Por Gilberto Avilez
El campechano universal que nunca escribió esa novela del país del chicle
La explotación e industrialización del chicle inicia a fines del siglo XIX y durante casi tres cuartas partes del siglo XX, fue prácticamente la fuente económica principal para Quintana Roo, hasta que vino el turismo y cambió las cosas para siempre. En los lejanos años treinta, Ramón Beteta nombró al Territorio de Quintana Roo, como la “tierra del chicle”, y más que tierra, el oriente peninsular y casi toda la península, salvo la zona henequenera, podría ser nombrada como el país del chicle. Un país que ha tenido sus cantores, sus historiadores y fabuladores, y uno de estos, es don Juan de la Cabada (1899-1986), el gran escritor campechano, que dedicó buena parte de su vida a vagar por la selva chiclera y conocer las historias de sus gentes, y durante muchos años tuvo la idea de escribir una novela sobre el chicle que nunca pudo hacerlo aunque nos dio barruntos de ello en varios de sus cuentos y relatos.[1] Esta “Montaña chiclera”,[2] o país del chicle, recubrió una vasta extensión de tierra al oriente y sur del actual estado de Yucatán que ocupaba la misma extensión territorial de la zona conocida como la Montaña en tiempos de la colonia, y que en la segunda mitad del siglo XIX fue territorio de los distintos grupos indígenas que se rebelaron en la Guerra de Castas. Trataremos de hacer algunas acotaciones históricas de la historia del chicle para entender, en líneas generales, el proceso de “la hojarasca chiclera” en el pueblo.
Hace unos años, leí para una investigación sobre el chicle en una villa al sur de Yucatán, las memorias de Juan de la Cabada contadas en un programa de Cristina Pacheco y puestas en papel por Gustavo Fierros.[3] Por años, el hombre que nació entre la selva y el mar campechano, el cuentista genial y conversador desaforado que recreaba con sus gestos y onomatopeyas sus experiencias en la selva, en las prisiones, en los congales y en los cafés literarios, tenía el proyecto de hacer la novela total sobre el chicle, pero no al estilo de Eustaquio Rivera, que en La Vorágine narró la fiebre del caucho de una forma estilizada, deshumanizada casi por la voz omnisciente del narrador.
De la Cabada, un hombre que le daba importancia suma a la oralidad, era de la idea de que narrar la vida de los chicleros era ahondar en la condición humana misma: su estado de orfandad en medio de una selva hostil, sus violencias y sus respuestas a esa selva calcificante del sureste mexicano. El chiclero tenía que contar su historia, y Juan de la Cabada sería el medio escritural. En sus memorias, de la Cabada, con más de 70 años, todavía decía de una historia que vino a conocer desde la infancia, lo siguiente: “La del chicle es la historia de una explotación dura y larga que algún día escribiré en una novela”.
La novela tan deseada, tan anhelada, nunca fue realizada (ignoro por qué), pero en varios relatos posibles de hallar en sus Obras Completas (la Universidad de Sinaloa las editó), de la Cabada nos dejó trazos de ese mundo atractivo de la selva, de los ruidos de ese enorme lagarto viviente que fue la selva peninsular, y de sus hombres, los indios mayas descendientes de los rebeldes del siglo XIX, los buhoneros que iban de pueblo en pueblo vendiendo sus cacharros, y esos “personajes legendarios”, esos “hombres extraños” que fueron los chicleros venidos de Tuxpan, Veracruz, y de otros puntos de la república.
En octubre de 1936, Juan de la Cabada llega a Mérida en busca del material para su libro sobre el chicle. Consiguió un empleo como inspector de bibliotecas públicas, y con eso tuvo la posibilidad de reunir la información –es decir, hablar con los chicleros, con las cocineras de los hatos chicleros, recorrer los pueblos que eran centrales chicleras, internarse en la selva. De la Cabada cuenta que:
“De Mérida haría el primer viaje a la región de Los Lirios. Debía entrar al monte por un lugar que se llama Peto, luego conseguir un viaje en avión a Sucacab, donde hay una plataforma y un ingenio azucarero en Catmís”.
Con el tiempo, en sus frecuentes viajes, de la Cabada tendría varios contactos, varios conocidos que le facilitaron sus traslados a la selva. El cuentista de la Cabada, como hemos dicho, nunca escribió esa novela que hoy sería material de consulta indispensable para los estudiosos del periodo chiclero, pero nos dejó una síntesis de lo que el chicle significó. La del chicle, que atraía en pueblos grandes como Peto, Tzucacab, Valladolid, Chetumal y Felipe Carrillo Puerto, a hombres de todas partes como “japoneses, coreanos, holandeses, gringos”, era “una industria que no sirve para otra cosa que para mascar y para que lo mascado se pegue a la suela de los zapatos”. Así mero.
La del chicle, por supuesto, fue la historia de “una explotación dura y larga” del látex de chicozapote que conocían los índigenas del golfo y la península. Y cuentan los que conocen de su historia, que la explotación se derivó de la captura de Santa Anna por los gringos. En una cárcel de Texas, un señor Adams vio al veracruzano mascar con fruición por horas algo, le preguntó qué era, y este le dijo que chicle. Lo demás ya se sabe, fue el comienzo de una industria de explotación forestal que creó fortunas de la nada, fundó y repobló pueblos perdidos cuando la guerra de castas, hizo pistas de aterrizaje en el corazón más tupido de la seolva, dejó sus huellas que todavía perduran en algunos árboles de zapote que de vez en cuando vemos a la vera de las carreteras. Y todo esto tenía como figura estelar a los míticos chicleros. En sus memorias prodigiosas, de la Cabada se explaya recordándolos, cuando los chicleros bajaban de la selva y llegaban a la ciudad de Campeche:
“Cuando niño, los chicleros que venían del monte con un machete en la cintura nos parecían ogros. Se trataba de ‘la bajada de los chicleros’ que alimentaba el comercio de los pueblos. Cuando los chicleros llegaban, se encontraban con que eran esperados a las puertas de cada tienda. Generalmente se trataba de un árabe, porque el comercio de mi ciudad en este tipo de géneros los hacían los árabes o los españoles. Los mexicanos eran hacendados, tenían almacenes o eran los armadores de buques; pero las tiendas pertenecían a los árabes. Éstos esperaban en las puertas de sus tiendas la llegada de los chicleros. Y como si les crecieran las uñas, los agarraban diciéndoles: ‘Marchante, pase’. Adentro de la tienda ya estaría preparada una botella, probablemente de ron Habanero. El chiclero tendría ocho meses de estar en la selva, y vendría deséandolo todo; una mujer, un poco de parranda, de alcohol, hasta un poco de helado o un pedazo de hielo. Entraban a la tienda, tomaban su trago, compraban un par de zapatos boludos, amarillos y que además rechinaban, una camisa y algunos de esos pañuelos muy vistosos que llamamos mascadas. Así gastaban sus primeros centavos. Dejaban toda la ropa sucia y se iban a la primera cantina. No era extraño oírlos gritar: ‘Acá hay mucho dinero, copas para todos’. Luego de emborracharse, era común que fuera a La Tierra de Nadie o a La Palestina, los famosos burdeles de mi pueblo. Terminaban borrachos y agotados, y quizás tambipen robados…Es el chiclero un personaje legendario, hombre extraño que durante la época más seca del año, con un machete a la cintura, otorga un aire pintoresco a la ciudad. A los chamacos nos quedaba siempre esa visión del chicle y del chiclero”.[4]
La historia del chicle todavía está por hacerse de forma general para toda la península aunque existe hoy en día un enorme material de archivo, periodísticos, de trabajos de tesis, investigaciones antropológicas e históricas, y estampas literarias y hasta canciones que nos dejó esa etapa mítica, pero hoy olvidada, cuando los chicleros venidos de Tuxpan y de otros lares del país, acudían año con año a las faenas de la explotación del látex, contratados en Mérida, en Campeche, en Payo Obispo o en villas que fueron bullentes y que olvidaron un momento su duermevela producida por los años de la guerra de castas, como el Peto chiclero.
[1] Léase a este respecto, el relato Aquella noche, de Juan de la Cabada, con el tema del chicle, en la liga siguiente: https://gilbertoavilez.blogspot.com/2013/04/como-piensa-que-piense-yo-siquiera-en.html
[2] Ponce Jiménez (1990) tituló atinadamente su trabajo sobre el chicle en Campeche, como la Montaña chiclera, y este concepto lo retomo para hablar del Territorio de Quintana Roo.
[3] Fierros, Gustavo (2001). Memoria del aventurero. Vida contada de Juan de la Cabada, México, CONACULTA.
[4] Fierros, Gustavo (2001). Memoria del aventurero. Vida contada de Juan de la Cabada, México, CONACULTA, pp. 28-29.