Gilberto Avilez Tax
Hablar de la conquista de México es tratar de ir más allá de los mitos que en torno a ella ha construido cierta historiografía nacionalista, que pone como un todo homogéneo el mundo mesoamericano: los aztecas contra los “invasores castellanos”. Para empezar, tendríamos que dejar de hablar de conquista para referirnos solamente de la caída de una ciudad imperial como fue Tenochtitlan, que era la cabeza de la Triple Alianza junto con Texcoco y Tlacopan. De hecho, hay que decir que la “conquista” no fue un hecho simple y rotundo, tampoco cosa de un año o una serie de años, sino que fue de larga duración y que en el transcurso de la colonia hubieron regiones de “emancipación” indígenas donde los españoles difícilmente llegaron a imponer su dominio, como es el caso de lo que en la Península de Yucatán conocemos como “La montaña” (sur de Campeche y casi todo Quintana Roo actual), región que hasta bien entrado el siglo XX apenas se comunicaría con las carreteras troncales que se construirían).
Sin ser expertos en la materia, basta referir al lector de esta columna algunos libros que nos parecen interesantes para salir de algunos mitos de la conquista proferidos por los dos “ismos” que se reconcomen: los hispanismo de todo cuño, y no menos mortífero, los indigenismos de toda laya; por supuesto que tendríamos que indagar en lo que el mar de escritura que los cronistas nos dejaron, así como en la “visión de los vencidos”, recogidos por el sabio León Portilla, o en los distintos libros del Chilam Balam o los textos de Landa y los encomenderos, pero siempre con la mirada crítica. Pero para el estudioso o aficionado a estos temas que necesita la síntesis y las visiones de conjunto y de interpretación novedosa, les podemos referir algunos trabajos más puntillosos. Por ejemplo, los dos libros de Mathew Restall que ha escrito en dos décadas sobre el tema ( Los siete mitos de la conquista y Cuando Moctezuma conoció a Cortés[1]). También los trabajos de Guy Rozat Dupeyron (Indios imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista de México), o el más reciente libro de Pedro Salmerón, La batalla por Tenochtitlan, y los dos tomos que le dedica Enrique Semo a La Conquista. Estos son libros de escritura ágil y precisa para que el lector pueda tener la visión de conjunto y comenzarse a dsenajenar de los mitos que en torno a la “conquista” se han destilado desde el día siguiente del 13 de agosto de 1521. Voy a tocar algunos de estos tópicos, para posteriormente significar lo que implicó la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521.
Como nos lo han hecho saber innumerables estudiosos, para entender la “gesta de Cortés” y sus hombres, basta tener presente que el mundo mesoamericano no era un todo homogéneo sino que en su misma dinámica había situaciones de dominio y sojuzgamiento, como el que ejercían los mexicas a una serie de pueblos dominados y que había conquistado o pactado tributo en el siglo XV. Es el caso del conflicto permanente que sostenían con los tlaxcaltecas, cholultecos y los de Huexotzinco, y los vasallajes que pedían a regiones lejanas en donde se extendía su dominio que abarcaba lo que actualmente es el valle de México con límites en Coatzacoaltcos y el istmo, y la región de los totonacas. Dentro de esa extensión, los mixtecos de Oaxaca, los yopis de Guerrero y los tlaxcaltecas, eran los bolsones de resistencia autónoma que sufrían las guerras, sobre todo, las guerras floridas (xochiyaotl) con los de Tlaxcala, los cholultecos y los Huexotzinco, llamados tramontanos, que eran los enemigos “más poderosos y de más prestigio cultural”[2].
Y fuera de ese imperio se encontraba el mar de los chichimecos al norte de donde habían provenido los mismos mexicas desde sus tierras míticas de Aztlán, apenas unos siglos atrás; así como el reino de Michoacán, y, en las cercanías, en los bordes del Imperio y la cuenca del valle, los otomíes. Fuera de ese imperio, en las extrañas y distantes tierras yucatecas se encontraban los distintos cacicazgos mayas que, por supuesto, tenían tratos comerciales con los pochtecas mexicas. En el Soconusco había también una cuchilla del Imperio como avanzada.
Cada uno de estos reinos y señoríos, sufrían un grado de dominación que variaba en las distintas regiones, con cargas tributarias disímbolas y los enfrentamientos directos y rituales que solo se daban con los enemigos cercanos que hablaban la misma lengua imperial y compartían una matriz cultural común. Pero todos tenían motivos para vengarse del dominio de los huey Tlatoanis, y el arribo de los españoles, en el viernes santo de 1519 a las costas de Veracruz, fue la yesca que prendería la paja seca de la desazón. En ese sentido, como ha señalado Eric Woolf en su libro, Pueblos y culturas de Mesoamérica (Editorial ERA, 2004), la caída de Tenochtitlan se explica con estas siguientes cláusulas:
“Las armas de fuego y la caballería españolas hubieran sido impotentes frente a los ejércitos mexicanos de no haber sido por los tlaxcaltecas, los habitantes de Texcoco y otros más, que abrazaron la causa española. Formaron el grueso de la infantería y tripularon las canoas que cubrían el avance de los bergantines a través de la laguna de Tenochtitlán. Proporcionaron, transportaron y prepararon los víveres necesarios para alimentar a un ejército en el campo de batalla. Mantuvieron vías de comunicación entre la costa y el altiplano, y vigilaron regiones ocupadas y pacificadas. Aportaron la materia prima y la mano de obra para la construcción de los barcos que decidieron la victoria sobre la capital mexica. El equipo militar y la táctica de los españoles ganaron la batalla, pero la ayuda de los indios determinó el buen éxito de la compensación”.[3]
Como hemos dicho, uno de los motivos de este triunfo rápido fue el fuerte bastión y los elementos de guerra que los indígenas contrarios al Imperio, le dieron a Cortés. Otros puntos para entender la caída, fue lo que la historiografía moderna ha comentado, y que van desde las miradas fatalistas y los presagios fúnebres que se dieron años antes de la llegada de los españoles a Tenochtitlan, o la creencia de que habían llegado los “teules” y el regreso de Quetzalcóatl; o sobre la diferencia tecnológica en armamento militar, donde se confrontaron el arco, la flecha y el pedernal por un lado, y por la otra el hierro, los cañones, los arcabuces, la pólvora, caballos y mastines. Aparte de estas razones, se enarbola también la guerra bacteriológica que vendría con los barcos de Narváez al cundir la viruela entre los indígenas entre 1520 y 1521. Pero ni la diferencia en la tecnología armamentística, ni la viruela, ni las creencias fatalistas del fin del Quinto Sol, son razones suficientes para respondernos por qué – y contrario a los 20 años que le tomaron a los españoles la conquista inconclusa de Yucatán[4] – cayó rápida la gran Tenochtitlan. Una caída que va de noviembre de 1519 al 13 de agosto de 1521, menos de dos años. Duverger, que hemos seguido en estas cuestiones de las causas, es de la idea, y en la cual coincidimos, que la diferencia cultural en hacer la guerra entre los mexicas y los españoles jugó un papel importante para la derrota de los primeros:
“Pero la inferioridad material y técnica de los aztecas no basta para explicar su derrota militar. Ésta se puede atribuir sobre todo al hecho de que los invasores practican ‘otra’ guerra, una no convencional que se burla de la sujeción muy codificada de las prácticas mexicanas. En un campo de batalla, los aztecas buscan sobre todo tomar cautivos vivos para el sacrificio. Los españoles, a su vez, imponen su fuerza por todos los medios y no dudan en dar muerte de manera indiscriminada”.[5]
El mundo que vino luego con la caída de Tenochtitlan
El 13 de agosto de 1521, después de meses de resistencia dirigidos por Cuauhtémoc, el último emperador mexica después de muerto el sucesor de Moctezuma, Cuitláhuac a causa de la terrible viruela, la gran ciudad capital de Tenochtitlan caía agotada y arruinada: texcocanos, tlaxcaltecas, xochimilcas, cholultecas, totonacos, eran los guerreros que iban a la vanguardia de los 13 bergantines que los españoles botaron para circunnavegar la laguna de Tenochtitlan; estos enemigos de Tenochtitlan se habían convertido en los “indios conquistadores”. Se consumía con ello la amenaza que durante milenios había pendido entre los nahuas: la muerte del Quinto Sol tras la irrupción de lo de “afuera”, lo que había venido en el oriente lejano, en montañas que navegaban los mares. El cronista soldado, Bernal Díaz del Castillo, escribiría tres décadas después, desde Guatemala, sus recuerdos de ese fatídico día, cuando Tenochtitlan cayó:
[…] como había tanta hedentina en aquella ciudad, Guatemuz rogó a Cortés que diese licencia para que todo el poder de México que estaban en la ciudad se saliesen fuera por los pueblos comarcanos, y luego les mandó que así lo hiciesen; digo que en tres días con sus noches en todas tres calzadas, llenas de hombres y mujeres y criaturas, no dejaron de salir, y tan flacos y amarillos y sucios y hediondos, que era lástima de verlos; y como la hubieron desembarazado, envió Cortés a ver la ciudad, y veíamos las casas llenas de muertos, y aun algunos pobres mexicanos entre ellos que no podían salir, y lo que purgaban de sus cuerpos era una suciedad como echan los puercos muy flacos que no comen sino hierba; y hallóse toda ciudad como arada y sacadas las raíces de las hierbas buenas, que habían comido cocidas, hasta las cortezas de algunos árboles; de manera que agua dulce no les hallamos ninguna, sino salada. También quiero decir que no comían las carnes de sus mexicanos, sino eran de las nuestras y tlaxcaltecas que apañaban, y no se ha hallado generación en muchos tiempos que tanto sufrieron el hambre y sed y continuas guerras como éstas”.[6]
Ante el horror de la guerra, la respuesta: sobre los escombros de la antigua ciudad imperial mexica, se levantaría la ciudad de México y con esto iniciaría una radical transformación del paisaje cultural y del poder. Mesoamérica entraría a un proceso lento pero más revolucionario, para constituirse en un ser nuevo, Nueva España, en esos tres siglos de colonia.
Hay que afirmar, aquí, que no se puede entender y explicar el proceso histórico de Nueva España, si antes no se comprende el evolucionar histórico de la construcción social del espacio que lo antecedió (el mundo indígena). Los nuevos procesos espaciales, el landschaft avenido después del contacto indoeuropeo,[7] las rutas “dendríticas” y “solares” crecidas bajo un sistema mercantilista en ciernes, el cambio del patrón de asentamiento disperso indígena por las políticas de reducción y congregación del siglo XVI, así como con las creaciones de ciudades españolas como nodos regionales de integración para el desarrollo de una economía de mercado (México, Guadalajara, Mérida); las introducciones de especies animales y vegetales nuevas como las plagas de ovejas (Melville, 1999), o las “naranjas” que por el Pánuco había sembrado Díaz del Castillo en el segundo viaje de exploración capitaneado por Juan de Grijalva;[8] así como las novísimas resignificaciones geográficas de un mundo en construcción, la jurisdicción europea en el mundo indígena,[9] las simbologías que aparecieron (ejemplo prístino, las iglesias de los pueblos, que sirvieron como ejes de integración espacial)- desestructuraron las antiguas conformaciones espaciales indígenas, aunque hubo pervivencias ocultas y explícitas para el ojo europeo, como la preeminencia del altiplano central (México-Tenochtitlan) sobre las distintas vertientes, que se sirvió como eje central en el discurrir del periodo novohispano; así como la raigambre profunda de las comunidades y regiones indígenas, que existen hasta ahora, aunque resementizadas por la mancha occidental.
Nueva España no sólo heredó la preeminencia del altiplano central, sino que desde ahí fue conformando un sistema radial-central (todas las vertientes se dirigían a la ciudad de México), que dio pie para nuevas expansiones como en la región chichimeca donde fueron los españoles y los “indios conquistadores” a guerrear y colonizar, y en el que los españoles “construyeron una totalmente nueva, libre de herencias” indígenas (la población aborigen fue exterminada o forzada a zonas de refugio), geografía novohispana expandida -la Gran Nueva España- desde el descubrimiento de minas de plata en Zacatecas, en 1548. En ese apropiarse del espacio, “…se trazaron nuevas rutas, y en ellas se manifestó un rasgo importantísimo: su orientación hacia la ciudad de México. En efecto, se trazó un camino central de ella a Zacatecas y otros puntos más al norte, el ‘Camino de Tierra adentro’. La mayoría de los demás caminos fueron de un modo tributarios de éste”.[10]
El punto focal, la línea de arranque para entender la génesis y los procesos geográficos virreinales, provienen de la Ciudad de México, la ciudad construida sobre las ruinas de los templos de los dioses de los mexicas, ya que por sí sola esta urbe explica considerablemente la geografía mexicana: era la heredera de la hegemonía obtenida por México-Tenochtitlán y su estado imperial: el área hegemónica del altiplano controlaba las vertientes del golfo y del pacífico. Por el contrario, áreas como la del Caribe y Centroamérica, al oriente, se regían por otros sistemas. Y en el área del Norte, la influencia del altiplano anterior al contacto indoeuropeo era limitada.
Podríamos decir que la Nueva España, aunque sin solución de continuidad, fue heredera directa del estado mexica, pues conservó reconstruida su capital. Nueva España heredó la hegemonía del altiplano, lo reforzó y estructuró para sí a las vertientes en su verticalidad hegemónica[11]. Y si bien hubo continuidades, también hubo discontinuidades. Una de estas, la más importante tal vez, fue su disposición respecto al Norte. Si en tiempos de los mexicas, el reino de Michoacán fue independiente, con los españoles se avino al yugo español (primero como protectorado con Cortés, y después definitivamente conquistado por Nuño de Guzmán). Frente a las conquistas de Guatemala y Yucatán, que en la primera, por sus circunstancias de “Confines” favoreció la consolidación de un grupo de poder que reclamó autonomía, y el segundo acentuó desde un principio su virtual condición de insularidad y desligamiento del Altiplano central,[12] el Norte significó para Nueva España un espacio idóneo de desenvolvimiento y expansión colonial.[13]
Con la colonización a partir del siglo XVI, el antiguo espacio indígena entró en tráfico no sólo con nuevas redes políticas, culturales, jurisdiccionales, religiosas o económicas coloniales, sino con algo mucho más material pero no menos importante, como es todo ese mundo urbanístico de Nueva España y sus redes periféricas. Fue el siglo del comienzo de la occidentalización de América.
[1] Estos dos libros, así como una biblioteca completa en pdf, se pueden encontrar en el grupo de Facebook que ha servido en demasía los estudiosos de Clío que han visto cerradas las bibliotecas y archivos en los que va la pandemia sanitaria, me refiero al grupo de Facebook “Apoyo bibliográfico entre historiadores durante la contingencia COVID-19”.
[2] Pedro Carrasco. Estructura político territorial del imperio tenochca…
[3] Eric Wolf. Pueblos y culturas de Mesoamérica, p. 140.
[4] Del cual también se tiene explicaciones precisas de su duración.
[5] Christian Duverger. El primer mestizaje. La clave para entender el pasado mesoamericano. Taurus, 2007, pp. 642-43.
[6] Bernal Díaz del Castillo. Historia verdadera de la Conquista de México. Porrúa, pp. 370-71.
[7] La geografía de Nueva España fue un trasvase cultural yuxtapuesto sobre muchas culturas; su paisaje, la interrelación de los hombres con el contexto espacial. Para Braudel, el paisaje “comprendía la descripción de las interrelaciones entre los hombres y el medio, con especial atención al impacto de aquéllos en éste, y llegó a definirse como un área formada por la asociación distintiva de formas físicas y culturales” (1998: 28).
[8] Escribe Bernal en su crónica: “Cómo yo sembré unas pepitas de naranja junto a otra casa de ídolos, y fue de esta manera: que como había muchos mosquitos en aquel río, fuímonos diez soldados a dormir en una casa alta de ídolos, y junto a aquella casa las sembré, que había traído de Cuba, porque era fama que veníamos a poblar, y nacieron muy bien, porque los papas de aquellos ídolos las beneficiaban y regaban y limpiaban desde vieron que eran plantas diferentes de las suyas; de allí se hicieron de naranjos toda aquella provincia…”
[9] Recordando a Rik Hoekstra, García Martínez (1992) señala que en la época prehispánica los lazos sociales y los cuerpos políticos se regían por el principio de la asociación personal y no así de asociación territorial. La idea del sistema de asociación territorial fue, por el contrario, parte de la experiencia colonial con sus exigencias de jurisdicciones o circunscripciones que estribaban en la definición de un territorio exclusivo donde la población quedaba sujeta a un lazo político común. El sistema colonial propició la centralización y los límites del espacio social de los pueblos de indios. Fue una diferencia profunda anterior a la colonización, pues hizo surgir conceptos espaciales distintos, como el de jurisdicción, cuyas características más importantes estribaban en el dominio eminente (fuente de concesiones y mercedes) sobre la tierra, el agua y otros recursos naturales, así como el derecho de administrar un espacio y sustanciar la justicia. Frente al dominio eminente, estudiado poco, se encuentra el dominio directo reconocido en propiedad y posesión de tierras.
[10] García Martínez, La organización colonial del espacio: un tema mexicano de geografía e historia…
[11] Y que dura hasta en la actualidad.
[12] Y esto es causa primera de lo que hasta bien entrado el siglo XX, dio cause al regionalismo yucateco.
[13] Ibid.