Gilberto Avilez Tax
El viernes 20 de mayo pasado, invitado por el cronista de la ciudad de Felipe Carrillo Puerto, Mario Chan Collí, di una pequeña charla sobre la vida y obra de don Andrés Quintana Roo (1787-1851), prócer de la Independencia; y de su esposa, Leona Vicario (1789-1842), la Benemérita y Dulcísima Madre de la Patria.
Se ha escrito infinidad de libros de historia y de literatura sobre estos dos personajes fundantes de la vida nacional. Hace unos años di un curso en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, sobre las independencias en América Latina. Después de fatigar con los estudiantes de historia sobre las independencias en Sudamérica y Centroamérica, pasamos a abordar el proceso independentista en México y sus regiones: supimos que hubo dos momentos regionales sobre esto. El Bajío y el occidente fue un primer momento desde el Grito de Dolores hasta la captura de Hidalgo (septiembre de 1810-30 de julio de 1811). El segundo momento fue cuando Morelos decide continuar lo iniciado en el grito de Dolores para reforzar sus huestes en Michoacán, Guerrero y Oaxaca, finalizando en 1815 con su asesinato. Fue el momento estelar para los insurgentes, y también para un antiguo sanjuanista meridano.
Ahí, en las abruptas serranías, filos y cañadas del sur feraz, el descendiente de un viejo capitán de Milicias del Imperio español de origen canario, el pasante de leyes, Andrés Quintana Roo, con 25 años apenas, decide unirse a los insurgentes. Venía de Yucatán y era criollo en sus dos vertientes. Quintana Roo fue un alumno destacado en el Seminario Conciliar de San Ildefonso de Mérida. Fue discípulo del filósofo descarteano don Pablo Moreno, y condiscípulo del otro yucateco memorable, Lorenzo de Zavala. Ambos habían abrevado de las discusiones que en el barrio de San Juan, se daba en momentos previos a la lucha de independencia. Serían conocidos como los Sanjuanistas, contrarios a los “rutineros”.[1] En 1808, Andrés Quintana Roo parte a la Ciudad de México para estudiar leyes, porque ser cura no era lo suyo, aunque tuvo un hermano, Tomás Domingo Quintana Roo, que sí abrazó el camino de la fe, fue cura en diversos curatos de Yucatán, pero eso no le impidió estar junto con su padre, José Matías Quintana Roo, así como su hermano, en el grupo de los sanjuanistas y hacer carrera política.
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En Ciudad de México, Andrés conoce a Leona, la sobrina huérfana de su maestro en la Real y Pontificia Universidad, un tal Pomposo, que tenía un despacho donde practicó sus conocimientos de leyes para titularse. No lo hizo en el lapso prescrito por la academia y la curia, se enamoró de forma radical de Leona (¿acaso hay otra forma de enamorarse?), se identificó con sus ideas revolucionarias, y como tolvanera del altiplano o huracán de sus tierras tropicales, Leona lo encaminó con donaire hacia donde la patria comenzaba, separándose a mediados de 1812, no sin antes pedirla en matrimonio y ser rechazado por el tío linajudo. Ella, con un amplio caudal, con un conocimiento esmerado por la educación selecta que le prodigó su tío, Agustín Pomposo Fernández de San Salvador quien, además de ser abogado de polendas, fue oidor de la Real Audiencia de México y Rector de la Pontificia. Quintana Roo pidió la mano de la sobrina; Pomposo, el tío, se negó rotundamente, y Quintana Roo se va a la sierra a unirse a los guerrilleros. Leona le dijo que lo seguiría.
Leona tenía un amplio recorrido a favor de la causa: pertenecía a la sociedad secreta de Los Guadalupes, financió con su dinero a los insurgentes, fue espía, escribía proclamas subrepticias, mandaba víveres y medicamentos, su casa se convirtió en centro de operaciones de los insurgentes. En febrero de 1813 fue descubierta, quiso ganar el camino hacia Oaxaca en busca de Quintana Roo, la aprehendieron y la encarcelaron en el Colegio de San Miguel de Belén por órdenes de Félix María Calleja y gracias a las terciarías de don Pomposo. Ella no dio nombres, aguantó estoica la furia del Imperio. El 22 de abril de ese año, los Guadalupes la rescataron y, a salto de mata, llega a Tlapujahua donde Quintana Roo se hallaba. Se casaron luego.
En ese lapso de casi un año de la separación, Quintana Roo sirve a los insurgentes, no con la espada, sino con algo más imperecedero: la pluma que labraba las ideas de la independencia. En los campos de batalla su pluma dirigió El Ilustrador Americano, el Semanario Patriótico Americano y otros discursos que aún calan en el sentimiento patriótico. El acto más importante de esos años primeros de la patria, fue cuando Morelos, el Generalísimo, nombra a Quintana Roo miembro del Congreso de Chilpancingo o de Anáhuac, presidiendo el yucateco la Asamblea Constituyente que formuló el Acta Solemne de la Declaración de la Independencia de América Septentrional, un acta firmada en Chilpancingo, Guerrero, el 6 de noviembre de 1813, firmada por Quintana Roo, López Rayón, José Manuel de Herrera, Carlos María de Bustamante, José Sixto Verdugo, José María Liceaga, y Cornelio Ortiz de Zárate; donde se estipuló que la América Septentrional, “ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpado: que en tal concepto queda rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español […]”[2]
Al término de la Independencia, don Quintana Roo fungiría en varios gobiernos nacionales, incluido en el de Iturbide. A él le debemos que se hablara por vez primera de la libertad de cultos en la década de 1820, en un país que había iniciado su proceso independentista con un estandarte católico, y cuya situación anómala no se definiría hasta el tiempo de Juárez y los liberales (y otros dicen que hasta tiempos de la Cristiada).
¿Por qué no el municipio de Leona Vicario?
Todo esto que hemos hablado, un poco de historia nacional, tiene que ver con una situación que, me parece, apunta un poco al estado de Quintana Roo. Celebrándose los 120 años del inicio del Territorio de Quintana Roo, damos por descontado que el origen del nombre de este estado se debe al homenaje que Porfirio Díaz hiciera a un prócer yucateco de la independencia. Si bien no me gusta incurrir en la “historia de bronce”, creo que aquí vale la pena comentar una cuestión que tiene que ver con los orígenes, o bien, los significados ocultos de los nombres de los municipios de Quintana Roo.
Los once municipios actuales del estado de Quintana Roo refieren a pasajes de la historia en el que podemos contemplar una suerte de didactismo historiográfico con que las élites nacionales y regionales han tratado de inculcar a sus ciudadanos que han venido de todas partes, y más a partir del “giro turístico”, en la década de 1970 en adelante. La consigna nacional y regional, en los 120 años de historia de esta parte oriental de la Península, ha oscilado entre “mexicanizar” a los indios y “nativizar” a los foráneos y a los extranjeros. Bombardeados por las imágenes turísticas actuales, o el pasado tan cercano de una frontera sur que miraba siempre a las costas y a la vertiente inglesa del Hondo, mexicanizar y nativizar eran palabras que también hacían referencia a la búsqueda de una identidad que no fuera solamente caribeña, pero tampoco imitación acrítica de Yucatán o la Península.
Esto tiene una larga duración. Inició al parecer en tiempos de Bravo: Santa Cruz fue bautizada como Santa Cruz de Bravo, para que en 1930 sea rebautizada como Felipe Carrillo Puerto; y prosiguió con el gobernador cardenista del Territorio Rafael Melgar, quien durante su periodo de gobierno (1934-1940) cambió los nombres religiosos y extranjeros de los pueblos del Territorio. Fue así como Santa Elena se volvió Subteniente López, o Mengel fue bautizado como Álvaro Obregón. Los pueblos del sur y de la vía Corta –abierta apenas en la segunda mitad del siglo XX- tendrían nombres castellanos la mayoría, y algunos que otros nombres mayas o que fueron inventados por antiguos caoberos o chicleros (Sacxán, Nohbec, Limones, Divorciados). Es solo en la zona maya donde los nombres mayas se conservaron, aunque hubo otros como el Kilómetro 50 o el Kilómetro 80, que negaron su procedencia yucateca para ser nombrados José María Morelos e Ignacio Zaragoza.
Pues bien, en cuanto a los once municipios actuales de Quintana Roo, todos invocan un pasaje de la historia nacional, de la historia regional, de la colonia o de tiempos prehispánicos. Don Andrés Quintana Roo no solo bautizó a medias este estado con su apellido, sino también un municipio de Yucatán recibió su apellido. Solo una localidad de Bacalar fue bautizada con nombre y apellido: Andrés Quintana Roo, donde viven poco menos de cien habitantes. Los once municipios, volvemos a insistir, ninguno, salvo “Isla Mujeres” (nombrada así por los primeros invasores españoles hace más de 500 años) lleva un nombre femenino de una destacada mujer de la historia nuestra, sea regional o nacional.
¿Por qué no Leona? Leona Vicario tiene dos magníficas estatuas en Chetumal y en Cancún. En esta última ciudad, el monumento a Vicario apunta una frase que se le atribuye: “Me llamo Leona y quiero vivir libre como fiera”. Solo un pueblo que se encuentra entre Zaragoza y Cancún, y que pertenece al último municipio erigido en tiempos de Roberto Borge, Puerto Morelos, lleva su nombre. Y ese municipio repite nuevamente a Morelos. Tenemos un José María Morelos y un Puerto Morelos. La gente de fuera de Quintana Roo, siempre confunde esos lugares. Hubiera sido magnífico que, como sucede en otros municipios del estado, el nombre de la capital del onceavo municipio no hubiera sido el mismo del nombre del municipio: ¿por qué no Puerto Morelos, capital del onceavo municipio de Leona Vicario? En el 2020, el gobierno de AMLO lo declaró como el “Año de Leona Vicario, Benemérita Madre de la Patria”. Reitero la pregunta, ¿por qué no Puerto Morelos, capital del onceavo municipio de Leona Vicario?, ¿piensan tal vez que con poner el nombre de Leona Vicario con letras de oro en el recinto del Congreso de Quintana Roo, basta y sobra?
[1] Sobre los Sanjuanistas, véase mi artículo: “¿Que los yucatecos todos declaren su independencia?”, en https://noticaribe.com.mx/2017/09/16/que-los-yucatecos-todos-declaren-su-independencia-por-gilberto-avilez-tax/amp/
[2] Felipe Tena Ramírez. Leyes fundamentales de México 1808-2005. México. Editorial Porrúa, p. 31.