Jorge González Durán
Era la tarde del 26 de julio de 1847. En su celda, donde esperaba ser llevado a la ermita de Santa Ana de Valladolid para ser fusilado, Manuel Antonio Ay le daba un repaso a su vida.
Fue detenido en Chichimilá, su pueblo, acusado de participar en una conspiración para iniciar una rebelión maya contra los blancos no sólo del oriente sino de toda la península de Yucatán. Le habían descubierto correspondencia con los caudillos Cecilio Chí y Jacinto Pat, donde se revelaban planes de una insurrección. En un rápido juicio fue condenado a ser pasado por las armas.
Faltaba poco tiempo para que la sentencia de muerte se cumpliera. Su último deseo fue ver a su hijo. Lo pidió encarecidamente. Se lo llevaron porque el niño viajó de Chichimilá a Valladolid, son pocos kilómetros de distancia, para estar cerca del juicio de su padre, con la esperanza de que lo dejaran libre.
Felipe de la Cámara Zavala, un militar yucateco de alto rango que presenció esos dramáticos momentos, consiga en sus memorias:
“Yo me hallaba presenten en la capilla en unión de una porción de oficiales cuando principió esta escena y puedo asegurar que pocas veces he visto en mi vida un acto más tierno y patético…
“Un padre, al dejar este mundo, se despedía de su único hijo; pero lo hacía de un modo tan elocuente y natural que por fuerza revelaba su capacidad mental. Aquí se expresó sin embozo, ahí confesó a su hijo la existencia de la conspiración, pero le aconsejaba que se abstuviese a tomar parte en ella pues estaba convencido que aun no era llegado el tiempo de su desarrollo y triunfo…
“Que se dedicase únicamente al apoyo y consuelo de su madre ´a quien le darás en mi nombre este pañuelo, dijo desatándoselo de la cabeza; mi sombrero será para ti, y mis alpargatas para Be´.Hablaba de un amigo que tenía en el pueblo, así que dejó de hablar, levantó a su hijo, lo abrazó y despidiéndose le aconsejó que no se quedara esa tarde en Valladolid. El muchacho recogió los objetos que su padre le había dado y salió de la capilla sin derramar una lágrima, pero con los ojos al reventar…
”De la Cámara Zavala hace un breve retrato de Manuel Antonio Ay: “… era un hombre de 45 años de edad, bajo de cuerpo, facciones muy regulares, color claro, tenía una mirada profunda, aunque procuraba ocultar su penetración, revelaba su inteligencia clara y despejada. Se había educado en Mérida, donde aprendió a leer y a escribir… Los indios lo amaban y respetaban de una manera tal que sus diferencias y disgustos se arreglaban por él y jamás se dio el caso de que partes sentenciadas apelasen a la justicia de los blancos…”
El dirigente maya fue llevado al paredón en medio de un fuerte despliegue militar. A las cinco de la tarde fue ejecutado en la plaza de Santa Ana, que fue totalmente cercado.
Casi inmediatamente el cadáver fue llevado a Chichimilá, resguardado por ochenta elementos de caballería. De la Cámara Zavala fue el militar encargado de trasladarlo. Narra:
“Bajo un copioso aguacero emprendí mi marcha y hallándome a la mitad del camino, cuando ya la noche empezaba a entrar, divisé a la derecha del bosque dos bultos blancos que procuraban ocultarse. Piqué a mi caballo y metiéndome a la espesura me encontré al hijo del ajusticiado que abrazaba a una mujer deshecha en llanto; les dirigí la palabra preguntando que lloraba y que hacía en el lugar aquella hora. Entonces la mujer levantó la voz con desesperación y me contestó estas palabras: Qué ¿Hasta el recurso de llorar nos han de quitar los blancos? ¿Pues que ese que llevas –y a la sazón pasaba el cadáver- no es mi marido? Yo no se que pasó por mi en esos momentos al considerar el dolor de esos infelices… llegué al pueblo de Chichimilá a las 8 de la noche…
“Aún no habíamos acabado de salir del pueblo cuando oímos el inmenso clamor de los indios que lamentaban la muerte de su padre y protector, del sol que los alumbraba y dirigía…
El rumor de la muerte de Manuel Antonio Ay llegó a esa misma noche a los pueblos de los alrededores. En Tepich, Cecilio Chí se reunió con sus lugartenientes. En Tihosuco, Jacinto Pat se fue a su hacienda Culumpich para supervisar los últimos preparativos del plan en marcha.
El 30 de julio comenzó la guerra de los mayas para recuperar su tierra y su autonomía. Una guerra larga. El 13 de abril de 1933 los mayas de Dzulá, encabezados por Evaristo Sulub, protagonizaron el último enfrentamiento armado contra las tropas federales.
Se enterraron y se oxidaron las armas, pero nunca hubo armisticio.
No se supo más del hijo y de la esposa de Manuel Antonio. Quizá nunca se sepan sus nombres, porque los archivos parroquiales se quemaron durante la guerra. Pero están en nuestra historia. El abrazo de Manuel Antonio a su hijo en la hora postrera, todavía nos conmueve. Todavía hay ecos en la selva del grito de su esposa: “¿Pues ese que llevas no es mi marido?”