Agustín Labrada
En este cruce de siglos, la estética posmoderna prevalece en una literatura que se sitúa en zonas urbanas, escritas con ritmo cinematográfico, visión irónica y diálogo lúcido. Reinan la parodia y la intertextualidad, se difuminan géneros, se subvierten moldes canónicos, se experimenta hasta insospechados márgenes.
Desterrados de la literatura contemporánea, los contextos rurales suelen valorarse —peyorativamente— como costumbristas y, cuando aparecen, cumplen un papel de trasfondo y escenografía o se abordan desde un realismo mágico, donde predomina más lo exótico que el desafío y la fusión del hombre con la naturaleza.
Los narradores del “boom” no ven el campo con la misma comunión íntima con que lo hicieron el uruguayo Horacio Quiroga en “Cuentos de la selva” o el peruano José María Arguedas en “Los ríos profundos”, sino como una alternativa para las narraciones que acoge también el rumor de pueblos, aunque sean míticos como Macondo.
Hoy, cuando confluyen en la arena literaria diferentes estilos y maneras de asumir “realidades” dentro del cuento, Juan Gamboa presenta sus cartas desde una tradición muy emparentada con la oralidad, próxima al testimonio —por su simpleza en la forma y el lenguaje— con el libro “La señal y otras narraciones”.
Textos que son relatos, que a veces llegan al cuento, que descienden a viñeta y semblanza, que no cruzan el límite anecdótico de la crónica que se rige por una imaginería campesina llenan estos párrafos, narrados con humor picaresco, en ocasiones morboso, celebratorio de la cotidianidad, sus nudos y sus mitos.
“Acostado en su hamaca y la escopeta en mano, duerme con felina tranquilidad. La noche está llena de sonidos: saraguatos que gritan con voz de bestias grandes, rugidos amenazantes de tigres y pumas, aullidos melancólicos de perros salvajes, víboras en brama que emiten silbidos y carcajadas con timbres de mujer…”
En ese impulso, el libro de Juan se acerca a “Cuentos de cazadores”, escrito por Eleuterio Llanes Pasos, y “Voces sin tiempo”, de Javier Gómez Navarrete. En los tres se vislumbra un espectro folclórico yucateco, donde es frecuente la presencia de términos mayas en frases concebidas en español. Hay un marcadísimo color local.
Ahí están esos hombres metidos entre la selva, los lodazales, el mar.… sobreviviendo cada día en un territorio desolado, lejos de las grandes urbes, con autoridades más feroces que los propios jaguares. Ahí está el oscuro anonimato de gente sin fortuna y sin poder, que lucha y muere en el silencio. Esa soledad, tan bien trazada, emociona.
“En el desvarío, vi el pantano como enorme boca que me tenía entre sus fauces, y a resoplidos reclamaba tanta sangre de animales embadurnada sobre mi pobre humanidad. Hundido en agónicas convulsiones, pedí perdón a gritos, porque varias veces morí y viví, para morir de nuevo, repitiéndome: no volveré a cazar jamás.”
Resaltan relatos en los que el autor muestra cierto ingenio como “De buena sangre”, donde sólo al final se entiende una historia que se articula en conversaciones. Es una historia que se expande en dos niveles: uno externo y otro soterrado, como deseaba Edgar Allan Poe, como hizo Ernest Hemingway con maestría.
Es también interesante “Jana Ayín” por los trazos sicológicos de los antihéroes, y el ambiente tenso que se desprende de una oposición entre sentido común y autoritarismo, así como —y esto es un rasgo de unidad— por el desciframiento del ayer dibujado entre indolencias y desmemorias. Se critica a la burocracia.
“Problemas con la dinamita, que no estallaba. Un técnico estuvo a punto de ser tragado por las arenas movedizas. Un peón casi fue degollado por el cable de acero durante el remolque de un vehículo volteado; mordidas de víbora aquí; allá, tumores por el piquete de la mosca chiclera y, más allá, abscesos de colmoyote bajo la piel.”
Aunque el realismo se enuncia como verosimilitud desde la “poética” de Aristóteles, en el siglo XX la crítica especializada reformuló varias teorías. Para el húngaro György Luckás refleja la realidad de estructuras económicas y sociales, las diferencias de clases… y crea alguna luz sobre lo típico del ser y el devenir individual y gregario.
Según los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Walter Benjamín, el realismo no debe reproducir la realidad, pues desde la distancia se testimonian mejor las tensiones éticas e intelectuales que pueblan el alienante sistema capitalista. Roland Barthes lo reformula como un procedimiento lingüístico.
La prosa gamboana se ajusta a las ideas de Luckás: “En la oficina del ingeniero, durante tres días de antesala, fui agobiado por la espera y el calor de mayo, tanto que a veces me sentía invisible para todo mundo. Nada más me quedaba entretenerme con el ir y venir de las secretarias, acicaladas como para fiesta.”
Cuentistas como Onelio Jorge Cardoso y Eraclio Zepeda fabulan narraciones rurales con recursos de la poesía sin alejarse del realismo. Más recientemente lo ha hecho también Antonio Parra con sus historias de la frontera norte. Ninguno pierde la orientación crítica ni el afán de testimonio y, a su vez, buscan resultados estéticos.
Gamboa no sigue una senda posrulfiana ni llega al nivel esteticista de Onelio, pues tanto las descripciones narrativas como el léxico dialógico de sus personajes tienen un tratamiento poco novedoso, aunque correcto. Su interés pesa más en la anécdota que en el estilo y la retórica, se descuida el cómo en función del qué testimonial.
Esa estrechez de recursos retóricos y el costumbrismo que inunda todas estas historias angostan la riqueza literaria y, al mismo tiempo, facilitan cierta comunicación con aquellos lectores que persiguen el entretenimiento simple, sin complicaciones verbales, y subordinan a un plano inferior los valores artísticos.
Los principales aportes que hace Juan Gamboa se relacionan con la microhistoria y la sociología al rescatar (recreándolos) pasajes históricos y exponer en ellos tradiciones, giros lingüísticos, resortes mentales… de quienes pueblan el Caribe mexicano y se elevan aquí como protagonistas. La gente común encuentra un espejo.
En su primer libro, Gamboa pudo sugerir una señal que auguraba nuevas narraciones por rutas más ficcionales. Lamentablemente, falleció dejándonos esa promesa y también sus inquietos dones para contar, su memoria transcrita donde quiso verter submundos periféricos que hoy tienen el perfume de un amargo vino.