Gilberto Avilez Tax
A lo largo de estos años, en que desde Noticaribe Peninsular abordamos la historia de la Guerra de Castas,[1], hemos llegado no a un conocimiento total del conflicto (algo impensable), sino a algunas certezas que desde luego defendemos con fruición: hemos discurrido en algunas de sus interpretaciones en torno a su nomenclatura exacta, tocado las biografías de algunos de sus caudillos, entendido cómo las élites blancas se referían sobre el 30 de julio en la segunda mitad del siglo XIX y cómo el estado en el siglo XX, el quintanarroense sobre todo, abordó a este hecho fundante para Quintana Roo mediante la “estatuafilia y la oficialización de la guerra de castas”.
Si nuestro conocimiento fragmentario de ese mar de datos, de viejas y nuevas lecturas, de contradictorias perspectivas, de ristras y ristras de documentos de archivo y hemerográfico, de batallar con las lecturas de los guerracastólogos del XIX, del XX y del XXI, no nos llevan a tener una imagen envolvente y monolítica; por otro lado, nuestra mirada micro histórica de la Guerra de Castas nos ha hecho dudar, en gran medida, de algunas de las “certezas” tolemaicas de los que vieron el conflicto, en el lejano siglo XIX, como la lucha entre la “barbarie” y la “civilización”; o bien, en tiempos recientes, los que interpretado lo que acaeció entre 1847 y 1901, como la “resistencia indígena” de “Chan Santa Cruz” contra Mérida.
Nuestra perspectiva ve al conflicto desde los márgenes de los pueblos que quedaron en medio de los espacios territoriales defendidos por Santa Cruz: la línea que se construiría a lo largo de un trazado a cordel imaginario entre Valladolid y Peto y llegando hasta Iturbide, en Campeche. En esa línea, la lucha sostenida de los cruzoob por defender su territorio, iba a hacer desaparecer poblaciones enteras, dejando tras de sí solo los muros quemados por la pólvora de templos y casonas a merced de la selva y sus animales: casi 60 años (1870-1930), sino es que más, algunos pueblos de esta línea como Dzonotchel, Ichmul, Ekpedz, Chikindzonot, Sacalaca, Sabán, X-Cabil, Tihosuco, Tepich o Majas, fueron abandonados, y su repoblación solo se daría bien entrado el siglo XX: sus pobladores actuales, son descendientes de los migrantes mayas de la selva que fueron liberados cuando el peonaje fue suprimido con las olas revolucionarias en Yucatán a partir de 1915. No todos los pueblos desaparecieron, algunos, como la Villa de Peto, Tunkás, la misma Valladolid, hasta Xoquén y Kanxoc, lograron hacerles frente a las arremetidas que durante casi 40 años llevaron a cabo los cruzoob a sus pueblos fronterizos (1850-1890). Esa es la perspectiva que trabajamos: la mirada interior de los pueblos de frontera en un conflicto social que tiene muchas discursividades polarizantes desde sus inicios.[2]
.Como el análisis de esta región fronteriza se construye desde los pueblos de frontera y no desde la territorialidad rebelde (Santa Cruz, o para estar a bien con los puristas del solar, Noh Cah Santa Cruz Xbalam Ná) o las visiones meridanas, se hace necesario tener presente lo que entendemos por la Guerra de Castas. Ya lo hemos apuntado en anteriores veces: creado por el perenne temor de los criollos yucatecos ante una sublevación indígena desde mucho antes del 30 de julio de 1847, actualmente es una categoría histórica que refiere al movimiento social más importante del siglo XIX yucateco, cuyos resultados, consecuencias, influencias y hechos continúan siendo parte de la cotidianeidad de miles de personas en la península de Yucatán del siglo XXI.[3] Como bien ha señalado Dumond en El machete y la Cruz, o Rugeley en Rebelion Now and forever, no fue una Guerra de Castas propiamente hablando, o de “razas” (india y blanca), sino campesina pero también multiclasista en sus inicios, aunque los elementos “raciales” impregnen los discursos –historiográficos, periodísticos, políticos y militares en torno a ella-, y esto se debe tal vez a la “histeria racista” de las primeras interpretaciones étnicas del conflicto establecidas por Baqueiro, Ancona o Molina Solís.
Concordamos con la apreciación de Careaga al respecto: la Guerra de Castas pasó de ser un fenómeno regional, a nacional y hasta internacional en su decurso histórico, y por supuesto, algo importante que se nos olvida referir: esta guerra intermitente influyó en la reconfiguración político-territorial de la Península: el desmembramiento de Campeche en 1858, y la creación del Territorio de Quintana Roo, en 1902.[4] No obstante, Careaga no establece que la Guerra de Castas prolongada creó un nuevo espacio fronterizo entre Mérida, Campeche, Chan Santa Cruz y lo que la literatura denomina como “mayas pacíficos”. Ese espacio fronterizo fueron los pueblos o partidos de frontera[5] (Peto, Sotuta, Tekax, Valladolid), en cuya cotidianidad sus pueblerinos vivieron “con un ojo al gato y otro al garabato”, o recordando un dicho de Serapio Baqueiro, “con el azadón en una mano, y con el fusil en la otra”. Se convirtieron, en esta perspectiva de defensa, en los “diques de la civilización yucateca”. Así fueron conocidos los Partidos de Oriente (Partidos de Valladolid y Sotuta) y los Partidos del sur (Peto y Tekax principalmente), según la prensa oficial de la segunda mitad del siglo XIX. Al respecto, una editorial del diario oficial yucateco de 1873, describía lo siguiente:
“Los pueblos del Oriente y del Sur del Estado son como los centinelas avanzados de la civilización de Yucatán. Nos limitamos á asegurar, que el actual Gobierno considera entre las más imprescindibles de sus altas atenciones la que merecen esos pueblos, que en tantos años se han mantenido como diques opuestos á las irrupciones de la barbarie más tenaz y sanguinaria. ¿Qué gran ventaja obtendríamos con nuestro efímero reposo, con nuestras fiestas transitorias en las poblaciones situadas más acá de aquellas líneas fronterizas, mientras nos siguiese preocupando la triste idea de que de un momento á otro nos puede llegar la noticia de un pueblo nuevamente incendiado, de una carnicería más de nuestros hermanos y defensores, enturbiándose así nuestras satisfacciones y peligrando nuestras fortunas con las desgracias de una invasión á fuego y sangre de que no se sacian los enemigos jurados de toda raza civilizada?”[6]
Lo que analizó Gabbert, lo que apuntó Rugeley al desmitificar cinco inexactitudes en torno a la Guerra de Castas, lo que establece en menor medida Laura Brondino[7], hace seis años lo llevé a la narrativa histórica, para analizar, como hemos apuntado, a una villa con sus pueblos comarcanos que vivieron lo más cercano a los escenarios de la guerra: ¿dos mundos -el maya y el no indígena- frontalmente separados en el siglo XIX y haciéndose la guerra?, se preguntaba Wolfgang Gabbert recientemente, para responder que habría que salir de esa “esencia” ahistórica en que es concebida tanto el Yucatán colonial como el poscolonial: el mundo de los “vencidos” no era un mundo separado de los “vencedores” (el mestizaje biológico, cultural, material, escritural, se dio al día siguiente de la “conquista inconclusa”), sino que ambos grupos culturales se asentaban en una frontera nebulosa, tan es así que al finalizar la Colonia,[8] muchos de los no-indígenas, así como la población indígena, hablaban exclusivamente la lengua maya.[9] Y a lo largo del siglo XIX, los mestizos, es decir, los no-indígenas de los pueblos, estaban francamente aculturados a la sociedad maya, hablaban su lengua y compartían un sinfín de costumbres, y hasta hacían milpas y creían en toda esa cosmogonía y creencias mayas entremezcladas con la mitología cristiana. Un folklorista de la segunda mitad del siglo XIX, Daniel Garrison Brinton, señalaba que el predominio de la lengua nativa “ha desalojado al español hasta el grado de que villas enteras de blancos hablan maya solamente.”[10] Todavía hasta bien entrado el siglo XX, se señalaría esta imbricación entre la cultura “mestiza” y la cultura maya mediante el bilingüismo.
En ese sentido, la Guerra de Castas no fue una lucha entre los que hablaban “jach maya” y los que hablaban castiza. Pero apunta algo más Gabbert, y que los que hemos leído a pie juntillas los primeros años del conflicto, concordamos: el hecho de que el grueso de los mayas no se “rebelaron”, sino que lucharon contra los “mayas rebeldes” a favor del gobierno yucateco, y muchos caciques mayas fueron “adictos al español” y escribieron cartas de compromiso con las autoridades meridanas, mostrándoles su apoyo.[11] Gabbert establece, con justeza, que denominar “indígenas” a los sublevados es solo un hecho parcialmente justificado, pues la presencia “de vecinos mestizos y blancos entre los sublevados ha sido descuidada generalmente en varias fuentes”.[12]
Y no solamente había mestizos con mando de tropas como José María Barrera o José María Torres entre las huestes mayas,[13] sino mulatos como Bonifacio Novelo o Crescencio Poot, o posibles descendientes de chinos como el general Francisco May; pero lo cierto es que la “Guerra de Castas” no puede seguir categorizándose con el baremo decimonónico condimentado con las trasnochadas anteojeras indianistas de corte seudo marxista.
Las perspectivas dicotómicas del conflicto (lo maya contra lo no maya) son solamente una superchería ahistórica traída desde los primeros historiadores racistas del conflicto (Baqueiro, Ancona, Molina Solís) y cuyos últimos epígonos son los indianistas obsesionados con estas perspectivas facilistas, de ver la Guerra de Castas como si fuera únicamente la lucha entre los “mayas” puros y románticos, casi chamanes, contra los “blancos” o “españoles” malévolos (hay gente con estudios -no históricos- que aún se refiere a la sociedad blanca yucateca de 1840, como si fueran españoles): es insostenible intentar seguir transitando por esos callejones sin salida que solo llevan a desconocer el variopinto, complejo y multánime proceso social iniciado en los montes de Tepich, en 1847.
Desmintiendo cinco mitos creados en torno a la Guerra de Castas, Terry Rugeley, como Gabbert, redarguye de falsa la noción binaria (mayas-blancos) con que se ha tendido ver el conflicto, y pone énfasis en los intermediarios de los pueblos con nexos en el mundo criollo y el mundo maya que comenzaron la guerra (pienso en Jacinto Pat, Cecilio Chi, el mismo Bonifacio Novelo, José María Barrera y hasta Florentino Chan). Rugeley cita un informe de 1852 en el que se testimonia que en Chan Santa Cruz había casi tantos blancos como indígenas con barrios respectivos.[14] Además, indica que no todos los mayas participaron en el conflicto, y que en la comarca donde se originó, vivían entre el 20 y el 30% de la población yucateca de ese entonces.[15] La población indígena de dentro de la frontera –hablo para la comarca de Peto-, junto con los mestizos y blancos, en más de una ocasión defendieron a sus pueblos y repelieron las razias de los de Santa Cruz.[16]
Fue una Guerra Maya, desde luego, pero también fue una guerra donde los mestizos de los pueblos no veían etnicidades para luchar, al igual que los “mayas” no veían sino una posibilidad de que el mundo neocolonial yucateco fuera modificado para dar cabida a la diversidad étnica de poder. Si bien es cierto que el grueso de los combatientes fue a todas luces de origen maya campesino, no hay que dejar en el tintero del olvido a estos mestizos que decidieron pelear movidos únicamente por términos de justicia, y no así por términos “raciales” o “étnicos”. Venancio Pec, para 1849, recordaba que, en un futuro territorio liberado del colonialismo y el racismo de las élites yucatecas, no veía “objeción ninguna á que los blancos residiesen dentro del territorio que pretendían obtener, pero que nunca consentirían en que estos ejerciesen autoridad en el lugar que residiesen.”
Sin embargo, con el correr de los años –se señala el año de 1867 como el predominio de los elementos tradicionalistas en Chan Santa Cruz-, lo que comenzó como una lucha multiétnica, devendría en un reforzamiento de la indianidad combativa en el oriente de la Península.
[1] Es decir, ese conflicto militar, social, agrario, cultural, político y económico que se sedimentó a lo largo de fines del siglo XVIII y las primeras cuatro décadas del siglo XIX, y que estalló en 1847, para todavía sentirse hasta las primeras tres décadas del siglo XX. Una guerra que ha sido narrada y descrita desde el primer momento por indistintas plumas locales, nacionales e internacionales, y que ha dado origen a toda una literatura y plástica, así como que en los últimos años ha sido un referente ineludible para movimientos indígenas mayas en la Península de Yucatán, así como tema manido para los políticos del patio que a la fuerza desean ser indigestos indigenistas de ocasión.
[2] Cfr. Gilberto Avilez Tax (2015). Paisajes rurales de los pueblos de frontera. Peto (1840-1940). México. CIESAS.
[3] Jorge Canto Alcocer (2013). 2013 “Las otras castas de la guerra: Bonifacio Nove lo y los mestizos de Valladolid en la guerra social de 1847”, en Jorge Canto Alcocer y Terry Rugeley (coordinadores), Ventana de Zací: otras miradas de la Guerra de Castas. Valladolid, Yucatán, Universidad de Oriente, p. 67.
[4] Lorena Careaga y Antonio Higuera (2011). Quintana Roo: historia breve, México, FCE, COLMEX, FHM, p. 101.
[5] Los partidos políticos fueron una jurisdicción política administrativa que subsistió a lo largo del siglo XIX en Yucatán, es similar a los actuales distritos políticos de la cartografía electoral.
[6] “Guerra de Castas. Guerra Civil I”. La Razón del Pueblo, 11 de agosto de 1873.
[7] Laura Brondino (2019). “La catástrofe detrás de la catástrofe. Visiones de la ‘guerra de castas’ y del destino yucateco desde Campeche, 1847-1848”. En Brondino et al, L’ Élégie du désastre. De l’ archive ál Histoire. París. Éditions Hispaniques-UNAM.
[8] Y esta idea la podemos considerar todavía para el Yucatán de la primera mitad del siglo XX.
[9] Wolfgang Gabbert (2017). “¿Dos mundos o uno solo? Espacios políticos, comunicación y etnicidad en Yucatán antes y durante la guerra de castas”, en Indiana 34.2 (2017): 135-160
ISSN 0341-8642, DOI 10.18441/ind.v34i2.135-160 © Ibero-Amerikanisches Institut, Stiftung Preußischer Kulturbesitz.
[10] Daniel Garrison Brinton (1937). El Folk-lore de Yucatán. Traducción del inglés por Enrique Leal con una breve noticia y nuevas notas por Alfredo Barrera Vásquez. Ediciones del Museo Arqueológico e Histórico de Yucatán, Mérida. Imprenta Oriente.
[11] La Unión, 7 de diciembre de 1847. AGEY, Poder Ejecutivo, sección comandancia de la Guardia Nacional, serie Milicia, El coronel Eulogio Rosado de la División Vega informa al gobernador del atropello cometido en la persona del cacique de Ekpedz por indígenas de Chikindzonot, c. 177, vol. 127, exp. 6, fojas 2 (1851).
[12] Wolfgang Gabbert (2017). “¿Dos mundos o uno solo?, pp. 148-49.
[13] Véase mi artículo “Pelando la cebolla: ¿Guerra Social maya, Guerra de Castas o Guerra multiétnica?”, en http://www.informaciondelonuevo.com/2014/07/pelando-la-cebolla-guerra-social-maya.html
[14] Y en 1894, un contemporáneo de los cruzoob señaló que “En ese campo [de los rebeldes] hay blancos, mestizos e indios, y entre ellos muchos que hablan inglés”. En Gabbert, 2017.
[15] Terry Rugeley (2012). “Violencia y verdades: cinco mitos sobre la Guerra de Castas en Yucatán”, en La Palabra y el Hombre. Revista de la Universidad Veracruzana. Tercera época, número 21, verano de 2012, pp. 27-32.
[16] “Nazario Novelo, jefe político y comandante del Batallón de Guardia Nacional del Partido de Peto”, Peto, 9 de agosto de 1867. La Razón del Pueblo, 16 de agosto de 1867.