Francisco J. Rosado May
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A finales de octubre e inicios de noviembre, como cada año, en las comunidades se reúnen las vecinas y se ponen de acuerdo para hacer los pibes, los altares y organizar los rezos. Hay alegría y emoción. Niños y adultos saben la importancia de estas fechas.
De alguna manera, las decisiones y las actividades fluyen sin necesidad de alguien dando órdenes. Los niños buscan los ingredientes: hojas, recado, achiote, chile, gallinas, masa, maíz, sal, manteca, etc. Van a las diferentes casas donde saben que tienen los ingredientes. Las señoras se reúnen en la casa de una de ellas para hacer los preparativos; unas se dedican a preparar la masa, otras a preparar la carne o a calentar las hojas. Los señores buscan la leña, preparan el sitio donde hacen el hueco en la tierra para cocer los tamales especiales de la ocasión (pib, cocimiento enterrado), preparan el altar y el sendero de las ánimas, etc. Niños y niñas de varias edades participan en la medida que pueden, pero especialmente observan. Las niñas se organizan para ayudar a alguna señora, normalmente eligen la actividad que ellas mismas saben que aún no dominan, es su oportunidad de aprender y practicar.
Mientras están haciendo las diferentes actividades, sin necesidad de algún jefe/a, hay buen ambiente, humor, plática sobre diferentes temas, intercambio de información. Cuando necesitan algo como cocinar el k’óol, solo basta una señal, lenguaje corporal, para que la persona que está a un lado sepa que debe hacer. Los adultos y niños desarrollan una actitud de colaboración, participación, refuerzan sus lazos sociales y comunitarios. Incluso, en muchas ocasiones, aprovechan la oportunidad para resolver alguna situación problemática. Hay niños que no necesitan escuchar una petición para hacer alguna actividad, por ejemplo, para algo tan sencillo como mover una silla que está en el camino de alguien que lleva las manos ocupadas, no falta quien que por iniciativa propia mueve la silla. Esta forma de convivencia, en el trabajo, deporte o en lo cotidiano, se le conoce como “ser acomedido” (en maya se usan dos palabras para decir mas o menos lo mismo, sa’ak’ óol y táan óol). Es en este tenor en que finalmente se lleva a cabo todo lo referente al hanal pixan.
Esta tradición es algo más que folklor o costumbrismo. Es también un escenario de aprendizaje, construcción de conocimiento y fortalecimiento del tejido social. Se pueden identificar varios puntos del proceso, semejantes a los que tendría un sistema escolarizado pero diferentes en cuanto a forma.
Existe una organización y participación flexible, no hay diferenciación por edad o sexo, cada quien contribuye en la medida de sus capacidades. Todos participan, cada uno a su propio ritmo, pero con ganas de contribuir, sentirse parte de grupo y alcanzar un logro. Hay liderazgo múltiple, la persona que sabe mas en cada etapa del proceso toma el papel de líder y enseña a los demás. No se siente presión alguna, no es necesario, ya que hay una formación para tener responsabilidad individual para un trabajo colectivo. En el proceso se transmiten valores y actitudes necesarias para fortalecer el tejido social. La observación y la práctica juegan un papel relevante, tanto para el sa’ak’ óol como para aprender e innovar. Se comunican en forma verbal y no verbal, usan anécdotas o leyendas para reforzar su mensaje; se entienden porque tienen el mismo punto de referencia cultural. Todo se complementa cuando los niños y adultos hablan del hanal pixan de ese año; si estuvieron contentos y les gustaron los pibes, todos se sienten halagados y motivados para la misma actividad el año siguiente, con innovaciones imperceptibles cada vez. Es decir, también hay evaluación del proceso.
El hanal pixan es más que una simple tradición, es un reflejo de un sistema de construcción de conocimiento desarrollado por nuestros antepasados.