Por: Agustín Labrada
Juego de luces, línea neoimpresionista, cromatismo de matices simbólicos, enfoque punzante y amargo… pueden definir la obra visual del beliceño Manuel Villamor, donde convergen piezas abstractas y figuraciones en un solo estilo de solidez armónica.
¿Qué traduce Manuel en sus cuadros y murales? Su interculturalidad, sus obsesiones sicológicas, su sentido de la belleza y también sus travesuras. ¿Cómo lo hace? Con rigor técnico y mirada lúdicra, con ese misterio inherente a los creadores más genuinos.
Siguiendo una ruta más emocional que cronológica, es posible entrever diferentes etapas ya sea por el empleo de algunos colores, por similitudes temáticas, por aspectos que responden a la forma. En todas ellas, Manuel ha privilegiado su óptica interior.
En retrospectiva, podemos apreciar que el tema de los mitos —aliado a experiencias comunes— es clave, aunque en las representaciones se infiltre la ironía y en el fondo reflejen la imperfecta condición humana más allá de siglos, idiomas y fronteras.
En la quietud física, se percibe angustia existencial; en los paisajes, cierto miedo; en las parodias, un modo estético de volver suave la desgracia, y en todas las obras una huella identificable por el trazo y la presencia de un claroscuro de hondas connotaciones.
Con referentes muy secretos, lo abstracto se manifiesta aquí en energías que despliegan los colores, submundos opuestos o en contradicción, el yo más íntimo que Manuel no desea compartir con obviedad, pero que desata sus múltiples vibraciones.
Lo contingente que se engarza al universo social se mitifica o se parodia y, en esa mutación, asuntos muy locales adquieren carga simbólica. Frustraciones y sueños, muros que se derrumban, pánico del ser ante la incertidumbre… recorren todas estas creaciones.
Si bien en la abstracción cabe con más fluidez la fantasía, en las figuraciones que pinta Manuel el realismo se diluye mediante metáforas visuales donde la imagen no simboliza tanto el entorno físico, sino una lectura espiritual y estética de ese entorno.
Así, lo que podría parecer costumbrista —esos paisajes engañosamente semibucólicos en exteriores dotados de luz— encierra una especie de amenaza y sugiere la vulnerabilidad que arropa a hombre y naturaleza tan propensos a la destrucción.
La anécdota no es del todo desterrada en los murales, aunque en ella se desacraliza esa solemnidad propia de los sucesos históricos: el ciclón Janet, Gonzalo Guerrero, la Guerra de Castas, los rudos chicleros, un Belice confuso bajo la corona inglesa…
El artista encuentra en la sátira un modo transparente para ridiculizar a políticos, nobles, clérigos… y toda una fauna vanidosa que impone sus códigos sobre muchedumbres sometidas con acciones grotescas, que en vez de respeto inspiran burla y lástima.
En este apartado “muralístico”, reina el humor. El absurdo decursar de la historia aparece en su desnudez y en sus circunstancias transfronterizas donde lo británico, lo maya y lo mexicano urden el mestizaje de la región, bajo un haz de pasiones.
El testimonio que ofrece el arte es más profundo que el que proyecta la historia oficialista, porque hurga en el alma de su tiempo y no negocia con el panfleto o la tergiversación, sino que expone luces y penumbras (sublimemente) desde la sinceridad.
En este rumbo, el mural “Génesis cultural” es una suerte de síntesis y alegoría del arte melódico, cuya esencia es la música, pues aquí los colores ondulan con ritmo y abrazan cada escena, donde se va tejiendo el fluir histórico emocional del Caribe mexicano.
Música e historia se trenzan desde las primeras manifestaciones musicales prehispánicas hasta formas melódico-danzarias más recientes como la mayapax, la jarana y la trova romántica, con aliento de selva y mar, de fusión y cromatismo.
Manuel acude a tres elementos para delinear el perfil identitario: el arte popular, la religión y las costumbres familiares. Hay en esa obra segmentos de rituales como el baile de la cabeza de cochino, las vaquerías y el culto a la cruz parlante.
La presencia española, inseparable de la maya, figura también en la inclusión de instrumentos musicales occidentales, como el violín y la trompeta, que son parte de las orquestas de mayapax: única manifestación melódica autóctona del estado.
Orfeo preside el espectáculo que no sólo incluye disímiles instrumentos musicales y modos de bailar con esa música, sino también componentes de la naturaleza: su flora, su fauna, su colorido que sella nuestro alrededor, sus deidades.
No sólo vemos a las parejas que bailan o a los músicos que tocan en una especie de movimiento plástico. Danzan también los altares de hanal pixán, las soberbias pirámides antiguas, las viviendas tradicionales, el campo en su eterno verdor…
Estas pinceladas no escapan a un hálito onírico. Reflejan la realidad histórica, pero unidas como en un sueño, donde convergen en un mismo escenario diferentes situaciones y personajes que constituyen un viaje del pretérito hacia nuestros días.
La cultura espiritual y la cultura material, con eje en la música que testimonia los periodos históricos locales, se afianza en esta obra —concebida con riqueza pictórica y virtuosismo artístico— que algún día en el porvenir dará fe de nuestro tiempo.
No todos los cuadros y murales contienen un relato, pero sí una emoción o conjuntos de emociones. No hay adorno gratuito en ese mar cromático donde navegan las imágenes, pues hasta en los divertimentos afloran sustancias anímicas.
Asomarse a la plástica villamoriana —recuérdese que muchas de sus obras se encuentran en espacios del mundo— es entrar en diálogo comunicante con un remanso cuyos conflictos —oriundos de lo circunstancial y lo histórico— conducen a la reflexión y el placer.