en tiempos de la época del chicle (1900-1950), era un noble árbol, herido por esos carpinteros humanos y trashumantes de la selva, los chicleros.
Los mayas antiguos y el pueblo guerrero de los aztecas conocieron tanto al árbol como al fruto: tzictli en el lenguaje del poeta Netzahualcóyotl; ya’, en el de los hijos de Tutul Xiu y Cocom. Ambos grupos mesoamericanos mascaban su goma para aliviar los dolores de la panza, para apagar la sed, quitar el hambre o para sus ritualidades.
Entre las características que más llama la atención de los modernos silvicultores, está la longevidad del árbol y su resistencia desaforada. Resistente a las peores sequías, al calor más agobiante de la Península, que es el calor sub-húmedo de las tierras palustres de Quintana Roo; el longevo árbol del zapote, su médula rojiza, no se quiebra ni con los coletazos más fieros de los vientos del huracán, pero otorga su leche maternal al picado amoroso de los gambusinos de la selva, los ya olvidados chicleros.
La relación del maya con el zapote, data de milenios. Ellos lo utilizaron en sus trabajos de construcción de sus centros ceremoniales porque conocían la dureza y resistencia matusalénica del zapote.
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Los antiguos mayas utilizaron los “matusalénicos” y “sansónicos” maderos del zapote para su arquitectura. En todo vestigio de ruinas, de templos y complejos arqueológicos comidos por la selva, el ojo avizor del curioso se encuentra con una viga o un dintel de zapote, enhiesto y haciéndole frente a los milenios. En un edificio del Clásico maya, generalmente el esqueleto de los muros, bóvedas falsas, puertas y ventanas estaba construido con este noble árbol que, durante casi medio siglo, insufló vida a los pueblos del sur y oriente de Yucatán, de Chetumal, de “las Islas”; y posibilitó la fundación de centrales chicleras (como el Kilómetro 50, luego convertido en el municipio de José María Morelos en Quintana Roo[1]) y aldehuelas cercanas a las aguadas y tierras profundas y fértiles que fundaban los chicleros de la región sur y oriente de Yucatán, que con el tiempo serían pueblos del Quintana Roo actual.
La pregunta de por qué en el territorio de Quintana Roo hubo una extensa mancha de zapotales a principios del siglo XX, se puede contestar apelando a la situación histórica de “despoblado” de esta parte oriente de la Península.[2] Recordemos que buena parte del actual estado de Quintana Roo, durante la colonia y todavía más atrás, durante la época prehispánica, salvo lugares costeños como Tulum y Cobá, fue zona marginal o “lugar impropio para el arraigo de grandes poblaciones o para el desarrollo de centros de cultura”. Villa Rojas indicaba desde la década de 1940, que el registro arqueológico descubierto en ese momento, no señalaba una presencia importante de un complejo arqueológico como Tulum o Cobá, en tierra adentro del que fuera Territorio de Quintana Roo. Durante los primeros contactos, a la parte centro y sur del actual estado de Quintana Roo, se le consideró como un lugar insalubre y con hostilidad de los nativos, desviándose los invasores a ocupar la zona noroeste de lo que actualmente es el estado de Yucatán.
Al término de la Conquista, la región del oriente de la Península quedó al margen del dominio español y fue lugar propicio para refugio de mayas sustraídos al dominio colonial y que revitalizarían sus tradiciones culturales. Este estado de cosas, como hemos visto, se mantuvo inalterable durante las tres centurias siguientes, de modo que, “al estallar en 1847 la insurrección indígena que sacudió la estructura social de toda la península, las selvas de Quintana Roo se ofrecieron a los insurrectos como campo adecuado para el asiento de sus madrigueras”. Y en la defensa sostenida de su territorialidad, los indígenas del oriente de la Península, así como los mayas pacíficos de la región de Campeche, no sólo vieron a las selvas como sus “madrigueras”, sino que les sirvieron como fuentes de productos primarios para el comercio con los ingleses de Belice, y tal vez mucha de esta riqueza forestal llegó en el siglo XX con mayores recursos. Los discursos de las élites meridanas sobre la floresta oriental acicatearon la presencia militar porfiriana en la zona rebelde, y en varias ocasiones señalaron la importancia de productos como el chicle y las maderas preciosas sustraídas a los afanes de Mérida, Campeche y el centro del país.[3]
Todo comenzó con Santa Ana: auge y caída del chicle en Quintana Roo
Sin embargo, podemos decir que todo comenzó en la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, cuando el general Antonio López de Santa Ana (1794-1876), hecho prisionero por los texanos de Sam Houston en 1836, fue llevado a Washington en 1837 por un coronel de apellido Adams. Adams se asombró de que este general veracruzano masticara en su cautiverio una goma de mascar extraída de la región de Tuxpan. Santa Ana, antes de regresar a México, le obsequió a Adams su chicle que le quedaba. El yanqui, con un espíritu de empresa, no quedó convencido del sabor. Poniéndole unos edulcorantes descubrió un producto fácil de empacar y posteriormente, con 50 dólares, crearía la empresa Chewing Gum Company y se fue a Tampico y Veracruz para establecer una línea de proveedores. Con esto, Adams dio principio a lo que andado el tiempo llegaría a convertirse en la industria del chicle y la costumbre de mascar a nivel mundial. Esta “costumbre” pegó entre los norteamericanos a fines del siglo XIX, en que se dio un contexto de expansión capitalista estadounidense a los lejanos bosques tropicales de México. Las dos guerras mundiales del siglo XX, y la Guerra de Corea, le darían un impulso a esta industria de la extracción, pues el chicle era suministro indispensable para las tropas norteamericanas. El canto del cisne de esta industria extractiva, sucedió como con el henequén, cuando productos sintéticos posteriores a 1950 vinieron a sustituir a la resina extraída de los zapotales.
Martha Ponce Jiménez, en un pionero trabajo sobre el chicle,[4] apunta tres periodos de la explotación chiclera en el Territorio de Quintana Roo. El primero es el de los años 1915-1930 en que las concesiones chicleras estaban en manos de los particulares y compañías norteamericanas, estando dividido el territorio en menos de diez concesionarios y donde, mediante la figura del general Francisco May y otros caciques como Juan Bautista Vega, se dio una integración de los mayas a la producción chiclera. Este es el periodo en que hombres de empresa pero sin capital para iniciar, como el turco Antonio Baduy, Rafael Sánchez Cervantes o Armando Medina Alonzo, establecerían contactos con los emporios del chicle norteamericanos como la Mexican Explotation Company y la Wrigley Company para comenzar a traer “tuxpeños” y posteriormente “enganchar” a los mayas de la región.[5]
Sobre la mano de obra para la chiclería,[6] Konrad (1987: 484) apuntó que, en la fase inicial del chicle, los primeros chicleros eran nativos de los pueblos y aldeas tropicales boscosas de Veracruz que se embarcaban en el puerto de Tuxpan para dirigirse a los bosques de la Península, dándoles el nombre de “tuxpeños”. Gradualmente, estos tuxpeños compartirían el trabajo con chicleros nativos de centros regionales menos alejados, como es el caso de Peto o la región de Valladolid, así como con trabajadores de Tabasco, Campeche y todo Yucatán, que poco a poco se convirtieron en la fuente principal de mano de obra.
Evaristo Zulub y el capitán Concepción Cituk, del lado cruzoob, establecieron su propio negocio del chicle extorsionando a los chicleros de fuera y a veces asaltando campamentos principales donde no recibían contribuciones por explotar la tierra que consideraban suya. Este periodo ha sido descrito como una era de bonanza para los cruzoob, donde el dinero derramado atraía a comerciantes ambulantes, buhoneros de todos los lugares (chinos, coreanos, españoles, sirio libaneses) pero, sobre todo, mestizos de Peto y de Valladolid, que en arrias o trenes de mulas (seis bestias) llevaban a los cruzoob mercancías comunes y de lujo como licores finos, cigarros perfumados, dulces, “latería”, huipiles y rebozos de seda, escopetas, pistolas costosas, fonógrafos y máquinas de coser.
La segunda etapa que refiere Ponce Jiménez, acaeció en los años 1935-1950, y la autora apunta que son los años del auge de la producción chiclera en los bosques del Territorio de Quintana Roo, y en donde el Estado mexicano trató de controlar la producción, evitar el contrabando y la evasión fiscal. En esta etapa comienza la repartición de ejidos en Quintana Roo y se da la creación de 43 cooperativas chicleras. La última etapa es la que va de 1950-1980, donde se dio una lenta caída de la producción que cierra la etapa del chicle en Quintana Roo, su fin paulatino y el despegue del turismo masivo en el estado.
[1] El Km 50 fue central chiclera de concecionarios y contratistas del chicle afincados en la Villa de Peto. Hay que decir, que pueblos como Sabán, Sacalaca, Tituc (San Antonio Tuc), Presumida, Santa Gertrudis, Kancabchén, Naranjal, Cafetal y Cafetalito, fueron algunos de muchos pueblos fundados y repoblados por las trashumancias anuales de los chicleros.
[2] En el Mapa Corográfico de la Provincia de Yucatán que comprende desde la Laguna de Términos en el seno mexicano, hasta la de Zapotillos en el Golfo de Honduras, de la Colección Orozco y Berra, fechado en el año de 1814, se logra apreciar la palabra “despoblados” de lo que hoy es actualmente el estado de Quintana Roo. Cfr. Antochiw, 1994.
[3] Cfr. Mi artículo “La creación del territorio de Quintana Roo: el negocio forestal del viejo don Porfirio”. Noticaribe Peninsular. 2 de junio de 2023.
[4] Ponce Jiménez, Martha Patricia (1990). La Montaña Chiclera. Campeche: vida cotidiana y trabajo (1900-1950), México, Cuadernos de la Casa Chata número 172. CIESAS.
[5] Antonio Baduy Badías aparece en innumerables veces en los registros históricos de Quintana Roo, fue uno de los mayores concecionarios del chicle en el Territorio. De Armando Medina Alonso, existe hasta un libro de relatos, Caleidoscopio (2011) de la historiadora Teresa Ramayo Lanz. El relato “Oyendo los grillos” es de sumo interesante para conocer parte de la vida cotidiana de los chicleros, y del Territorio de Quintana Roo de la década de 1920.
[6] Konrad, Herman W. (1987), “Capitalismo y trabajo en los bosques de las tierras bajas tropicales mexicanas: El caso de la industria del chicle,” en Historia Mexicana, vol. XXXVI, número 3, pp. 465-505.