Por Gilberto Avilez Tax
“Sólo la guerra purificaría todas las injusticias que los blancos han cometido contra nuestro pueblo”
Uno de los documentos más conocidos en el que se logra observar algunos de los objetivos que enarbolaron los pueblos mayas para ir a la guerra a partir de julio de 1847, es el documento conocido como los famosos “Tratados de Tzucacab”, suscrito entre los emisarios del gobernador Miguel Barbachano -del cual destacaba el cura José Canuto Vela- y el caudillo Jacinto Pat, mismo. En la Biblioteca Yucatanense se conservan copias de dicho tratado, toda vez que el original fue hecho pedazos en Peto por Raimundo Chi, días después de su firma, el 19 de abril de 1848, en Tzucacab.
La tesis de que la Guerra de Castas fue consecuencia directa de esos largos tres siglos de conquista y colonia en el que no hubo un amalgamiento entre dos sociedades (la española y la maya), y que la antigua “raza” vencida, la maya, logró conservar no solo tradición y costumbres, sino su fuerte belicosidad;[1] escatima otros factores sociales y económicos recientes; pero sin duda pueden verse, entre las dos actitudes hacia el gobierno regional por parte de los caudillos del sur (Pat, José María Barrera) y del oriente (Chi, Florentino Chan y Venancio Pec), las mismas actitudes que tuvieron los Xiu y los Cocomes, al pactar o no con los extranjeros, al avenirse para sobrevivir, o guerrear hasta el fin.[2]
La vertiente conciliadora de la Guerra de Castas, “zuyuana”, que buscaba pactos y que no deseaba modificar de forma tajante el estado de cosas de Yucatán, era la que proponía Pat, un rico hacendado barbachanista al cual a guerra lo llevó a un callejón sin salida, hasta su muerte atroz, perseguido por los lugartenientes de Cecilio Chi, en su huida a Honduras Británica en septiembre de 1849.[3] La otra rama, la anti-zuyuana, la de Chi, era la buscaba con insistencia, desde el primer momento del conflicto, la expulsión de los blancos de la Península, para la cancelación definitiva de las cargas corporales y otros abusos infames.[4]
Sobre estas dos vertientes indígenas que al final chocarían en el maremágnum provocado por la Guerra de Castas, dio una anécdota años después de 1847 el cura Manuel Meso Vales, uno de los testigos presenciales de la celebración de los Tratados de Tzucacab y de su posterior repudio a manos de Raimundo Chi. El cura Manuel Meso Vales, uno de los primeros que cayó prisionero en el camino hacia Tepich,[5] recordaría que en una ocasión había sido conducido a Culumpich, la hacienda de Jacinto Pat, y en aquel lugar José María Barrera, mostrándole un amontonamiento de piedras en forma piramidal bajo unos árboles de la plaza, le dijo: “¿Ves eso? Pues allí se decidió la suerte de los blancos”. Y era que, en aquel lugar, le explicó Barrera al cura Meso, Jacinto Pat se había reunido con los caudillos de la primera época de la guerra, para tratar sobre el levantamiento, y cuando Pat argumentaba que el objetivo de la insurrección era la devolución al gobierno de Miguel Barbachano, “de ninguna manera, exclamaban Venancio Pec y Cecilio Chi; entre los blancos y nosotros hay un muro invencible; queremos contra ellos la guerra y de este modo nos conduciremos”.[6]
Ese muro que se levantaría con la guerra, entre marzo y abril de 1848 fue tratado inútilmente de derribar por el zuyuano Pat, así como por Santiago Méndez, Miguel Barbachano, Felipe Rosado y el cura José Canuto Vela, firmando los Tratados de Tzucacab. Chi, el batab de Tepich, dejaría sus aduares establecidos en Tinum, dividiría su ejército oriental, y una columna al mando del caudillo partiría hacia una razzia brutal hacia Teabo y Maní para responder con un baño de sangre a la tinta del tratado, y otra arribaría a Peto donde se encontraba el cuartel general de Pat, para hacer lo debido.
Para abril de 1848, la Guerra de Castas de Yucatán ya había tocado a casi todos los pueblos de la Península, y faltaría el mes de mayo para que el último empuje de las huestes indígenas llegaran hasta las mismas goteras de Mérida. El oriente yucateco (la región vallisoletana) era de Chi y sus lugartenientes, y en el sur donde se incrustaba la Sierrita Puuc era amo y señor el caudillo Pat. Eran dos ejércitos mayas, con dos matices casi invisibles para muchos aunque no para las viejas amistades que Pat, el barbachanista, había cultivado años previos a la guerra. Tanto Santiago Méndez como su contrincante político Miguel Barbachano, sabían que pactar con Chi era impensable, pero no con el patricio tihosuquense, más adentrado a las maneras ladinas de manejarse en el mundo de los blancos. Se tenía que hacer algo para detener el estado tan lamentable del erario público y de Yucatán en su conjunto. ¿Y cómo se encontraba Yucatán en esos nueve meses de guerra?[7] Existe una carta de Barbachano del 18 de abril de 1848, un día antes de la firma de los tratados,[8] que muestra a la perfección el estado caótico de la situación en la Península. Barbachano hacía el recuento a los mexicanos que terminaban la guerra con Estados Unidos, sobre un país, la Península yucateca, completamente arruinada y pronto a desaparecer “del número de los pueblos cultos del mundo”, con una industria y comercio inexistentes, sin giro de ninguna clase, dilapidadas las fortunas personales debido a la guerra, con cero rentas y arbitrios donde se pueda hacer de recursos el gobierno, y con la mitad de los pueblos hallados en poder de los indios, “que imprimen el sello de la desolación y el exterminio en donde quiera que ponen los pies”.[9]
Los dos decretos de Santiago Méndez del 25 de marzo de 1848 para detener la guerra
El 25 de marzo de 1848, la insostenible situación de Yucatán, forzó al gobernador Santiago Méndez a realizar dos actos en apariencia contradictorios: en primera, el ofrecimiento indigno de la soberanía yucateca “a cualquier gobierno extranjero” que prestara prontos y eficaces auxilios a la Península para librarla de caer en garras del “bárbaro”. Las peticiones se hicieron llegar a Inglaterra, a España y a los flamantes recién conquistadores de Anáhuac, los Estados Unidos. Ninguno de estos gobiernos aceptó hacerse cargo de tan remoto y complicado país. Ese mismo 25 de marzo don Santiago Méndez expidió un decreto en el que, usando sus facultades extraordinarias de que se hallaba investido, resignó el gobierno a Barbachano para que con esto se facilitase las negociaciones iniciadas con los indios, puestos que una parte de ellos, los del sur, manifestaron en varias ocasiones, por palabra y por escrito, que solo estando al frente del gobierno el Sr. Barbachano creerían en el cumplimiento de las promesas que les hicieron.[10]
Tzucacab se encontraba en las tierras del sur donde controlaba Jacinto
¿Y cuáles eran esas promesas? En Tekax ya estaba en pie, actuando y trabajando una Comisión pacificadora al mando del mismo Barbachano y del cura Canuto Vela, para hacer avenir a los mayas del sur para una posible pacificación. En el sur profundo, en los terrenos que controlaba Jacinto Pat, que iban de las goteras de Tekax hasta Peto, se firmarían los tratados de Tzucacab que serían como el cerrojo para que los indómitos indios orientales de Chi igual se avinieran a la pacificación final.
¿Dónde quedaba Tzucacab? En 1848 era un pueblo que pertenecía a la extensa jurisdicción del partido de Peto. Nueve meses de guerra y el viejo mundo colonial había sido implotado por los cambios radicales recientes. De Tzucacab tenemos una estampa que, treinta y tres años después, otorga un perfil sucinto de ese más de cuarto de siglo de guerra en las fronteras y de recuerdos de cuando don Canuto Vela se afanaba con la firma de los tratados: en 1881, Tzucacab era un pueblo pequeño pero airoso, aunque con la sombra persistente del peligro, cuyos habitantes bizarros vivían con los útiles de labranza en una mano y el fusil en la otra para defenderse. Sus pocos vecinos eran considerados los “guardianes de la civilización” en aquel desierto en que casi estaban olvidados. En 1881, su pequeña iglesia, destruida en 1848, había sido reconstruida. Fue en esa iglesia donde el cura Vela, entre marzo y abril de 1848, había predicado la palabra de Cristo a las huestes de Pat, y aún para 1881 existía el púlpito en que se hizo escuchar sus sermones por la paz, rodeado de tres mil o cuatro mil indios que inundaban Tzucacab “decididos a llevar en todos los lugares del Estado su guerra exterminadora”.[11]
Los tratados de Tzucacab
Volvamos la narración a esa época terrible, pongamos el almanaque el día 18 de abril de 1848, un martes de aquella semana mayor para ser precisos. Desde fines de marzo, Canuto Vela había enviado cartas a Pat, había tenido un encuentro infructuoso con uno de sus capitanes, pero en la primera semana de abril, Pat había bajado a Tzucacab, y entre ambos tocaban asuntos relativos a la paz mediante cartas.
Cuando le dijeron a Canuto que se reuniría con el caudillo de Tihosuco en Ticum, Vela, en medio de un gentío de indios, partió de Tekax a las diez de la mañana del 18 de abril. Iba acompañado de Felipe Rosado, jefe político de Peto, y del cura Don Manuel Ancona. Los montes alrededor de Tekax estaban copados por indios armados con escopetas. En la hacienda Santa María, la comitiva gobiernista se topó con Juan Justo Yam, uno de los comisionados de Pat, que los trató con generosidad. Asimismo, en Santa María se encontraba Esteban Pat, hijo menor de don Jacinto, y José María Barrera. Psarían Ticum, donde a Vela le dijeron que no ahí sino en Tzucacab lo esperaba el caudillo, y a las seis de la tarde de ese día arribaron al pueblo, donde en la entrada los recibió Pat el presbítero Manuel Meso Vales, Pantaleón Uh y varios capitanes sureños.
En la plaza de Tzucacab había alrededor de 2,500 hombres armados, que gritaban consignas contra los comisionados del gobierno, y con esto claramente demostraban el rechazo al pacto que sus jefes habían optado. Jacinto Pat no le dio importancia, llevó a la comitiva a encerrarse en su casa de ripio, donde en una hamaca se sentó con Vela para tomar chocolate, mientras afuera el gentío amenazaba y vociferaba contra los del gobierno. A las ocho de la noche cenaron, y después, durante casi cuatro horas, “en nombre de Dios”, Vela trató con el caudillo acerca de la necesidad de terminar la guerra por medio de un avenimiento justo y decoroso. Ambos alegaron sus razones y sus reflexiones, y a las doce de la noche llegaron a un acuerdo general de lo que se haría al día siguiente. Acostáronse a dormir, pero Vela no podía conciliar el sueño porque las huestes de Pat, demostrando enésima vez su repudio a posible componenda, quisieron insurreccionarse. La presencia de Pat fuera de la casa de ripio calmó los ánimos.
El 19 de abril de 1848, un miércoles santo, se firmaron los Tratados de Tzucacab. Ese día, en la mañana, el cura Vela no dijo misa porque le faltaba el cáliz, aunque sí bautizó a algunos hijos de la soldadezca y predicó consuelo a más de mil indios. Después de sus faenas eclesiales, se dirigió con Pat y sus capitanes a fijar los ocho artículos del Tratado, y ahí mismo se enteró que los indios que rodeaban a Tekax, habían entrado a saco haciendo huir a las tropas del general Sebastián López de Llergo. Se hizo, sin más dilación, el tratado, donde sobresalía algunos extraños puntos, como el artículo 5 y 6, en el que le daban el poder vitalicio a Miguel Barbachano para gobernar a los blancos, y a Pat para erigirse “Gran Cacique de Yucatán”. Otro punto era lo referente a la abolición de las contribuciones personales que venían de tiempos coloniales, y el derecho de cada indio a labrar sus sementeras y establecer sus ranchos en los ejidos de los pueblos, en las tierras de comunidad y en los baldíos, sin pagar ningún arrendamiento.
Para autores egregios como Eligio Ancona, este tratado era, además de extraño, ominoso y humillante para el gobierno, y apuntemos aquí que para los mismos mayas. Para Cecilio Chi era una afrenta, otro motivo de guerra. Al saber de los puntos que contenía, Chi de inmediato le escribió al caudillo de Tihosuco una carta en que le reprochaba de cobarde y traidor, e hizo salir de Tinum dos expediciones: una, dirigida por él mismo, con destino a la frontera de los blancos (Teabo y Maní) y otra a Peto, comandadas por su hermano.
Los motivos de Raimundo Chi
Si Tzucacab fue el pueblo de la firma de aquel tratado, en Peto la cosa se recompuso. Días después de que el Cura Vela y Pat lo suscribieran, a Peto bajó por el rumbo de Dzonotchel Raimundo Chi con una nutrida facción del ejército de los indios orientales; traía órdenes de su hermano, el jamás indoblegable, Cecilio Chi.
En el cabo del pueblo, el cura Manuel Meso Vales, secretario de Pat a la fuerza desde los primeros tiempos de la guerra, lo llegó a recibir e inquirir qué es lo que deseaba el hermano del caudillo de Tepich.
Raimundo traía órdenes perentorias, y con arrogancia de guerrero fraguado en mil batallas, le pidió la estola pespunteada de oro donde los blancos habían designado a Pat como “Gran Cacique de Yucatán”, así como los malhadados Tratados de Tzucacab y el bastón de mando con puño de plata que los “dzules” meridanos habían obsequiado al de Tihosuco. Y si osara negarse a esas peticiones, Raimundo juraba que por fuerza entrarían los bravos cupules orientales a enfrentarse con la facción maya del sur. Raimundo le ordenó al curita Meso que vaya, señor, y que se lo haga saber así a su amo, que no pusiera en resistencia temeraria la suerte de los de Peto y las de ustedes mismos.
Meso se lo hizo saber a Pat, convenciéndole que accediera a las peticiones del hermano de Cecilio. Pat no puso objeción alguna. Entonces el soberbio Raimundo entró al pueblo con todo su ejército, más de 1500 soldados de lo mejor del ejército oriental maya, y en la plaza principal, en el atrio de la iglesia de Peto, recibió de manos del caudillo de Tihosuco lo que venía a reclamar.
Una vez obtenido lo que quería, Raimundo se dirigió a sus tropas para decirles una alocución en un maya castizo, con ecos sin duda prehispánicos, diciendo que “la guerra a muerte contra todos los blancos continuaría hasta hacerlos expulsar de nuestra tierra, hasta purificar todas las injusticias que han cometido contra nuestro pueblo.” Y acto seguido, frente a la iglesia levantada por los siglos de colonial opresión indígena, hizo pedazos las prendas, el pergamino del tratado, la estola caciquil, el bastón con el puño de plata, que los blancos le habían otorgado al traidor de Pat. Los indios del oriente, al ver esto, lanzaron estrépitos bélicos, golpearon los machetes en las piedras, dieron vivas a Raimundo y a Cecilio, pidieron guerra a muerte contra todo blanco enemigo.
Raimundo, cumplida su misión, tomó de nuevo el rumbo hacia el camino a Dzonotchel, mientras su hermano, Cecilio, hacía su entrada triunfal a Tahdziu bañado con la sangre derramada en Maní.
Ningún tratadito detendría la rebelión de los mayas de Yucatán.
[1] La Razón del Pueblo. “Prensa. La Guerra de Castas en Yucatán”. Mérida. Lunes, febrero 14 de 1881.
[2] Véase al respecto, mi artículo siguiente: “Un vistazo al vacío imaginario: radiografía somera del proceso de exclusión a los herederos de la Cruz Parlante…”, en https://gilbertoavilez.blogspot.com/2009/05/un-vistazo-al-vacio-imaginario.html
[3] AGEY, Poder Ejecutivo, sección Comandancia militar de Peto, serie Milicia, c. 169, vol. 119, exp. 42 (1849).
[4] Pedro Bracamonte. La memoria enclaustrada. Historia indígena de Yucatán, 1750-1915. México. INAH, 1994, p. 117).
[5] Al día siguiente del 30 de julio de 1847, el cura Meso se dirigía al pueblo de Tepich a oficiar misa, y en el camino fue capturado. Su cautividad duraría hasta noviembre de 1849, por tanto, era depositario de los datos más curiosos e importantes acerca de los primeros episodios de la guerra de castas.
[6] “Visita Oficial”. La Razón del Pueblo, 13 de junio de 1881.
[7] En realidad, el ascenso en la intensidad de la guerra solo se daría a fines de 1847.
[8] Y esta carta al “Supremo Gobierno mexicano” por parte de Barbachano, explicita la idea de que con los Tratados de Tzucacab, el gobierno ladino yucateco buscaba el tiempo para responder con fuerza a la rebelión indígena. La ingenuidad fue el baldón de Pat, o mejor dicho, su mera vanagloria le hizo aceptar esos juegos y requiebres diplomáticos con los emisarios de Barbachano; no así Cecilio, que vio con más perspicacia lo que se fraguaba con ello.
[9] Serapio Baqueiro. Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864. Tomo II. Mérida. Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán. 1990, p. 172.
[10] Eligio Ancona. Historia de Yucatán. Desde la época más remota hasta nuestros días. Parte cuarta. La Guerra Social. México. 1978. Universidad de Yucatán, pp. 109-110.
[11] Visita oficial del gobernador Romero Ancona a los pueblos del sur. La Razón del Pueblo, 13 de abril de 1881.