Las primeras noticias del chicle para pueblos y villas cercanas al viejo territorio de los mayas rebeldes, las tenemos desde fines del siglo XIX. Por ejemplo, en 1895, en el Partido de Peto se habían producido 560 arrobas de chicle. En años posteriores, esta nueva industria extractiva capitalista, al mismo tiempo que acrecentaría cada vez más la invasión de los montes de los mayas rebeldes con sus contratistas y chicleros en el siglo XX, modificaría de igual forma la vida cotidiana de varios pueblos yucatecos que participaron de la extracción del chicle, o bien, que tuvieron épocas de bonanza como la incipiente Payo Obispo. En 1910, en Peto y Valladolid los que trabajaban el chicle provenían de Veracruz, aunque serían nombrados con el nombre del puerto donde partían hacia Yucatán: los míticos tuxpeños.
Los “tuxpeños” marcarían toda una época en el pueblo por sus reyertas cotidianas. Entre los viejos chicleros del pueblo se ha señalado que la “violencia” generada en esas épocas como producto de la llegada de chicleros para comienzo (finales de mayo) y fin de la temporada (diciembre-enero), corría por cuenta de estos hombres del “interior de la república”, generalmente veracruzanos, aunque también había tabasqueños y del centro del país. Estos “hombres solos”, durante más de medio año que duraba la temporada chiclera, tenían una psicología de hombres libres producto de los trabajos en el campo, aunque su situación económica era muy difícil pues dependían de lo que podía generar su trabajo entre los zapotales. Los tuxpeños, al contrario de los chicleros de esa segunda generación cercana a los zapotales como los chicleros de Peto o de Tzucacab, no tenían esa relación familiar, o la presencia del pueblo a su regreso. Estos tuxpeños, sin embargo, formarían las primeras familias quintanarroenses alejadas de Santa Cruz o Payo Obispo, como los hombres que formarían el “cementerio de los valientes” en el pueblo de Nohbec[1], o de pueblos al sur de Quintana Roo, en la región del Río Hondo. Pero habría que recalcar que no podemos seguir hablando de los chicleros en general, con los duros e ignorantes términos como Luis Rosado Vega, e incluso Ramón Beteta, se refirieron de ellos, siempre bajo un prisma negativo de su personalidad y de su vida transcurriendo en el hato chiclero.[2] La imagen popular del chiclero es una imagen claramente negativa proporcionada por las primeras literaturas, por las expediciones “científicas”, y los reportes de prensa de la primera mitad del siglo XX.[3] Esta imagen señala a los chicleros como individuos feroces e incontrolables siempre dispuestos a sacar el machete a la menor provocación, y elementos descartables para la colonización del nuevo Territorio. En realidad muy pocos chicleros tenían esas características estereotipadas creadas no sólo por la imaginación popular sino hasta por la afiebrada literatura.[4]
Para la mayoría de los chicleros “la necesidad económica y la posibilidad de ganar dinero en efectivo” era el verdadero incentivo. Estos incentivos económicos –y más en un pueblo como Peto donde la langosta hizo estragos a los campesinos- fue lo que llevaron a varios hombres del pueblo, así como a los tuxpeños desde luego, a subir a la Montaña chiclera. Sin embargo, como Ramayo Lanz lo indicó en su trabajo sobre el chicle en Quintana Roo, y a esto nos ceñimos, podemos hacer una diferencia entre los dos tipos de chicleros (los “tuxpeños” y los hombres de los pueblos fronterizos al Territorio de Quintana Roo). Ramayo Lanz señalaba que algunos campesinos –sino es que los más- de Campeche y Yucatán que se dedicaban a la agricultura tradicional y que fueron supliendo a los tuxpeños, regresaban a sus pueblos de una forma pacífica. Este es el caso de los chicleros de Peto: hijos de milperos que casi desde niños se “engancharon” con los patrones, hablaban poco de las violencias que “ellos ocasionaron”, pero cuando hablaban de estos tópicos de la violencia, siempre se referían a los de “fuera”. Pero, también, en pueblos grandes como Peto, Valladolid y Chetumal, desde luego que se daban alborotos temidos por la gente:
Cozumel, Payo Obispo y las poblaciones fronterizas con Quintana Roo –Valladolid, Tizimín y Peto- se tornaban agitados y bulliciosos con la llegada de los chicleros. El arribo de estos hombres era esperado y temido a la vez pues si bien gastaban su dinero en beneficio de comerciantes y cantineros, las francachelas y desenfreno al que se entregaban muchos de ellos desembocaban en pleitos y finales funestos. Las condiciones difíciles y las adversidades a las que se enfrentaban en su larga estadía en la selva daban lugar a esa necesidad imperiosa de diversión que los caracterizaba popularmente.[5]
Estampas de esta vida “bulliciosa” de chicleros de diversos lugares –veracruzanos, tabasqueños, del centro del país y hasta población afroamericana de Belice- se encuentra en textos de memoria oral. Sin embargo, no podemos decir que los primeros chicleros de Yucatán, milperos y acostumbrados al monte, ignoraran los peligros de la selva: chicleros casi centenarios como Ceferino Briseño Solís, Juan Bautista Yupit, Raúl Cob, Francisco Poot Aké, o el que fuera capataz de Rafael Sánchez Cervantes, don Tello Pech,[6] tenían un amplio conocimiento del proceso de extracción y elaboración de la resina del zapote, así como no desconocían los “peligros” que entraña la selva. En otra estampa de estos pueblos chicleros de la década de 1920 y 1930, podemos señalar que en 1935, Tzucacab “bullía de gente de diversos lugares, tanto de nuestro Estado como de otros, tales como tuxpeños, mulatos, negros de Belice, hasta chinos, coreanos, cubanos y centroamericanos, ya que dicho lugar era donde se hacía la contratación de chicleros, en especial en los meses de abril y mayo”. Y para diciembre, estos chicleros regresaban de la Montaña chiclera a Tzucacab, gastando sus dineros “a manos llenas”.[7]
Entre el “bullicio”, la violencia y la derrama económica producida en la “subida” y la “bajada” a la Montaña chiclera, transcurría la vida de los pueblos yucatecos que se convirtieron en centrales chicleras como Peto, Tzucacab, Chemax, así como la humilde Payo Obispo. El bullicio generaba violencia y la violencia generaba, las más de las veces, el miedo de las autoridades ante posibles escándalos y el desbordamiento de las pasiones de los chicleros. Ejemplos de esta intranquilidad de los pueblos fronterizos convertidos en pueblos chicleros, se dio en julio de 1923, cuando el presidente municipal de Tzucacab pedía encarecidamente que no se removiera el destacamento militar de ese pueblo cada diez días por las “circunstancias especiales” que le regían. ¿Qué circunstancias especiales regían a Tzucacab? Tal vez éstas estribaban en lo que refirió para septiembre de 1923 el presidente de Peto, de que “constantemente hay sus escándalos que provocan los chicleros que bajan á esta localidad”.[8] Para abril de 1920, el alcalde de Tzucacab pidió un piquete de soldados “en virtud de que son muy frecuente los escándalos y las agresiones por individuos que vienen de las distintas chiclerías de por estos rumbos”.[9] Días después, una nota periodística de Tzucacab decía sobre este tópico de la presencia de los tuxpeños en el pueblo:
Con motivo de ser Tzucacab asiento de la matriz de algunas Compañías chicleras continuamente se estacionan allí grupos de jornaleros que portan filosos machetes lo que constituye un peligro cuando estas gentes entran bajo la acción del alcohol, como ha quedado demostrado con un serio escándalo sucedido recientemente […] estamos enterados que el móvil de este escándalo es la mala voluntad que las gentes del interior tienen a los pacíficos moradores de aquel pueblo y que frecuentemente se da el caso de que dichos individuos, armados, usen sus machetes para flagelar a los vecinos del pueblo. Al repetirse estos hechos con lujo de crueldad el domingo pasado los únicos dos policías de allí, pretendieron intervenir: pero lejos de ser obedecidos, los transgresores les cayeron a golpes lo que dio lugar a que se solicitaran el auxilio a que nos hemos referido.[10]
¿Y cuál era el número aproximado de estos chicleros que afluían a estos pueblos fronterizos? Para junio de 1922 se había contabilizado en Tzucacab un número de 800 chicleros en el pueblo.[11] Al año siguiente la cifra era de 620. La nota misma de 1923 señalaba que esta subida de los chicleros a la Montaña desencadenaba “reyertas entre los mismos, abundando las camorras, los trompicones y las cuchilladas”.[12]
La rebelión de los chicleros de Sacalaca
En la historia de la chiclería podemos considerar un caso de “rebelión” en el que chicleros no oriundos de la península participaron con el “papel principal”, como la “rebelión de los chicleros” que sucedió en las “monterías” de Sacalaca de Pedro Calero, un potentado del chicle que dejaría familia hasta en la actualidad en Peto. Se dijo que esta “rebelión de los chicleros”, dirigidos por el tuxpeño Anastasio Hernández y un ex capitán de la policía de Mérida, Carlos Figueroa, se debió a un descontento entre Pedro Calero y los chicleros, pero luego se apuntó un móvil político, pues los chicleros avivaron los nombres de Félix Díaz, Francisco Villa y un tal José Cruz Vallado. Un grupo de soldados que fueron a enfrentarse con ellos, sufrió un descalabro, y los chicleros le dieron muerte a Tomás Calero, hermano de Pedro Calero, y a Isauro Espinosa, corresponsal de La Revista de Yucatán y principal de la Villa de Peto. Posteriormente, al saber que nuevas tropas federales venían de Mérida en el tren de Peto, los chicleros “felicistas” se internaron en la selva “y escurrieron el bulto”.[13] No obstante este “hecho de armas” de los chicleros, para agosto Pedro Calero estaba metiendo gente inmigrante e “inexperta” a Sacalaca para los trabajos del chicle, y para noviembre las arrias de Calero estaban introduciendo a la Villa de Peto grandes cantidades de la resina, que daba una “esperanza” para la economía local.
La subida y la bajada a la Montaña chiclera
Pero las reyertas de cantina o las “matonerías” de los chicleros eran lo mínimo, pues como he indicado antes, este periodo del chicle en el pueblo insufló nueva vida a la economía local: un mayor “movimiento de chicleros” subiendo o bajando de la Montaña, era de significado positivo para las centrales chicleras de la Península, ya que animaba el comercio de esos lugares. Mientras que la abundancia de lluvias auguraba mayor número de marquetas de chicle y, por lo tanto, una paga mayor a los chicleros, las temporadas secas o de escasa lluvia generaba una menor circulación de dineros en los comercios de los pueblos. Ante la falta de maíz, los viejos milperos de Peto comenzarían a ir a la Montaña acompañando a estos tuxpeños, y las entradas prometedoras de resina eran un paliativo a las malas cosechas de maíz como los años de 1924 y 1925 en Peto.
Por ejemplo, en Peto y los pueblos del sur de Yucatán, casi todo el tiempo que duró el chicle en la región, en un lapso de casi 50 años, la resina fue de interés no sólo de los comerciantes del pueblo y los contratistas como Antonio Baduy, Silvestre Sánchez, Rafael Sánchez Cervantes o el tuxpeño Roberto Vidal, así como de las compañías norteamericanas, que eran verdaderas explotadoras de la mano de obra mexicana. Varios reportes de expediciones científicas, textos de escritores y rememoraciones de hombres que trabajaron el chicle y que recordarían años después esa etapa de ruido y furia en el pueblo, nos pueden servir para analizarla con todos los enfoques posibles. Por ejemplo, en 1927, un “licenciado diputado” de nombre Pablo García Ortiz, firmando desde Peto, escribiría un poema a Los chicleros que seguramente observaba cada vez que entraban al pueblo:
¡Oh qué raras figuras
las de estos hombres pálidos!
Van llegando, llegando lentamente, bajo el sureño sol auricandente
que quizá los envuelva
por la postrera vez…Huelen a selva; tienen la faz huraña
y son hoscos y agrestes como la Montaña. [14]
Los chicleros, para García Ortiz, al bajar al pueblo, de “hoscos y agrestes” se transformaban en:
Selváticos bohemios, al bajar al poblado,
dejan en la taberna, las cartas o en el dado,
lo que el hato produjo con peligro y dolor;
la guitarra es su amiga, el alcohol su consuelo,
y están toda la noche, bajo este hermoso cielo,
repitiendo sus coplas de tristeza y amor…
¡Oídlos qué contentos! Resuenan sus fanfarrias,
mientras descansa lejos, en el corral, las arrias…[15]
Como hemos dicho, por el chicle vinieron los aviones a Peto, y tal vez por el chicle se hizo que se trajera a Peto, desde principios del siglo XX, el aparato creado por los Hermanos Lumière.
El chiclero don Juan Blanco recuerda a Hilda y a Janet
“En Peto sucede como en Chetumal con Janet: muy pocas mujeres se llaman Hilda”, eso fue lo que me dijo hace una década el viejo ex chiclero, Juan Blanco. Me acuerdo cuando lo vi detrás del mostrador de una antigua farmacia de la calle 30, y sin pensarlo dos veces, me presenté de sopetón al hombre, a don Juan Blanco.
La calle 30 fue la arteria principal del pueblo donde a principios del siglo XX, la “hojarasca” del chicle pasaba con sus arrias sedientas, con sus altivos tuxpeños y sus pleitos estrepitosos, con sus fiebres de turcos vendiendo sus baratijas pendejas con el eco de los machetazos de los bravos chicleros templando el aire cálido del pueblo, mientras iban fluyendo por sus venas de calles onduladas las marquetas de chicle extraídas de la selva del oriente y sur de la península. En esta calle pasaban las mulas de ida y de regreso: de ida, llevando las mercancías traídas por el ferrocarril hacia los hatos chicleros; y de vuelta, trayendo las marquetas de chicle, los animales cazados por los chicleros, así como las pieles de lagartos, serpientes o venados, o los productos capturados en el trayecto de regreso. En “la treinta” puso su comercio don Diego Espinosa, oxkutzcabense atraído por la fiebre del chicle. Y también en la treinta, frente a la vía del tren, asentó sus reales el viejo tuxpeño, Roberto Vidal, cuyo establecimiento de comercio sería saqueado, incendiado y destruido a mediados de 1940, por una turba enardecida de petuleños, enfurecidos porque Vidal había hecho un magnicidio.
Las viejas vitrinas de la farmacia que atendía el difunto hijo de don Juan Blanco, fueron cambiadas a un mostrador de maderas bastas, porque la antigua farmacia fue convertida desde hace más de una década en carnicería, una de las múltiples profesiones que don Juan, con sus 87 años a cuestas (su verdadero nombre, me dijo, es Juan Bautista Yupit, nacido en Tekax en 1927), practicó en un momento de su larga y productiva vida.
Digo que detrás de ese mostrador, me le presenté a él y a su nuera (quien atiende junto con don Juan la carnicería), y comencé una plática sobre su vida de chiclero.
Don Juan comenzó a hacer sangrar las matas de chicozapote a los 10 años, algo que pocos, a esa edad, harían actualmente (en esa época la niñez se difuminaba, porque al chicle había que entrarle o no entrarle desde temprana hora). El viejo ex chiclero tuvo su bautizo en los hatos chicleros de Chiapas, trabajó en la central chiclera Caribal (que, andado el tiempo, el gran novelista Rafael Bernal haría inmortal con su libro sobre el infierno verde), chicleó en la montaña campechana, vino a Peto, casó con una de estos rumbos, fue a trabajar a la hacienda Sisbic, propiedad de Antonio Baduy, en el corte de caña, siembra de maíz y ganadería, regresó al chicle, y en los años finales de esa “época chiclera”, vivió los dos ciclones con nombres de mujer que causaron estragos a la apenas aldeana Chetumal, y a la villa de Peto venida a menos cuando la fiebre del chicle se largó para siempre con la hojarasca de sus remolinos y sus tráfagos violentos.
Por Petcacab “una tierra de las tribus de indios rebeldes”, don Juan Blanco capeó los torrenciales aguavientos del Janet ensañándose contra las casitas de madera de la sureña Chetumal; y días después, las tetas poderosas del huracán Hilda entrarían por el centro de la Península descuajando la selva chiclera, haciendo que Juan Blanco y la cuadrilla de chicleros petuleños capearan la muchedumbre de vientos y agua metiéndose en cuevas y comiendo carne cruda de venado. Hilda sería el ciclón que más recordarían los petuleños mayores de 70 años, porque Hilda sí tocó al pueblo (en Peto, sucede como en Chetumal con Janet: muy pocas mujeres se llaman Hilda): el viejo mercado de la villa con techos de láminas y partes de madera, pasaría a la historia después que el grueso caderamen de Hilda lo hiciera pedazos….Don Juan Blanco recuerda esto, y recuerda otras cosas, pero por el momento, es mejor dejar de teclear estas estampas rápidas que hemos dado a conocer para Tierra de Chicle de Noticaribe Peninsular.
[1] En la década de 1970, el periodista Manuel Mejido pudo contemplar algunas lápidas extrañas en Nohbec: “Aquí yace Aquiles Fuentes López, muerto por Gregorio Hernández, el 19 de marzo de 1936”. A Mejido le dijeron que “Era gente que venían de Tuxpan, especialmente. Gente mala que sólo quería robar a los demás, quitarles a sus mujeres y matar. Eran los valientes”. Mejido, 1985: 67.
[2] Sobre los chicleros, Rosado Vega, quien fuera “intelectual orgánico” del gobernador cardenista del Territorio de Quintana Roo, Rafael Melgar, decía de ellos que se trataba de “una casta palúdica que ha engrosado las arcas de Alí Baba para satisfacer una malsana costumbre de una masticación superflua y constante y una salivación indecorosa” Y el hato chiclero, “astrajoso”, era una “pocilga indecente, buena, sí, para el cerdo que hoza, más no para la gente” (1937: 12, 89).
[3] Cunin (2014: 35), quien ha trabajado sobradamente las expediciones científicas al Territorio de Quintana Roo, apuntó con exactitud que los expedicionarios sólo se quedaban algunas semanas en el territorio, “del cual tienen una experiencia muy parcial, que a veces significa un choque mental y físico, una confrontación con un entorno natural completamente desconocido”. Desde luego que los textos de las expediciones científicas, signado por un colonialismo interno de un centro estatal hegemónico, “ocupan una posición intermedia entre ciencia y poder, conocimiento y política, colonización y desarrollo”.
[4] Hablando de las políticas migratorias para el Territorio de Quintana Roo durante las primeras décadas del siglo XX, Cunin (2014) apuntó que, antes de Cárdenas, tanto los trashumantes chicleros, así como los mayas del centro de Quintana Roo (“raza” degenerada según viajeros como Moisés Sáenz), y sin que decir de la población afroamericana, no eran los elementos apropiados para la colonización de esa parte lejana del país. 166 Konrad, 1987: 481-482.
[5] Ramayo Lanz, 2013: 53.
[6] Y todos estos abuelos, fueron ex chicleros de la Villa de Peto que hace una década atrás les hice sus historias de vida, indagando sobre el periodo del chicle en Quintana Roo. Las “puertas” a la Montaña chiclera, que fueron pueblos yucatecos como Tzucacab, Peto, Valladolid, Chemax o Tizimín, están totalmente imbricados de esta historia del chicle en el antiguo Territorio de Quintana Roo.
[7] Evelio Tax Góngora, Leyendas, ceremonias y pasajes del Mayab, Mérida Yucatán, PACMYC-Maldonado Editores. 2002, p. 87.
[8] AGEY, PE, sección Gobernación, serie correspondencia oficial, c. 764 (1923).
[9] La Revista de Yucatán, 6 de abril de 1920.
[10] La Revista de Yucatán, 14 de abril de 1920.
[11] La Revista de Yucatán, 12 de junio de 1922.
[12] La Revista de Yucatán, 3 de julio de 1923.
[13] La Revista de Yucatán, jueves 26 y 29 de junio de 1919.
[14] “Los chicleros”, poema de Pablo García Ortiz, Diario de Yucatán, 11 de septiembre de 1927.
[15] “Los chicleros”, poema de Pablo García Ortiz, Diario de Yucatán, 11 de septiembre de 1927.