Gilberto Avilez Tax
Casimiro Cárdenas, pionero del repoblamiento de la isla de las Golondrinas en el terrible año de 1848, hizo su memorable travesía en medio de la selva oriental, diametralmente opuesta su ruta hacia el exilio isleño, a las zonas de batalla y combate cuando la telúrica Guerra de Castas estaba en la chispa de su apogeo y las huestes de Pat en el sur y de Cecilio Chi en el norte, cerraban la pinza entre febrero y mayo de aquel año contra Mérida, y que podemos nombrar como la “britzkrieg”, la guerra relámpago maya.
Mientras que las huestes mayas avanzaban en 1848 hacia Mérida, combustionando pueblos y entrando a machete limpio, el oriente peninsular, lo que actualmente es buena parte del estado de Quintana Roo, se había quedado desierto, con gentes desperdigadas, con pueblos aún combustionados por la tea del “bárbaro” y cadáveres insepultos pudriéndose bajo los rayos del candente sol tropical. En noviembre de 1847, Casimiro Cárdenas, un joven mestizo de Sabán, agricultor y con una tenacidad franciscana por sostenerse de la vida, había sobrevivido a la matazón de blancos y mestizos que se dio en el pueblo de Sabán por las huestes mayas. Las mangas de voraces langostas que asolaban de vez en vez las milpas de los campesinos yucatecos, no fueron tan terribles como lo que pasó una vez iniciada la guerra el 30 de julio de 1847, con el Grito de Cecilio, en el pueblo de Tepich. Sabán se encontraba a pocas leguas del epicentro del conflicto, y la gente del pueblo, blancos, mestizos y mayas, auguraba lo peor, imaginaban ver en las aguas turbias de las sartenejas, en los cantos nocturnos de los “xooches”, la noticia de que pronto aparecerían, entre la manigua que rodeaba al pueblo, los indios mayas alzados en armas.
Sabán momentos antes de la Guerra de Castas
Momentos antes de la guerra, el pueblo de Sabán, de la parroquia de Ichmul, contaba con 1648 habitantes, más 162 que trabajaban en seis ranchos de caña cercanos. Cuando la guerra llegó, los pocos blancos que sobrevivieron, huyeron como pudieron, agarrando el camino contrario a la guerra: unos, como Casimiro Cárdenas, se fueron a las islas, y otros optaron por pasar en cayucos el Hondo. El cacique de Sabán, que no siguió las órdenes enviadas por los batabes Pat y Chi para unirse a ellos, decidió pelear del bando de los yucatecos, y se le nombro “hidalgo” por su aceptación al orden de los blancos. Entre octubre de 1847, fecha de la caída de Tihosuco, y diciembre de 1847, cuando inicia el sitio de Ichmul, Sabán, Sacalaca y Chikindzonot ya habían caído a manos de las huestes de Pat. En 1851, replegados los rebeldes a los bosques orientales, Sabán y otros pueblos fueron recuperados, y en ese año Sabán contaba con menos de 400 habitantes, pero desde 1867 y hasta bien entrado el siglo XX, solo sería un sitio de pernocta y observación de los cruzoob, un desierto donde se vigilaba la frontera con los yucatecos.
Los mayas de la Guerra de Castas nunca invadieron las islas
Pero dejemos a Sabán y vayamos hacia la historia de Casimiro Cárdenas. La historia de los orígenes de la fiesta de El Cedral, se dio en la promesa que el joven Casimiro Cárdenas hiciera en medio de cadáveres apilados en la iglesia de su pueblo de origen. El desaparecido cronista de Cozumel, Velio Vivas, a quien seguimos ahora,[1] apunta que en las islas del Caribe (en Holbox, Isla Mujeres y Cozumel), nacieron en la mitad del siglo XIX nuevas poblaciones protegidas, endeblemente, por el trecho de mar que las separaba del territorio cruzoob. Que yo sepa, los mayas de Santa Cruz, o los de Muyil, muy contrarios a los “fenicios” prehispánicos mayas de sus ancestros, quienes habían establecido redes marítimas de comercio a lo largo del golfo, Península y hasta puntos lejanos de Centroamérica (recordemos a la canoa maya que se topó Colón en su cuarto viaje de exploración), en el tiempo que duró la Guerra de Castas nunca se arriesgaron a ocupar las tres islas que hemos hecho referencia, y estas, con el correr de la segunda mitad del XIX y durante todo el siglo XX, sería los lugares de asentamiento de refugiados blancos y mestizos, y luego de refugiados y náufragos de todo el mundo que llegaron a ellas. Señala Velio Vivas que estas islas fueron los asentamientos pioneros de donde se consolidó al principio la “mexicanidad”, pero discrepo en esto: fueron los lugares, sí, pero donde la yucatenidad subsistió a la vorágine de la guerra y a los pueblos extraviados y vedados por ella en tierra adentro.
¿De dónde vinieron los primeros repobladores de las islas?
¿De dónde vinieron esos repobladores, esas familias dispersas por la guerra de castas que, al correr de las décadas, darían no solo gobernantes a Quintana Roo, sino maestros, cronistas, historiadores, periodistas, empresarios hoteleros, políticos de toda entraña? La ruta que plantea Velio Vivas, siguiendo lecturas de Stephens y de historia oral, es la siguiente: “es de suponerse que de Espita, pasando por Tizimín, llegaron a la costa norte de Yucatán, casi seguramente en Yalahau, cerca de El Cuyo”. De El Cuyo, estos hombres y mujeres, niños y viejos que hacían el camino hacia el éxodo, no queriendo ver atrás, porque atrás solamente había muerte y desolación, incendios y lucha irracional entre hermanos; pasaron en canoas endebles el mar del golfo, unos, los que serían holboxeños; y el mar Caribe, otros, los que fomentarían Isla Mujeres y Cozumel. Fue a mediados de 1848, coincidiendo esto con la cercanía de las huestes mayas en Mérida. El gobierno yucateco no los dejaría a su suerte, los reconocería desde el primer momento, al menos en el simbolismo jurídico, pues el 21 de noviembre de 1849, el Congreso yucateco erigió como pueblo al rancho de San Miguel de Cozumel. Los pioneros eran pocos para una isla considerable de Cozumel, 300 según un viejo censo de 1850.
Una legua de mar y grandes incendios en tierra firme: dos pueblos y dos cruces
Una lengua de mar separaría a estos isleños de orígenes yucatecos –población blanca la mayoría, refugiados del “machete” rebelde- de la tierra nueva que habían erigido los mayas de un pueblo nuevo llamado Chan Santa Cruz. En la lejanía de leguas de tierras y mar, otro pueblo, San Miguel de Cozumel, crecería al socaire marítimo, y pasado la centuria y media, sus vástagos gobernarían la tierra oriental liberada por los cruzoob. Ambos pueblos fueron sedimentados por dos cruces: una cruz que hablaba y pedía la guerra, y otra cruz que fue talismán de sobrevivencia para Casimiro Cárdenas y solidificación de su pueblo. Por más de 50 años, las islas crecieron lejanas de la guerra selvática, pero no se confiaron los isleños. En Cozumel, el área costera frontal a tierra firme, nunca fue desmontada, un muro de selva creció vigoroso para que las partidas rebeldes que vigilaban las costas de tierra firme no se percataran del nacimiento del pueblo de Cozumel, en el lugar donde antes era pura isla desierta. Los isleños, de vez en vez, veían altas fogatas en tierra firme durante las noches oscuras, señal de que la presencia del enemigo era cercana.
La travesía de Casimiro Cárdenas
A fines de 1847, con el desbarato de Sabán, Casimiro Cárdenas inició su memorable travesía, me imagino que esta se dio en medio de la selva oriental, siguió vericuetos asfixiantes, trillos que solo un experto selvático conocía, caminos antiguos que hoy han sido comidos para siempre por la selva, hasta llegar al Cuyo, uniéndose a los que huían como él. Casimiro venía como todos, “con el solo equipaje de sus sueños”, sin más herramientas que sus manos y la tenacidad de sobrevivir. Pero en sus manos de humilde agricultor traía la causa de su sobrevivencia: una pequeña cruz. Cuando el pueblo de Sabán ya era presa de las huestes mayas, los vecinos, los blancos y mestizos, se refugiaron en la iglesia, pensaban que ahí no se atreverían a entrar la turba enardecida, que respetarían un lugar sagrado. Esto no fue así, entraron a saco y la sangre corrió como río caudaloso. Cuando se retiraron los rebeldes del pueblo, hubo un milagro: un joven, Casimiro, manchado todo el cuerpo con su propia sangre y con sangre de cadáveres, se levantó. Había sobrevivido, y pronto se percató por qué: entre sus manos, una pequeña cruz era sostenida con fuerza. Casimiro le prometió a esa pequeña cruz, que si lograba salir vivo y llegar a un lugar seguro, él, durante todo el resto de su vida -y después de su muerte, sus descendientes-, le haría en su honor novenas y rezos. Casimiro, aún con lesiones de machetes, con sed, hambre y muy mermado en sus fuerzas, hizo ese memorable viaje, ese trayecto que lo llevaría a la isla de Cozumel. Al llegar en mayo de 1848, y siendo agricultor, Casimiro se pasó a vivir al poblado Santa María para hacer sus milpas, y rebautizó a Santa María como El Cedral. En 1849, Casimiro cumplió su promesa a la pequeña cruz que lo salvó de la vorágine. Los descendientes de don Casimiro no echaron en saco roto la promesa que en la iglesia de Sabán, en 1847, le hiciera su ancestro a la pequeña Cruz.
[1] Sigo apuntes de su libro Travesía por la historia de Cozumel. Breve monografía histórica (2008).