“¡Al fin llegó la alegría!”: la celebración de la toma de Santa Cruz en la Villa de Peto (y en Mérida y en otros pueblos de Yucatán)
Por Gilberto Avilez Tax
Durante estos últimos años hemos estudiado en varios contextos a la Guerra de Castas (1847-1901). Hemos puesto énfasis, en nuestros relatos, por dar a conocer la vida cotidiana de los pueblos yucatecos que estuvieron muy cercanos a lo que era el territorio de los cruzob. Estos pueblos[1] serían conocidos, durante la segunda mitad del siglo XIX, como los pueblos fronterizos al “territorio cruzob”, donde sus habitantes se acostumbraron, o bien, se adaptaron a las circunstancias de “guerra latente” en las fronteras, a expensas de las “invasiones” de los cruzob. Una estampa de 1869, indicaba que a pesar de que existían fuerzas –escasas fuerzas- militares en las fronteras, su defensa real descansaba en “los mismos habitantes de los pueblos amenazados por los invasores”, pues se tienen “sobre un pie de defensa; mientras que la mitad trabaja en los campos, la otra mitad armada cuida el pueblo, y establece centinelas en el punto más alto, y exploran el país”.
En ese sentido, como nacido en uno de estos pueblos fronterizos, son hasta justificables mis sentimientos encontrados con el 30 de julio. No puedo, por supuesto, celebrar este aniversario más del levantamiento generalizado de 1847, pero tampoco puedo negarlo u olvidarlo: la “tea incendiaria” se prendió en el oriente por asuntos fiscales, en el sur se reavivó por asuntos de tierra, pero años después la Guerra de Castas bordearía los límites de la guerra civil entre los partidos fronterizos y los viejos residentes de esos pueblos fronterizos que en 1847 decidieron detener el avance expoliador del capital meridano desperdigado en las zonas marginales del sur y del oriente de Yucatán, con el primer acorde capitalista iniciado en la Península mediante el cultivo de la caña de azúcar.
Arguyo que esa prolongada guerra de más de 50 años la sufrieron, más que los de Chan Santa Cruz, los pueblos de frontera; y no me refiero a los establecimientos agrícolas –fincas y ranchos de partidos como Tekax y Peto, aunque los establecimientos de Peto apenas sí se recuperarían para fines del siglo XIX, cuando inició el cerco a Santa Cruz desde 1895- que fueron hechos polvo por las rápidas incursiones de los rebeldes, sino al pueblo llano de los partidos fronterizos –tanto mayas y mestizos pobres- que vivía con el alma en vilo cada vez que había alguna de aquellas incursiones rebeldes, cada vez que alguna bomba de aviso (o hasta un cohete cargado con bastante pólvora, o una “emanación de la atmósfera” semejando un sonido atronador en lontananza) destrozara los ánimos sensibles de los fronterizos, porque era la señal de que “los huites”, los hombres del oriente, los bárbaros, iniciarían su irrupción al pueblo. Y la gente, la población maya de la región huía, la memoria oral de la población indígena del sur está poblada de huidas hacia el monte para escapar de los perseguidores del oriente. Los blancos y mestizos de los pueblos de la frontera yucateca, ellos sí tenían pólvora para batirse, y militarismo que crecía alistándose a la Guardia Nacional.
Entre el oriente y el sur, es decir, entre los de Chan Santa Cruz y los de Peto, se dio un retroceso prehispánico, ya que las incursiones rebeldes a los pueblos de este rumbo de la península se asemejaron a las incursiones inter-tribales que se daban entre los distintos cacicazgos del Postclásico en busca de cautivos: los de Santa Cruz buscaban brazos esclavos, y vientres de mujeres para almacenar las semillas de esa sociedad guerrera que perdería el impulso bélico una vez que las nuevas generaciones de macehuales, para 1890, ya no veían con demasiado odio a los pueblos más allá de Sacalaca o de Sabán, o más allá de Tihosuco: Valladolid o Peto eran otro país para esta nueva generación macehual, y no los pueblos que sus padres y abuelos trataron con furia de extinguir. Los tiempos habían cambiado, y la rueda del katún había llenado de orín el machete del guerrero de la Cruz Parlante al finalizar el trepidante siglo XIX. Las nuevas generaciones crecidas en el lapso que he denominado el “Declive de la Montaña rebelde” (1890-1901) sólo querían hacer su milpa, ir a Honduras Británica a tratar asuntos comerciales, y estar allá entre esas caobas, cedros, ceibos y zapotes gigantes.
La guerra de castas fue una guerra fratricida, una guerra civil, una guerra horrible –todas las guerras son horribles, la de Castas y la que se combate en Ucrania en 2022-, y los caudillos como Crescencio Poot, el irascible Bernardino Cen, y otros, en algunos momentos llevaron la explotación del hombre por el hombre a proporciones iguales a la de las haciendas de Yucatán: Poot y Cen eran dueños de fincas en donde eran esclavizados antiguos peones de la frontera capturados.
Una mancha en el territorio nacional
En fin, ni celebraciones ni olvidos, solo señalar que hubo muchos muertos, pero también hubo muchos corajes y actos de valentía, pero también de cobardía. Y los de los pueblos de la frontera demostraron, en más de una ocasión, que la lejanía de Mérida no era impedimento para sobrevivir a los ataques del “bárbaro”.
Y precisamente, después del último ataque registrado en la frontera yucateca, en Mérida ya se hablaba de que solo un empujoncito sería suficiente para terminar la guerra. Después del último ataque de los cruzob a un punto de la frontera del sur –atacaron Tixhualatún, una aldea de la comprensión municipal de Peto-, para febrero de 1886 se pedía al gobierno nacional romper el “statu quo” inexplicable de la guerra, pues “la República tiene la suficiente virilidad para hacer que todo el suelo de la patria se halle comprendido dentro de la esfera constitucional”,[2] y que con “un empuje solo, un plan bien combinado y sin gran efusión de sangre se logrará ese deseo del pueblo peninsular y de los mexicanos todos, a quienes duele naturalmente que en los mapas y otras obras de geografía se hable de un pedazo del suelo patrio sustraído a la civilización”; para la ciudad letrada meridana, no se podía tolerar “esa mancha, ese borrón que los enemigos de la patria convierten en ludibrio”, y más cuando presidía “los destinos de México un general patriota y denodado”, Porfirio Díaz, y era preciso que se resolviera esa cuestión.[3]
La campaña de pacificación no iniciaría de manera formal, más que en el año de 1895, y al principio la dirigió el general Lorenzo García, quien recuperó –o mejor dicho, convirtió en campamentos militares- a Dzonotchel, Ichmul, Tihosuco y la Carolina.
Al final, sería el general Ignacio Bravo, jalisciense que venía de hacerle la guerra a los yaquis en Sonora, el que desde octubre de 1899 tomaría el mando en el último tramo de la “pacificación”, y el que pondría punto final a lo que tantos generales no pudieron hacer en más de 50 años de guerra: comenzar una larga y complicada creación del Estado en esta zona selvática, que tendría que pasar más de setenta años para que apenas se concretara. Pero sin la entrada de Bravo, sin esa “guerra de pacificación” (que nunca lo fue), sin sus años de dominio a rajatabla en Santa Cruz, no se entendería lo que en años subsecuentes harían gobiernos posrevolucionarios, que era lo mismo aunque con métodos distintos a los porfirianos: el sometimiento de las “tribus rebeldes”. Querámoslo o no, Bravo cumpliría lo que Díaz le había instruido: vencer a los mayas y silenciar a la Cruz, es decir, en poner los primeros andamios del Estado nacional en esta parte oriental de la Península.
A finales de 1899, durante todo 1900, y cuatro meses de 1901, las tropas de Bravo avanzarían por un camino que se abriría desde Peto. Aproximadamente, más de cuatro mil soldados, sin contar las fuerzas yucatecas de Guardia Nacional, establecieron baluartes a la vera del camino que construían: en Peto, Dzonotchel, Sacalaca, Sabán, Okop, Santa María, Kampolcolché, Ichmul y Tihosuco, la suerte ya estaba echada, y Mérida y los pueblos yucatecos esperaban con mucho interés la noticia que durante tantos años esperaron oír sus padres y abuelos y que nunca sucedió. Y mientras se hacía el camino, las tropas de ingenieros militares sembraban los postes donde se guindaron las líneas telegráficas con las que Díaz gobernó este país junto con el ferrocarril: Valladolid sería comunicado con Tixcacalcupul y Mahas, y postes telegráficos conectarían a Peto con Dzonotchel, Sacalaca, Sabán, Okop y hasta el mismo Chan Santa Cruz.
El 17 de abril de 1901, el ejército de Bravo se encontraba a 5 kilómetros de Santa Cruz. Pronto, decían los periódicos meridanos, se recuperaría “aquel hermoso girón del territorio nacional, el más fértil y exuberante de la Península”.[4]
El significado de la entrada de los batallones de Bravo a Santa Cruz
El significado de la entrada de los batallones de Bravo a Santa Cruz, se entendió por las elites meridanas no sólo como la “reconquista” de la costa oriental, una vasta geografía casi virgen repleta de magníficos recursos forestales para los intereses capitalistas de los barones del henequén; también se entendió como la “reconquista” de la tranquilidad de los partidos fronterizos, “cuyos sufridos, valientes y laboriosos habitantes ya podrán arrimar sus fusiles y reposar y trabajar serenos y contentos, sin temor a ver reducidas en un instante a escombros y cenizas sus haciendas, frutos de constantes y penosa faena”.[5]
Días antes de que Bravo enviara el 4 de mayo de 1901 los ahora famosos telegramas con que dio aviso a Pancho Cantón y a los constructores del Ferrocarril Mérida-Peto, don Rodulfo G. Cantón y Delfín G. Cantón, en Mérida ya se hablaba de celebraciones que se harían al saberse la nueva. En suburbios de Mejorada y San Sebastián se preparaban en grande para celebrarlo, y el Clero igual preparaba solemnes fiestas religiosas con igual motivo y que en ese día se echarían a vuelo todas las campanas de los templos. El “regocijo” de la recuperación de Santa Cruz no se limitaría a Mérida, sino que todas las poblaciones del Estado darían pruebas de ello, organizando diversas “manifestaciones de alegría”.[6] Incluso algunos vecinos de Mérida con apellidos mayas, pidieron al Clero que se celebre el 2 de mayo una misa solemne al Santo Cristo de las Ampollas para celebrar la toma de Chan Santa Cruz.[7]
Todavía no se sabía de la esperada entrada del ejército porfiriano comandado por el General Ignacio Bravo en el histórico bastión de los “mayas rebeldes” de Chan Santa Cruz, cuando en varios pueblos y la capital de Yucatán se hacían preparativos para la celebración de la “reconquista”. Cuando de la Vega había tomado por tierra y mar a la villa de Bacalar, no hubo ninguna celebración del acontecimiento, porque el objetivo no era esa estratégica plaza. El objetivo, desde la década de 1890, era el antiguo bastión rebelde de Chan Santa Cruz.
Estas celebraciones iban desde hacer una misa en honor a las tropas de Bravo y dando gracias al Cristo de las Ampollas por la “pacificación” en Mérida, hasta el repique de campanas de la catedral, disparos de artillería, quemas de voladores, y discursos de engolada oratoria. En los pueblos sucedía lo mismo: misas y discursos de oradores pueblerinos con ínfulas de ser glorias municipales. El 5 de mayo de ese año, en Cuzamá se repartió harto licor y se oyó vítores a Bravo, Díaz y a Cantón, con repique estruendoso de campanas, cohetes y “triquitraques que atronaban el espacio”.
En Izamal se hicieron fiestas religiosas y cívicas los días 4 y 5 de mayo. La multitud estaba reunida en las galerías del palacio municipal y el local de la jefatura política, las campanas fueron “echadas a vuelo” y los cohetes voladores “atronaban el espacio”, mientras que la banda de guerra del Batallón de Guardia Nacional ejecutaba el himno nacional.
El Gobernador Cantón, demasiado efusivo, el 6 de mayo de 1901 decretó que se erija “en el lugar más adecuado del nuevo paseo Montejo de esta capital, una estatua del C. General Porfirio Díaz, actual presidente de la República, para la cual se destinará de los fondos públicos la cantidad que sea necesaria”. A Bravo, además, le daría una espada de Toledo por ser el “conquistador de Chan Santa Cruz”, así como la ciudadanía yucateca.
El corresponsal de La Revista de Mérida en Hopelchén, apuntaba el significado que para ese pueblo se podía entender la entrada de Bravo a Santa Cruz:
“Este pueblo, que varias veces ha sufrido el azote devastador de la barbarie; que tantas veces se ha visto ensangrentado y ardiendo en las llamas del incendio, y que siempre ha vivido tembloroso y desconfiado en la insegura vecindad de los mayas rebeldes, ha sentido por fin levantarse de su pecho la abrumadora pesadumbre que lo angustiaba, y ebrio de entusiasmo ha celebrado en festival espléndido, la entrada triunfal de las fuerzas federales al mando del dignísimo General D. Ignacio Bravo, á la histórica Santa Cruz, capital de la región sublevada”.[8]
Las celebraciones en la Villa de Peto: ¡Al fin llegó la alegría!
Sin embargo, en una Villa, la que durante tantos años sufrió los ataques cruzob y se sobrepuso a ellos hasta el punto de propinarles a las tropas de Santa Cruz derrotas tras derrotas, la tónica de los actos celebratorios fue distinta. Días previos a la “toma de Chan Santa Cruz” por las tropas de Bravo (no podemos hablar propiamente de una toma, por el hecho de que a Chan Santa Cruz lo encontraron desierto; los pocos combatientes que quedaban se habían replegado a los bosques tropicales), La Revista de Mérida, el 2 de mayo de 1901 daba noticias de una fiesta de pueblo que habían de realizar los habitantes de Peto (o las élites rurales petuleñas). Decía la nota de marras que: “Con motivo de la próxima entrada de las fuerzas pacificadoras á Chan Santa Cruz, varios vecinos de la villa de Peto preparan una fiesta que promete estar muy animada. Comenzará el día 20 del actual y terminará el 27. Habrá bailes de etiqueta y populares, corridas de toros y otras diversiones”.
Una vez acaecida la tan anhelada noticia de la ocupación de Santa Cruz,[9] las fiestas dieron inicio en casi todos los pueblos de Yucatán. El 11 de mayo, La Revista de Mérida ponía un curioso aviso en la página 3 de su edición de aquel día (ver fotografía), instando a los habitantes de Mérida y de todos los pueblos, a la fiesta que los petuleños (o las élites rurales petuleñas) llevarían a cabo los días 20 al 26 de mayo. Sería la fiesta de la “alegría”, y este hecho es un fiel reflejo de los más de 40 años que el partido de Peto había pasado, desde 1847, a convertirse en un partido de frontera donde el miedo a las incursiones rebeldes era la tónica. El miedo antiguo de las élites rurales, sedimentado por las incursiones de los mayas rebeldes a ranchos y pueblos del partido fronterizo, había replanteado los esquemas de las vidas cotidianas de los pueblerinos del partido de Peto: entre las bombas de aviso que señalaban la llegada de los “bárbaros”, y el espíritu militarista de una región acostumbrada a las armas, el miedo fue ubicuo en esta sociedad fronteriza. Pero ahora, como decía el aviso, “al fin” había llegado la alegría, y Bravo sería un digno ciudadano yucateco, y a don Porfirio hasta una estatua le habrían de hacer en el paseo de Montejo. El aviso de la fiesta era, por lo demás, esclarecedor de algunas pautas cotidianas que los pueblerinos petuleños harían en casi todo el siglo XX y hasta el siglo XXI. No sé si con esto marca la manía por ir a la laguna de Chichancanab, que en el siglo XIX, antes de 1847, estaba poblada de ranchos cañeros en sus márgenes. Ahora, el aviso de la fiesta decía que para los enfiestados había una “excursión a Chichankanab en un hermoso bote, pedido para el efecto”. Además, la novedad de las bicicletas daría pie a concursos de ellas, y algo que sin duda llama la atención para un microhistoriador, es ¿cómo los viejos petuleños de hace más de 110 años les cabía en la cabeza la idea de que los gatos pueden suplir a los caballos en concursos de carreras? Porque además de carreras de caballos, los petuleños asombrarían, a propios y a extraños, ofertando para la feria en honor a la pacificación de Chan Santa Cruz peregrinas “carreras de gatos”. A continuación, inserto la transcripción del aviso:
¡Al fin llegó la alegría! Dedicada á las fuerzas pacificadoras con motivo de la toma de Chan Santa Cruz. Dará principio el día 20 y terminará el 26 de mayo. ¡Tomen nota, comerciantes! Bailes, palo encebado, carreras de caballos, toros, gallos, trenes extraordinarios, carreras de gatos, ídem. en sacos, excursión á Chichánkanab en un hermoso bote, pedido para el efecto, concurso de bicicletas, etc., etc. ¡Acudid! ¡Acudid! Os divertiréis. Se invita cordialmente á los meridanos y á los vecinos todos del Estado, seguros de encontrar fraternal acogida por parte de los interesados.
[1] Pienso en la actual villa de Peto, Tzucacab, Tekax, Ichmul, Dzonotchel, Sotuta, Kanxoc, Xoquén, la ciudad de Valladolid, Tizimín, Dzitás, Tixcacalcupul, entre otros. Muchos de estos pueblos fueron abandonados debido a las incursiones de las tropas cruzob para lo que yo menciono como “el cincelamiento de las fronteras”.
[2] La Revista de Mérida. 23 de febrero de 1886.
[3] La Revista de Mérida. 23 de febrero de 1886.
[4] La Revista de Mérida. 19 de abril de 1901.
[5] Pérez Alcalá. 1914. Ensayos biográficos, cuadros históricos, hojas dispersas. Mérida, Yucatán. Imprenta y Linotipia de “La Revista de Yucatán”.
[6] La Revista de Mérida. 28 de abril de 1901.
[7] La Revista de Mérida. 1 de mayo de 1901. “Para celebrar la toma de Chan Santa Cruz”.
[8] La Revista de Mérida. 21 de mayo de 1901. “La noticia de la ocupación de Santa Cruz, en la villa de Hopelchén”.
[9] Véase mi artículo siguiente: https://noticaribepeninsular.com.mx/telegrama-ignacio-bravo-4-mayo-de-1901/