Francisco J. Rosado May
A partir de la negación de SEMARNAT a la importación de mil toneladas del herbicida glifosato (comunicado 149/19, 25 nov. 2019) las reacciones han sido diversas.
Los sistemas extensivos de cultivos dependen de pesticidas. Sin controlar las malezas, dependiendo de las condiciones concretas, las pérdidas pueden ser entre el 30 y 90% de la producción. Su control implica alrededor del 40% de inversión.
A partir del inicio de la agricultura una preocupación ha sido el manejo adecuado de las malezas, desde la extracción mecánica (manual o con arado) o medios biológicos, hasta el uso de químicos. Los primeros herbicidas se usaron sin conocer bien la fisiología de las plantas. El defoliante agente naranja, de la guerra de Vietnam, se usó antes de entender el papel de las hormonas en las plantas, que aportó Kenneth Thiman. Posteriormente se crearon herbicidas de hoja ancha, hoja angosta pre y postemergentes. Todo bajo el esquema de producción intensiva y extensiva, no necesariamente para alimentación humana.
En ese contexto, en los años 1970’s surge el glifosato, un herbicida de amplio espectro, absorbido por las hojas o tallos. Actúa afectando una enzima importante en la formación de algunos aminoácidos claves para el desarrollo de las plantas. La enzima no afecta a mamíferos. Fue registrado comercialmente como Roundup, producido por Monsanto y posteriormente comprada por Bayer en 2018.
Como el glifosato no es selectivo, afecta a todas las plantas, se crearon variedades genéticamente configuradas para ser resistentes al químico. Así surgieron las patentes para algunas variedades de soya, maíz, tomate, algodón, alfalfa, entre otros. Una variedad patentada no puede ser usada libremente por un agricultor; por lo tanto, se vuelve dependiente de la empresa que le surte de semilla y los insumos para la producción.
La agricultura se ha hecho prácticamente dependiente del glifosato, sea con variedades genéticamente alteradas o no. El consumo ha ido a la par con la creencia de que sin este químico no habría la producción de alimentos que demanda la población humana. Pero los efectos secundarios se han acumulado al grado que se ha prohibido o restringido su uso en varios países. En junio 2020 se dio a conocer que Bayer tendrá que pagar una multa de casi once mil millones de dólares para terminar con decenas de miles de demandas por casos de cáncer en Estados unidos. Lo hizo sin reconocer directamente que el glifosato, ingrediente activo del roundup, es la causa del cáncer (El País, 25 junio 2020).
El temor por la prohibición del glifosato hace recordar lo sucedido con el bromuro de metilo, un gas que servía para eliminar patógenos del suelo. Se pensaba que la agricultura no podría sobrevivir sin ese producto, pero al mismo tiempo no podría seguir su uso debido a su efecto negativo en la salud de las personas que lo aplicaban y en la capa de ozono. La agricultura sobrevivió a la ausencia de dicho gas por aportaciones de la agroecología como quedó demostrado en los años 1980’s con la fresa en California.
¿Podemos no depender del glifosato? ¿Cómo lograrlo? Necesitamos voltear la mirada a la agroecología y entender sistemas tradicionales y procesos de producción de alimentos.