Jorge Manriquez Centeno
COVID- 19: HAY QUE ESTAR AFUERA DEL ACANTILADO
Estoy en Zacatecas. El cerro de la “Bufa” parece atraparme entre sus salientes esquinas.
Me resulta más fácil ver los problemas desde este despeñadero, asirme a cualquier piedra para no rodar entre esos cauces. El viento me hace pensar y desprenderme de tantas chingaderas que traigo encima. Es relativamente fácil hacerlas volar, aunque en la bajada se vuelvan a impregnar en mi piel, pero el paréntesis vale la pena.
Me encanta estar a esta altura, con las ramas de tierra y piedras enredándose por todos lados.
Las cosas que te definen están a tu lado, como ramas.
Ves pájaros volando entre las nubes. Son nubes que presagian tormentas. En estos días, me parece que algunos pájaros no pueden volar. Sólo las golondrinas pueden ayudarte en este verano. En tiempos de pandemia solo las golondrinas hacen verano. Obsérvalas.
Regreso a mi casa. Abajo: sala, comedor y cocina. Todo apretujado. Arriba dos recámaras y baño. Ahí escribo relatos en la tarde-noche. Por las mañanas trabajo en la pequeña mesa-comedor, haciendo home office. Las tazas de café suben y bajan. El café vincula las dos áreas.
Se me caen gotas de café sobre las escaleras. Las trapeo, pero quedan sus profundas sombras. No las piso. Me pueden abismar. Las veo detenidamente y me olvido momentáneamente de pagos, abonos, que no guardan su distancia.
Cuando estás encerrado “entre cuatro paredes”, se te ensanchan las cosas, se profundizan los olores, sabores, ruidos. El olor y sabor de pasas es agradable, por eso mantengo un puñado de ellas por largo rato dentro de mi boca. Con mi lengua les voy dando vueltas hasta desgastarlas a las infelices. Las nueces crujen deliciosamente. Las muerdo milimétricamente. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10… Va de nuez: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10… Y las nueces van tronando.
Este día, tomé tres, cuatro cervezas “Bohemia”. Me gusta la cerveza “Bohemia” porque meas de un solo jalón y no a cuentagotas, como sucede con otras cervezas. Bueno, eso creo. Duermo a pierna suelta con esa cerveza.
Otro día.
Pienso en el sol chetumaleño. Mis idas al “bule”. Ni modos, tengo trabajo por estos lares, pero, al igual que muchos lugares públicos, debe estar desolado.
Una y otra vez trapeo este piso limpio. Es como un espejo cóncavo o convexo, depende como lo mire. Estoy sudando desdicha.
Trabajo unos oficios, los envío. Ahora un informe. Hago llamadas.
Desayuno, como y ceno.
Leo un libro.
Me redondeo en esta soledad.
Me recuesto y me alejo en mi insomnio. Doy la vuelta a la hoja en blanco y no tengo nada que escribir.
Espero que sólo sea por este día.
Hablo por teléfono con mi esposa, hijas, amigos.
Tengo pensamientos desarticulados. Estoy descuadrado, como compás sin el puntito en el que se apoya. Es un punto negro, que engulle todo. Es su razón de ser.
La pandemia impone muchos paréntesis.
Te rodea con preguntas: ¿De quién son los colores que dibujan tu silencio?
Asoman recuerdos.
Hay muchos pensamientos deshilachados.
Astillas en busca de la piel.
Lluvia en busca de los rayos y tormentas.
Y te clavas la punta de una aguja en tu dedo. Sangra, y la sangre es parduzca.
“BUMERANG COVID”
A veces, te es preciso esconderte en los huecos de la literatura para poder sobrevivir.
Sobrellevar los tiempos de pandemia es resbalar y volver a resbalar sobre una pendiente anclada en el cielo. Estás a 1.5 metros de distancia, no saludas de mano al vecino, a los compañeros de trabajo, sólo los escuchas en las llamadas telefónicas.
Las dimensiones las da el tiempo. Tú el silencio.
“Deberían poner bolas de naftalina en todos los sitios públicos. Evita a todos esos cuates que andan sin el maldito cubrebocas. No saludes ni abraces a nadie. Cuando llegues a toser, cúbrete con el codo como dicen las instrucciones. Has compras quincenales, y qué nada se te olvide. Llévate el antibacterial, úsalo varias veces. Sólo compra lo de la lista, y no tardes más de la cuenta. En la entrada de la casa, es forzoso usar un tapete sanitizante”, pienso y reproduzco recomendaciones a mi familia cuando hablamos por teléfono. La puerta cerrada protege. En el súper, la sana distancia es tan cruel como el agua de mar cuando se aleja anunciando el huracán.
Recuerdo cuando de chamaco amarré bien un hilo grueso, creo de nylon, en la pata de la litera, y lo enrollé en mi muela picada. Va el jalón, así de sopetón, y salió completita. Luego, me puse emplastos de bicarbonato, sal y limón para parar el sangrado. Ni pedo, no hay lana y la aspirina, como todo, ya dio lo que tenía que dar. Alivio con dolor. Hoy quiero sentir esa sensación de tirar lo podrido, pero este virus es una bestia invisible. También me acuerdo que un maestro de deportes de la secundaria decía que todo está en la respiración, y vaya que tenía razón.
La vida es bonita como ese rehilete que poníamos en el manubrio e iba dando vueltas y vueltas. Es ver la ciudad a través de la pequeña ventanilla del avión. Los recuerdos, como piedras, van entrechocando la ventana. Estoy escribiendo sobre Chetumal, ciudad a la que arribé casí en plan de turista en 1991, y me quedé con el paso del tiempo y de la vida, qué caray… Por la magia de la (des)dicha, me acuerdo de muchas cosas que pensé que nunca regresarían. Eran “bumerangs” extraviados. Los voy atrapando. Escribo sobre ello en otras hojas.
Hay otros “bumerangs”. Van regresando. Esos están en estas líneas.
HOJAS
Hace rato me vi en el espejo y me pareció ver a una persona muy simpática. Recuerdo que de chamaco era chalan del grupo de rock del Monstruo, genial “requintista”, y yo era quien colocaba todos los instrumentos y encendía los aparatos de sonido y el micrófono. Los modulaba, a la vez que iba diciendo: “Uno, dos, tres, probando equipo de sonido. Uno, dos, tres, probando equipo de sonido”, y otra vez, y otras… Esas voces regresan. Con esa energía, quiero sentir sangre en la palma de mi mano y escribir. Tengo la dicha de haber visto y palpado la magnificencia del agua. Agua domesticada o feroz. Mis manos recorrieron tu superficie y había bosques, humedales, ríos que pueblan mi mirada. Llegué a sumergirme entre tus entrañas y a borbotones logré salir. ¿Recuerdas?
Hay que caminar de prisa y poner la mente en blanco.
Mi mente sigue dentro del agua y hay hojas.
¿Dónde quedaron las hojas que me fueron sobrellevando entre sus líneas?
Siento que estoy perdiendo todas mis hojas. Todo está desengargolado. El viento arrasa con todo, hasta con mi respiración. Estoy cuesta abajo de un monte empinado. El aire está perdiendo la clorofila.
Escucho música. Hay melodías que duelen más que este silencio. ¿Será?
Mi mente es voraz. Se está comiendo este silencio.
LA CHINGADA ES UN TURRÓN DE CHOCOLATE
“No sueñas porque roncas”, me dice mi esposa. Le contesto: “Cuando ronco, descanso.” Risas. Está unos días por Zacatecas, que se convierten en meses. Luego tiene que regresar. Hay una urgencia familiar. De ello escribo en otras hojas.
De nuevo, solo en la casa haciendo home office. “Al menos tengo trabajo y con plaza federal, no me puedo quejar”, pienso, pero quiero cansarme, darle vueltas a mi mente. Escribo para cansarme.
Tengo este pensamiento: “Quiero que dejen las llaves de mi casa arriba de mi féretro. Si me incineran, déjenlas en mis cenizas. Cenizas y llaves arrójenlas en el mar para poder entrar.”
Subo, bajo escaleras. Saco la basura. Camino dentro de la casa. La rodeo con mi respiración. Palmo a palmo. La vida se desarrolla en espacios físicos, tangibles, que, la mayoría de las veces, no les damos importancia. Hoy los quiero tocar, pero son un abismo.
Salgo al pequeño parque situado enfrente de mi casa. Me quito el cubrebocas. Veo el sol y puedo reír. Te veo venir caminando con las luces multicolores del pavorreal. Pienso: “Una piedra que rueda no acumula musgo”. No recuerdo sí lo leí, pero es mejor estar por debajo de las piedras para poder sobrevivir.
Tu sonrisa la dibuja tu cubrebocas.
A veces pienso que la imaginación tiene su propia escalera de caracol. Sube para bajar recuerdos, pero baja para traernos algo de aire fresco.
Las vueltas de la vida: antes ni nos saludábamos, ahora queremos hasta abrazarnos.
Va a llover. Regreso a la casa. Hay ríos de hormigas dentro de la casa. Del otro lado de la puerta, sólo hay abismos.
Sin el cubrebocas, la música te lleva por todos lados. Nada más te lo pones y tienes que escuchar música con muy poco volumen. Sólo los vecinos a tres casas de la mía, cada viernes, escuchan por la noche tambora zacatecana. Es una música muy chingona. Estridente, como el mezcal que seguramente están bebiendo. Radiante. Escucho esa música con solaz fascinación. Es como un turrón de chocolate que tanto me gusta. Luego, me tomo una cerveza, avanzo con el ron. Me gustaría estar con esa familia, pistear mezcal con ellos, y rodearme de sus risas, de sus guasas, porque hasta acá se escuchan las carcajadas. Me vencen y me quedo profundamente dormido. Silencio. Ni modos, a esperar hasta el otro viernes.
Es de mañana. Bajo y subo las escaleras, trapeo y trapeo, y estoy cayendo, cayendo, en ese piso deslumbrante.
Mientras trapeo, pienso: “De estas astillas haríamos muebles, carnal. Merolicos. Lleve su jarabe para la tos, las reumas y para el mal de San Vito.”
Luego tarareo: “Se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda.” Sonrío.
Enciendo mi lap. Busco YouTube. Veo la rola “Flash”, de Queen, y subo y bajo escaleras, tarareando esta parte que tanto me gusta:
Flash
Ah-ah
(Gordon’s alive)
Flash
Ah-ah
He’ll save every one of us.
Estoy cantando en el espacio. Aterrizo cuando escucho: “El panadero con el pan/ El panadero con el pan”, y es música y la voz grandiosa de Tin Tan, con la que río sin salir a comprar pan.
Caray, pasaron momentos importantes y ni una foto pudiste tomarte. El flash te iluminó, pero te volteaste. Ves sonrisas y una pared donde debería estar tu rostro.
Ya no puedes regresar.
Menos con este maldito cubrebocas.
ESTOY VOMITANDO MI NEGRA Y DESCARNADA SUERTE
Espero que todo esto pase y esté brincando en la punta de esas estrellas.
Quiero romper alguna de las siete estrellas de la piñata, y en ese hueco volver a llenarlo de ilusiones.
Ves tu nombre en el buró de crédito. Pides una prórroga de pandemia, y te es concedida. Te alarga la existencia. Sabes que sólo es un respiro.
El tiempo va lento en la superficie de la televisión.
No uso reloj. El tiempo está trapeándome la vida. “La suciedad se acumula en el ombligo”, leo. Mientras me baño, estoy como trapeando mi ombligo, y esa tierrita está pegada como con Kola Loka, pienso esta pendejada, y dejo descansar mi ombligo, y tarareo silencio porque no me viene a la mente ninguna melodía.
La risa de la memoria tiene ecos fenomenales. Los estoy escuchando con una concha de mar. Si te fijas bien, el cielo puede ser una concha de mar. Escúchalo.
Salgo a dar una vuelta por el centro de Zacatecas, deslumbrante aun con pocas personas. En esta esquina, hay un “tragafuegos”. Acelero para que no me lleve en su relampagueante silencio.
Hay cosas que debiste prestarles más atención, por ejemplo, ese amigo de oficina, con el que pudiste seguir platicando más tiempo, a leguas se palpaba que estaba mal. Pudiste irlo a ver, saludarlo, preguntarle si se le ofrecía algo, pero le dabas el avión cuando conversaban telefónicamente: sólo te interesaba que entregará virtualmente tal o cual informe. Y cuando viste a su hija y esposa para entregarles sus pertenencias de oficina, solo quedó un pésame untado al cubrebocas.
Hoy solo hay distancia. Las cosas importantes toman su distancia para que las revalores.
Hay instantes que cambian tu vida. Hoy un saludo puede hacerlo. Lo mejor es pasar de largo.
Ahora hay que volar sobre los mares del asfalto.
“Tienen nombres de mariposas: Simón y Garfunkel”, pienso. Escucho “The sounds of silence”, pero hoy no quiero saludar al silencio. Quiero gritarle, gritarle, gritarle…, pero sin cubrebocas.
Hay sueños reparadores hasta que te pones el maldito cubrebocas.
Hay un salvaje cielo nocturno. Quiero acuchillarlo para que bajen algunas estrellas.
Hay un martilleo de ladridos. No dejan dormir. ¿Para qué queremos dormir? Es mejor despertar y caminar en santa paz, sin que nadie esté cerca de mí o se acerque a saludarme. No quiero voces a mi alrededor. Sólo lluvia para desprenderme de su cercanía.
Es tan constante esta tristeza, como el aleteo de la mariposa dentro del libro.
El cansancio es incesante, lastima la oscuridad.
Claro que sí, Borges, soy todos los autores que he leído, pero también todos los cubrebocas que han cubierto mi sonrisa, y uno se cansa de este dolor punzante de espalda, y del sinsentido de estar dándole la vuelta a la gente, cuando todos sabemos que estamos bien torcidos, carnal, y dan ganas de cerrar la puerta y no volver a salir. Golpear este traje y pisar este reloj que no sirve para nada, tijeretear esta corbata, que no puedo usar.
“La unión hace la fuerza”, dice un periodista. Me pregunto: “¿Cómo podemos unirnos, hermanos y hermanas, si estamos tan distanciados? Ásperamente distanciados. Ni un pinche abrazo podemos darnos.”
Verás por la ventana y nadie llegará.
No quiero dormir. No quiero toser. No quiero estar boca abajo. Quiero respirar. No quiero que me intuben. Qué alguien me aviente una tabla de salvación. Volteo y todos están respirando entrecortadamente. Estoy sudando y estoy tosiendo, tosiendo amargura. Despierto, me pellizco. Lo mejor es tomar un café bien cargado y por la noche beber de dos o tres largos sorbos mi cerveza Bohemia para poder dormir.
BOLILLO
Voy por mis Bohemias al OXXO. No sé qué me pasó. No las compré en mi ida quincenal al súper. Me lamento, pero como quiero dormir largo y tendido por la noche del viernes, luego de escuchar la música de tambora de los vecinos, pues ni modos, tengo que salir.
Los fines de semanas son los más crueles. Son largos como el filo de esa navaja que está ajustada a mi cuello.
Afuerita, te veo, solo y triste, como están las escuelas, mi pequeño bolillo, perrito cruza de dóberman con no sé qué raza, cosa que no averigüé, porque de inmediato mi mirada conectó con tus ladridos de cachorro. Ipso facto, entré al OXXO y compré pañales desechables, leche, un chingo de leche, platos, y cucharitas, y te voy alimentando, pequeño. Te llevo a mi casa. Una caja es recubierta con sábanas, pañales y una almohada. Por las noches, te subo a la cama. Te tapo. Acostaditos escuchamos música zacatecana. Tiene un ritmo fregón, así como las olas con las que voy dormitando. Duermo sin la ayuda de las cheves, que hasta olvidé comprar.
Como no tengo problemas bronquio pulmonares o síntomas de covid, formo parte de las “guardias presenciales”, que se van rotando: unos días tengo que estar físicamente en una oficina semi vacía, para atender llamadas telefónicas de personas solicitantes de asesoría, así como ir requisitando virtualmente papeles. Eso que parece fácil tiene una alta complejidad, sobre todo para quienes tenemos el chip mental del siglo pasado.
Mis labores eran de apoyo en la coordinación administrativa. Sólo a la jefa de esa oficina, Josefina Ocegueda Guerrero, conocía personalmente. Gentilmente, me adentró en las tareas y actividades que tenía que cumplir vía plataformas digitales (“presencialmente” en las guardias y a distancia en trabajo de home office). Y ese adentrarse era conocer aspectos específicos de informes, datos, estadísticas, reportes, oficios por hacer, que hoy y siempre forman la memoria de las oficinas. Con esa guía, fui sorteando los vendavales del nuevo trabajo.
Otras compañeras y compañeros coadyuvaron en ese propósito, y telefónicamente despejaban todas mis dudas. Eduardo Daniel Olivares de la Rosa, Martha Gabriela Ramos Herrera, Nabor García López, Daniel Dorian Palacios Chávez, Perla Xochitl Reyna Hernández, mi tocayo Jorge Fernando Valencia Landa, Shelvi Sabido Canto, otros más, eran y son personas sumamente amables y grandes profesionistas en los asuntos inherentes a esa oficina.
Una de las cuestiones que he aprendido con el paso de los años, es ser agradecido. Sin el apoyo de los compañeros y las compañeras de esa oficina, que luego se convertirían en mis amigos y amigas, hubiese naufragado en esos escritorios virtuales.
Debo decir que mi amiga Diana Talavera me tendió la mano para entrar a laborar con plaza federal, cuando urgentemente lo requería. Eso, cuates, es invaluable, más en tiempos de pandemia. Los pormenores están en otras hojas.
Bueno, el punto es que me quedé a trabajar en Zacatecas en tiempos de pandemia y el frío arreció, y las metáforas quedaron en blanco, tal vez porque estoy acostumbrado al calor chetumaleño y a mi familia. En verdad eran largos días, fríos como la chingada, en que dormía conmigo el pequeño Bolillo. Ese nombre vino a mi mente desde que lo vi, ahí, en ese laberinto. Si algo apreciamos la mayoría de los chilangos son los bolillos, pues que, chingados, pensé, y le incrusté ese nombre como muestra de mi cariño.
Bolillo y yo empezamos a platicar y ladrar, y a chiflar y ladrar, respectivamente. Nos entendemos a la perfección.
Por el día estamos dentro de la casa. En las tardes, vamos a caminar por el parque. Ya come sus buenas croquetas. En noviembre, arrecia el frío. Por las noches, encendemos la calefacción portátil y se acurruca entre las sábanas de la cama y a dormir se ha dicho. “Bolillo,deja de roncar”, le digo. Despierta. Se me queda viendo fijamente y ladra, y parece decirme: “El comal le dijo a la olla.” Río porque sé, por mi esposa, que ronco cañón.
Las pláticas fueron inevitablemente fabulosas:
¿Cómo estás, chaparrito?
¿Quieres ir al parque?
¿Por qué no avisas cuando quieres mear?
Ese invierno, tuve que hacer guardia laboral “presencial”, dado que era de reciente contratación. Pensé que estarían de la chingada los festejos navideños: frío acendrado por la falta de compañía familiar. Pero se atenúo con tu maravillosa presencia, Bolillo.
Hoy es día de fiesta. Es 31 de diciembre, año nuevo. Haré videollamada para presentarte con tu nueva familia, y brindaremos y nos desearemos lo mejor de lo mejor. Luego, nos comeremos un buen pollo bien fritito. Nada más para que veas como me las gasto contigo, mi querido Bolillo. Le doy un beso en la frente. Agradezco su amistad ladradora.
Me parece que lo único que entendía era cuando agarraba la correa y le preguntaba si quería ir al parque. Ladraba y volvía a ladrar. Conozco el timbre de sus ladridos para salir a caminar al parque, comer, mear y cagar, … Los ladridos revolotean cariño, más cuando estoy dormido y me despierta con ladridos, lengüetazos. Ya creció, puede brincar a la cama y por todos lados, qué grata noticia. Luego, lo acurruco a mi lado y, como otras veces, duerme en cualquier parte de la cama.
Los ladridos alejan mi miedo. Lo hacen a un lado, más cuando estamos caminando, corriendo en la plaza del cerro de la “Bufa”. Su viento helado te dice que estas vivo. Escúchalo. Estas vivo. Me gusta esa enorme plaza con su museo “Toma de Zacatecas”, iglesia, otros sitios, que, desde afuera, imponen su esplendor. Me tomo fotos en esos hermosos monumentos. Voy recorriendo sus miradores: ahí puedes gritar y gritar sin cubrebocas, y Bolillo parece entender cuando le digo que no se vaya por el filo de ese precipicio, son como cantos de sirena, y hay que andarse con cuidado.
Y hubo un día que fuimos a la “Bufa”, y de ahí recorrimos el centro de Zacatecas. Bajamos del coche y anduvimos por caminos empedrados y llegamos hasta la enorme Catedral Metropolitana, y entramos por una formidable puerta que, sorpresivamente, estaba abierta. Instintivamente busqué la pila del agua bendita, pero estaba seca. Luego, me arrodillé y recé un padrenuestro. Hasta que una persona con cubrebocas, me dijo: “está cerrado, usted no puede estar aquí” Entendible, todo está cerrado.
Pero regresamos a casa en santa paz.
(Todo tiene su momento. En este 2023, es tiempo de regresar a Zacatecas y andar por tus empedradas calles, rezar en tu majestuosa Catedral, tocar las puertas con esas aldabas que hoy escucho. Pistear mezcal oyendo esa genial tambora zacatecana. Saludar de mano a tu gente, personas amables. Quiero regresar y andar sin cubrebocas por todos esos sitios increíbles, y caminar por el cerro de la “Bufa”, y, ahora sí, subir al teleférico para dar un recorrido, para ir viendo la ciudad a todo lo alto, así con la magnificencia de tu historia, sitios maravillosos, Zacatecas de mis amores.)
…
Varios meses seguimos una rutina en cuanto a salidas al parque, comidas, y todo eso que se llama vida común. Sólo se rompía cuando se me escapaba y se iba con sus condenados amigos, y a vagar se ha dicho. Regresaba al OXXO donde me lo encontré y parecía que me esperaba, y va de regreso a la casa. Los otros perritos tenían dueño, se veía por sus correas. Bolillo continúo creciendo. Los ladridos fueron fortaleciendo nuestra amistad.
…
…
Yo la rompí y con ello rompí tu corazón. Perdóname, Bolillo, tengo que regresar urgentemente a Chetumal… No te puedo llevar, perdóname. Una amiga de la oficina, ya se hizo presente y me enlazó con la sociedad protectora de animales de Zacatecas y ya te encontraron hogar… Mañana vienen por ti.
Ese mañana llegó. Tenía listo el carro para regresar a Chetumal. Estaba repleto de ropa, cosas que pude haber dejado para hacerte espacio, pero luego son dos días de viaje. En Minatitlán, seguramente no te dejarán estar en la habitación, quizás en el estacionamiento del hotel, total tienes tu transportadora que te compré para llevarte al veterinario. Ahí te puedes quedar, puede que sí o que no. ¡Chingue a su madre, te llevaré! ¡Pinche Bolillo de mi corazón, nos vamos en chinga hasta allá! ¡Mmmmm, mejor no! Estás más seguro con la señora Dulce, que aceptó adoptarte. Las fotos y video que le mandé vía WhatsApp le encantaron. “Se ve tan tierno. Es un pequeño pedazo de corazón”, algo así dijo, y sentí una daga en mi corazón. Esas dudas que lo aprisionan a uno.
La marea me ha ido llevando. La señora Dulce viene en unas horas. ¿Qué hago? Los pensamientos se van clavando como dardos. Dan en el centro de la incertidumbre.
UNA DAGA EN EL CORAZÓN
Voy manejando. La carretera es un hueco enorme. Voy naufragando entre sus líneas amarillas. No escucho música a alto volumen como suelo hacerlo cuando voy manejando solo en la carretera.
“Soy un culero”, pienso y parece que escucho los ladridos de Bolillo confirmando mi dicho.
…
La carretera es un largo silencio.
…
Estoy en Chetumal. No puedo regresar el tiempo para deshacer esa decisión. Tampoco puedo ir por ti. La señora Dulce telefónicamente me dice que te ha tomado un enorme cariño. “Esta super sano, súper contento”, afirma cuando le mando mensaje de WhatsApp preguntando por ti. A menudo, veo tus fotos, escucho tus ladridos en los videos que me ha mandado, y son ecos punzantes. Cómo fuiste creciendo, pequeño canijo, Bolillo de mi corazón.
Estoy súper triste. Me pongo mi cubrebocas para no verme en el espejo.