Gilberto Avilez Tax
En este año 2021, año que comienza con las secuelas caóticas del 2020 en el que México afrontó, como plaga recurrente que nos trae a la memoria las pestes del siglo XVI que diezmaron a las poblaciones indígenas en el siglo del contacto indo-europeo en Mesoamérica, a la plaga moderna del Covid-19; intentaremos dar unas imágenes de lo que para el mundo maya significó la caída de la gran ciudad imperial de México-Tenochtitlán, el 13 de agosto de 1521.
De entrada hay que decir, que las características de la conquista de los mexicas por parte de los españoles, rauda y veloz, por supuesto que tendrían consecuencias fatales en el mundo maya, pero estas llegarían apenas 20 años después, y en algunos casos, casi dos siglos posterior a la fecha señalada: los mayas, ya lo han dicho mayistas de otras partes, vivieron la colonia entre “la adaptación” creativa y la plena rebelión o huida a la “Montaña”, parajes vastos que se encontraban al sur y oriente de la Península de Yucatán, donde la sociedad maya se sustrajo al dominio colonial hasta fines del siglo XVII.[1]
En este primer ensayo de una serie de ocho textos sobre la conquista y lo que se derivó de ella para el mundo indígena de la Península de Yucatán, como un bosquejo rápido, intentaré dibujar una imagen de la conquista y colonia en Yucatán, con el fin de que la historia nos aporte una visión crítica de la situación actual del pueblo maya, paradójicamente rubricado por marginaciones socioeconómicas a los polos turísticos, en medio de hondas riquezas culturales catalogadas, por ciertos sectores dirigentes, como formas “arcaicas” que deben desaparecer para dar paso a la “modernidad”, entendida esta última como integración a la occidentalización planetaria.
La imagen
Partamos de la noción primera de la participación de los grupos indígenas en la conformación dinámica de los Estados Nacionales: Desde el inicio de la implantación de estructuras de dominio y explotación hispánicas posterior a la conquista y el devenir de la etapa colonial e independiente de México, las sociedades indígenas sufrieron una transformación radical en sus estructuras sociales, que trajo, como consecuencia, su cristianización forzada, reducción a repartimientos, la creación de las dos repúblicas –de “indios” y de españoles-, la exclusión política de la primera república, más la indiferenciación de las diversidades étnicas culturales[1] al concepto colonial de “indio” con preconceptos y prejuicios que, a lo largo de más de cinco siglos, subsisten en la actualidad[2]. Pedro Carrasco, hablando de la estructuración social de la Nueva España, resume en qué consistió esta transformación de las sociedades indígenas en el nuevo contexto de dominio y colonización española.
En el caso que nos corresponde dibujar, que es Yucatán, posterior de su inconclusa conquista y, desde luego, de casi todo el siglo XIX si barajamos las principales causas de la Guerra de Castas (1847-1901),[2] el periodo colonial se puede adjetivar como un sistema despótico y esclavista en ciertas formas que iban contra las normatividades establecidas por la Corona[3], que redujo los cuchcabales prehispánicos –instituciones políticas mayores- a simples “repúblicas de indios” -224 al finalizar el siglo XVIII[4]-, pero que no logró –pues porque nunca lo intentó, ya que se trataba de un Estado de Conquista al que en los primeros tiempos no le importaba la tierra sino los productos de ella con sus hombres para que la hagan producir-, de des-caracterizar a las múltiples colectividades étnicas mayas.[5] Por el contrario, los mayas encontraron “espacios de autonomía” sustentados en un pacto colonial donde los mayas dieron una interpretación a los nuevos hechos acaecidos y adaptaron sus “tramas de significados” culturales en un nuevo contexto opresor que no logró del todo penetrar en el “núcleo duro” de un pueblo rico y milenario en cuanto a sistemas simbólicos culturales: la permanencia de los linajes, las toponimias difíciles de olvidar y suprimir con las que leían sus espacios geográficos,[6] la lengua construida en más de tres milenios para entender su mundo, y que en el caso de Yucatán, el maya yucateco es predominante y actualmente existe una nueva escritura maya con escritores que rescatan ese rico bagaje cultural de los pueblos.
Pero si bien no existía tal cosa conocida como “mayanidad”,[7] siguiendo a Quetzil Castañeda, se puede afirmar que “las categorías de maya, cultura maya y civilización maya no están del todo vacías de significado o de realidad sino que…son términos fundamentalmente debatidos que no tienen entidad esencial fuera de las historias de las luchas sociopolíticas (Castañeda, citado por Restall, ibídem: 33). Y de esta aserción, señalemos que el núcleo duro, la identidad común de los diversos linajes mayas, posterior de 1546 (es decir, la significativa rebelión anticolonial indígena brotada en tierras de los Cupules)[8] estuvo radicada en la condición común de ser grupos colonizados.
Al sobrevenir ese gran choque de Occidente con la otredad indoamericana, que significó la Conquista y el posterior sojuzgamiento de los grupos indígenas durante la Colonia, los pueblos indígenas, los pueblos mayas peninsulares, dispusieron toda una red de búsqueda y reconfiguración sociocultural y político en un contexto de opresión y hegemonía occidental. De dicho proceso, la lengua maya de los pueblos, sus fiestas actuales y ritos particulares que trascienden la ortodoxia católica y las migraciones hacia “California” y otros puntos de la Unión Americana, son prueba de que la conquista y colonia de Yucatán, aunque rubricada por exacciones y brutalidades de distinta magnitud a que fueron enfrentados los mayas, no se dio del todo y, por el contrario, sirven de probanzas de la reciedumbre cultural maya, que persistió a pesar de todo.
Sobre la historia colonial en la península, la historiografía disponible, por un lado, nos hace la relación de las innumerables formas de sojuzgamiento indígena (y, a su vez, las luchas subrepticias de la cultura indígena reestructurándose en la soledad de los montes apartados con sus ceremonias agrarias; sin hablar de rebeliones frontales frente a dicho sojuzgamiento): Desde las reducciones o congregaciones en pueblos de la sociedad nativa donde se encontraba el batab –reducciones que significaron, además del fraccionamiento señalado de los señoríos prehispánicos (Bracamonte y Solis:1996:142) de antes de la invasión europea, la más fácil explotación a los indígenas para el pago de tributo a la longeva encomienda peninsular,[9] la evangelización a medias de los mayas “bajo campana” si traemos a mientes los casos de idolatrías, y el control político y económico de los indígenas: hechos todos que fueron llevados a cabo exitosamente a partir de 1552 con el arribo del oidor Tomás López Medel.
Además de la centenaria encomienda yucateca, el fisco real apremiaba, y el diezmo eclesial y las obvenciones a la “pobreza” de los frailes franciscanos, obligaban. Los trabajos esclavos en las estancias ganaderas a fines del XVI, la extracción del añil, la explotación del palo de tinte, y la expansión de las haciendas maiceras y ganaderas a mediados de los siglos XVII al XVIII a costa de las tierras comunales de los pueblos mayas, prolongaron las exacciones a los indígenas, cuando el pacto colonial de mediados del XVI (que de fuerte tributación pasó a requerir las tierras de los nativos), fuera prescrito por las reformas borbónicas del XVIII, mismas que se agudizaron después de la independencia con la ley de colonización de 1825, y que fueron prolongadas hasta 1865 con la venta de los baldíos indígenas (Bracamonte y Solís: 1996:137). No es necesario señalar que antes (y después, si discurrimos sobre la historiografía de las haciendas henequeneras pertenecientes a la “Casta Divina” del Porfiriato en Yucatán) de esas reformas del siglo XVIII, toda la riqueza de los dominadores se basaba en la explotación y servidumbre personal de los mayas. Sabedores de que la organización de la dominación colonial no podría darse sin la intervención de la élite indígena, se entiende entonces la función de algunos “caciques” mayas, o batabes, si se trae a colación el dominio indirecto que ejercían, a través de ellos, los invasores hacia el pueblo llano, los macehuales. Estos jefes mayas, reproductores del sistema de dominio colonial, con el tiempo llegaron a convertirse cancerberos de sus pueblos.
Esto por el lado económico. Por el lado cultural, los juicios inquisitoriales del culturicida y etnocida[10] Diego de Landa[11] son una pequeña muestra de lo brutal que significó para los mayas el choque con un imperio que expandió por todo el mundo sus dogmas etnocéntricos a finales del XV y todo el XVI; por el político, la supresión y remoción de las estructuras de poder caciquil de los mayas (remoción de los Halach Uinic, posicionamiento de los batab), que lograron subsistir a la vorágine genocida de las plagas, epidemias y los 20 años de conquista, iniciaron en 1562 con el descubrimiento de prácticas idolátricas en un paraje cercano a Maní, factor del auto en ese pueblo. Todo esto, tributos de encomienda y Corona, por un lado; diezmos, obvenciones eclesiales, autos de fe a su cultura milenaria, por el otro; más la supresión política y otras cargas y exacciones que tuvieron que soportar los “pies de la república” para proveer de todo lo necesario a los españoles con tributación y servicios personales para la construcción de fuertes (como el Fuerte de Bacalar), edificios, plazas, villas, “la muy noble y muy leal” ciudad de Mérida, iglesias y conventos; en el lenguaje de los grupos indígenas que cifran su pensamiento, en esa voz y “visión de los vencidos”, subsumida en los alegatos de los legajos jurídicos coloniales que los etnohistoriadores como Caroline Cunill reviven,[12] en esas defensas indígenas incrustadas en documentos de petición de tierras, y en códices y mapas donde plasmaron sus enseñanzas, tradiciones, concepciones sociales, políticas, la conquista se presenta como una imagen fatídica que leemos en los vaticinios y en el k’ajlay de la conquista rememorada por el Chilam Balam:
“Ireis a alimentarlos; vestiréis sus ropas, usareis sus sombreros; hablaréis su lenguaje. Pero su trato será de discordia…No habrá grandes enseñanzas y ejemplos sino mucha perdición sobre la tierra y mucha desvergüenza. Será entonces cuando sean ahorcados los Halach Uiniques, Jefes; los Ahaues, Señores-príncipes; los Bobates, Profetas, y los Ah-kines, Sacerdotes-del-culto-solar, de los hombres y de los pueblos mayas. Perdida será la ciencia, perdida será la sabiduría verdadera…”
La historia es una, cierto, pero las miradas en torno a ella son distintas, cambiantes. La mirada acerca de la conquista y colonia de los Cogolludo, los Cárdenas Valencia y los Landa (vistas con las anteojeras cristianas del “ir a todas las naciones del mundo”[13] para predicarles la buena nueva a los “bárbaros”, y así rescatarlos de las tinieblas en que los tenía aherrojado “el maligno”, cediéndoles los clavos de la Cruz o las luces de la Modernidad occidental en tiempos actuales) son distintas a las miradas de los sabios mayas. Para ellos, la conquista y posterior colonización fueron de una desolación apreciada paladinamente en la nota chilámica precitada. Junto con Romero Frizzi, podríamos señalar que la historia –y más precisamente, la etnohistoria- intenta levantar el “cepo de palabras” que significó el Genocidio Americano de los pueblos indígenas y su brutal sojuzgamiento, segregación, incorporación, integración,[14] durante los últimos 500 años.
En medio de la pluralidad que entraña las historias de los hombres, Romero Frizzi (2001:62) ha indicado que “la etnohistoria es el método que nos permite entender la riqueza y la pluralidad del género humano”. Una riqueza y pluralidad que, en el ámbito peninsular, el pueblo maya tuvo a bien reformular esas “tramas de significados” (Geertz, 1996: 20) de su cultura milenaria, retejiéndola hacia nuevas formas de organización sociocultural bajo la urdimbre exógena colonial. Un ejemplo de esto, sería la apropiación que de la cultura de los invasores hicieron las élites mayas –i.e. la escritura en caracteres latinos con que los códices, esos libros escritos en “las cortezas de árbol”, fueron trasvasados a los libros chilames-, un mecanismo eficientísimo en poder de los chuntanes para preservar su cultura (Bracamonte y Solís, 1996: 107).
Eric Thompson ha indicado, y su opinión es fácil de comprobar en pueblos y rancherías del Yucatán profundo o de la Zona Maya de Quintana Roo, la vivacidad de la cultura maya, al ver uno “su presente en su pasado y su pasado en su presente” (2006). Los mecanismos de resistencia de los mayas yucatecos frente a las estructuras coloniales opresoras, enmarcados en el control tributario de caciques, hacienda real e iglesia, iban desde la fuga a “Las Montañas”, una zona de emancipación donde practicaban sus ritos y ceremonias (posteriormente, y ya en la segunda parte del XIX, su zona de emancipación sociocultural y política sería la selva ubérrima de lo que actualmente es el estado de Quintana Roo, cuando se crea el territorio de Santa Cruz), hasta la frontal sublevación si se sentían acorralados o si las cargas tributarias del pacto convenido entre las élites y los explotados no contemporizaban con las sequías, plagas, malas cosechas u otros imponderables. Tal es el caso de la rebelión en tierras de los Cupules de 1546, que ya he señalado, la de Tipú en 1603, la rebelión de Jacinto Canek en Cisteil (1761)[15], y la más reciente –no me atrevo a escribir la “ultima”, si consideramos el concepto de tiempo cíclico en el pensamiento maya, que interpreta “la reiteración constante de la historia, en que los acontecimientos de un ciclo se repetían en todos los ciclos sucesivos…” (Bricker, 1993: 27)-, la rebelión indígena más prolongada, novelizada por Reed de forma insuperable: la que se conoce como “Guerra de Castas” de Yucatán (1847-1901).
Todas estas rebeliones pueden ser vistas, siguiendo la propuesta de Anthony Wallace, como “movimientos de revitalización” cultural[16]; o bien, como movimientos anticoloniales de los grupos mayas contra la dominación de los dzules descrita, en palabras del Chilam Balam, como el “tiempo de la tristeza” en el que transcurre la existencia del maya posterior a la Conquista:
“El 11 Ahau Katun, primero que se cuenta, es el katun inicial. Ichcaansihó, Faz-del-nacimiento-del-cielo, fue el asiento del katun en que llegaron los extranjeros de barbas rubicundas, los hijos del sol, los hombres de color claro.¡Ay! ¡Entristezcámonos porque llegaron! Del oriente vinieron cuando llegaron a esta tierra los barbudos, los mensajeros de la señal de la divinidad, los extranjeros de la tierra, los hombres rubicundos […texto destruido…] comienzo de la Flor de Mayo. ¡Ay del Itzá, Brujo-del-agua, que vinieron los cobardes blancos del cielo, los blancos hijos del cielo!…
Conclusiones
No obstante, esta particularidad negativa de la historia de los mayas peninsulares, lo cierto es que la cultura y la tradición del pueblo maya subsiste, persiste, se refuncionaliza y moviliza a cada movimiento de la rueda katúnica; una identidad que, con los nuevos paradigmas altermundialistas signados por lo étnico y las otras identidades distintas a la identidad que estatuye Occidente, reclama el reconocimiento a su diferencia cultural y pugna por el reconocimiento de sus derechos omitidos.
Un pueblo sometido a todas las duras pruebas de la naturaleza y de las nuevas construcciones sociales coloniales y neocoloniales; ha logrado logró mantenerse a pesar de las propuestas homogeneizadoras de los liberales del XIX y “revolucionarios” indigenistas del XX. Como dijo el poeta maya Gregorio Vázquez Canché, cinco siglos y aquí siguen “guerreando” los pueblos mayas de la Península
[1] “La Montaña” comprendía la región de la costa oriental de la Península que da al mar de las Antillas, y la porción centro-sur que llegaba hasta la región chontal de Tabasco. Desde el primer siglo de conquista, esta región, hacia el sur, fue zona de grupos mayas (itzaes, mopanes, lacandones, cehaches, chanes, canules, etc.) que mantuvieron su condición de independencia; y más cerca del dominio hispánico, lugar de asentamientos mayas revitalizados periódicamente por gente “bajo campana” que huía, convirtiéndose en una zona definida como una región de emancipación, pues la población fugitiva encontraba allá el espacio de libertad para escapar de la explotación y recrear los significados de su propia cultura integrando nuevos elementos hispánicos (Bracamonte, 2001).
[2] La expansión de la propiedad privada en 1840, el socavamiento de la élite indígena (batabilados) como producto de las reformas liberales, y la violencia política ejercida directamente a los batabes por los grupos hegemónicos empantanados en los trastornos políticos de la época (ejemplo, la masacre de Tabi de 1847)
[3] Y aún éstas, al inicio de las empresas coloniales en Yucatán, permitieron la esclavitud de los indígenas. Sierra O’Reilly ha resaltado una cláusula de la capitulación del Adelantado Montejo, cedida por Carlos V el 8 de diciembre de 1526: “Otro sí, os doy licencia y facultad a vos y a los dichos pobladores, para que a los indios que fueren rebeldes, siendo amonestados y requeridos, los podais tomar por esclavos…” (Sierra: 1994:106).
[4] Precisamente, muchas de estas “repúblicas de indios”, conformaría lo que hoy son los actuales municipios en Yucatán.
[5] La diversidad cultural es una constante en casi todas las historias humanas. Restall, en el caso de la “mayanidad”, ha indicado “como la evidencia del periodo colonial refuta el supuesto común de que en siglos anteriores los mayas compartían un sentido de identidad común” (Restall, 2004:34).
[6] Véanlo sino en el significado de las toponimias mayas actuales de los pueblos, en el libro Breviario de Toponimias mayas. Santiago Pacheco Cruz editor. Mérida, Méjico. 1967.
[7] La mayanidad, como bien ha señalado Castillo Cocom, tiene que ver mucho con las categorías procesuales, discursivas y teóricas fijadas por el “Quincunx”, es decir, las enseñanzas e investigaciones de la historia, la antropología, la lingüística, la arqueología y la educación.
[8] Que, como bien apuntó Nancy Farris, no fue una rebelión anti colonial sino parte de las luchas finales de defensa de los pueblos orientales mayas ante la inminente continuidad de poder de los invasores castellanos. En efecto, en 1546, una vez fundada Mérida, Campeche y Valladolid; y cuando después de veinte años de bélicos trabajos de los hispanos, al fin despuntaba una paz octaviana en toda la península, rumores de levantamiento indígena nacidos en tierras de los Cupules (al oriente de la península, con epicentro en Chemax) corrieron como pólvora en la villa de Campeche, lugar a donde los conquistadores, radicados en Mérida y Valladolid, habían acudido a rendirle apologéticos ditirambos al viejo Adelantado Francisco de Montejo, recién desembarcado del puerto de Campeche posterior a su malogrado gobierno en tierras de Honduras, y dispuesto, ahora sí, a cosechar el fruto de sus afanes de armas. Un chasco se llevó el cansado conquistador cuando supo que “los indios orientales se habían sublevado”, con varios españoles inmolados y, literalmente, descorazonados. Ancona refiere que esta tierra de Yucatán parecía ser fatal para el anciano gobernador, pues los mayas, a quienes se habían sujetado durante su ausencia, “volvían á empuñar las armas en el momento en que volvía á pisar las playas de la península”. Para tranquilidad de Montejo, esta vez sus determinaciones, tomadas con rapidez, apoyado en el brazo joven de su sobrino, cortó de inicio la rebelión en el cerco que los indígenas habían puesto a Valladolid. No es necesario decir que esta rebelión del XVI no fue la última, pero sí el comienzo del dominio y sojuzgamiento indígena en la península. Ancona cuenta que, en el sitio de Valladolid efectuado por los indígenas, éstos “Empeñáronse (en) batallas todavía más reñidas que las de la conquista, porque los indios se habían adiestrado mucho en el funesto arte de la guerra, tras veinte años de lucha”, ya que claramente comprendían “que si en esta insurrección no recobraban su independencia, les sería ya imposible recobrarla en adelante”. Con estoica indiferencia, al ver el amontonamiento de cadáveres de sus compatriotas regados por las armas castellanas, los indios “no cesaban de enviar correos hasta á los pueblos más distantes de la península, para que viniesen a ayudarlos en este último esfuerzo de patriotismo” (Ancona, 1978: 32-35).
[9] Prolongada hasta finales del XVIII cuando ya había sido abolida en otros puntos de la Nueva España, la encomienda yucateca llegó a comprender el 90% de las comunidades y pueblos (Bartolomé, 1992: 95).
[10] Pierre Clastres (1987:34) entiende al etnocidio como “la destrucción sistemática de los modos de vida y pensamiento de gente diferente a quien lleva a cabo la destrucción”. Con esta definición de etnocidio, factible es catalogar a Landa como tal, aunque su Relación absuelve de algún modo sus “pecados” etnocéntricos.
[11] Sobre Diego de Landa en Yucatán, véase el erudito estudio de Erik Boot, aparecido en Cosmovisión mesoamericana: “Fray Diego de Landa y la Cosmovisión maya yucateca a inicios del periodo colonial”. 2011. Universidad Mesoamericana. Guatemala, pp. 35-81.
[12] Véase el erudito estudio de Cunill, Los defensores de indios de Yucatán y el acceso de los mayas a la justicia colonial, 1540-1600, Mérida, Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México, 2012, 391 pp.
[13] La razón para la conquista espiritual que luego fue más física en todos los sentidos, se lee en los pasajes del evangelio de Marcos (16:15) y Mateo (28:19): “Y les dijo: id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”.
[14] Gonzalo Aguirre Beltrán (1992:21-28), antropólogo indigenista, denominó a las distintas políticas indigenistas, o fases de la política de los grupos hegemónicos hacia los pueblos indios, en los términos de segregación (colonial), incorporación (siglo XIX) e integración (siglo XX) respectivamente.
[15] Sobre la rebelión de Canek, véase mi crónica “El viento del Rey Canek que regresa”. Noticaribe Peninsular. 2 de diciembre de 2020, en https://noticaribepeninsular.com.mx/tierra-de-chicle-el-viento-del-rey-canek-que-regresa/
[16] “Las rebeliones indígenas de Chiapas, Guatemala y la península de Yucatán constituyen ejemplos de lo que Anthony Wallace ha denominado ‘movimientos de revitalización’: es decir ‘esfuerzos deliberados, organizados y conscientes por parte de los miembros de una sociedad para construir una cultura más satisfactoria…’” (Bricker, óp. cit., p. 25.)