Por: Gilberto Avilez Tax
La historia es el error… Octavio Paz
El inicio de mi relación como lector (que no “estudioso”) de la obra (poética y ensayística) de Octavio Paz inició a temprana edad, en una biblioteca de pueblo. Sin nadie que me dijera qué leer, di con el libro El laberinto de la soledad, y como aquellos amores radicales nunca curados del todo, quedé entrampado de su escritura diáfana y clara, que hacía transparente hasta la más dura filosofía, y que construía en imágenes la historia mexicana, el ethos y el pathos mexicano, diseccionando el régimen político instaurado en 1929 (si no es que antes), visto en forma piramidal (para pasar más allá de la lectura de este libro clásico mexicano, la edición crítica de Enrico Mario Santí, publicado en Cátedra, es la más acuciosa).
En otra biblioteca de pueblo, me agencié Libertad bajo palabra: muladar, chancro, “la soledad de la conciencia”, el “pirú estólido” (y cuando conocí un pirú y un fresno, la alegría pazceana me inundó), “la masturbación en las letrinas”, eran las palabras y las frases con las cuales el poeta resumía en endecasílabos y sonetos escritos con una métrica acerada, todo lo que un adolescente inmaduro quería decir, quería execrar, deseaba vomitar.
En la universidad, una vez desenamorado del derecho, los 15 tomos de las Obras Completas de Paz fueron mi escuela permanente, y de la mano de la prosa del maestro, me interesé por la ciencia de la cultura: Paz era un magnífico etnólogo e interpretador de Lévi-Strauss (hizo un pequeño libro sobre el maestro francés editado por Joaquín Mortiz), de Pierre Clastres, pero Paz también era alguien que dialogaba con las tradiciones de Occidente y del Oriente: el marxismo fue su contrapunto, su amor y desamor; y las visiones tántricas del hinduismo, su empatía por el erotismo representados en El Mono gramático (y qué mejor definición del hombre: un mono gramático), me hicieron descubrir que la India tenía más de una afinidad con el pasado prehispánico, con la piedra del sol, la piedra de los sacrificios.
Por cierto, en sus trabajos sobre Sade, así como en uno de sus libros finales, La llama doble…Paz profundiza en esas relaciones ambiguas entre el amor y el erotismo (Cfr. Tomo X de sus Obras Completas).
Y así como centraba con profundidad su mirada poética a la reflexión antropológica y política (podría decirse que, en términos de la política internacional, Paz comenzó en una edad madura, con Tiempo nublado, donde su prosa analizaba la coyuntura internacional en un mundo bipolar anterior a 1989), el poeta dio cabida en su obra, a hablarnos del mundo indígena, de ese pasado todavía vivo, latente y presente: permanencia ubicua de la ineluctable condición multánime del hombre, de su “radical otredad”, haciendo la crítica a los designios imperiales del Occidente católico que en el siglo XVI se presentó a Mesoamérica a imponer una única concepción del hombre. Recordando a Machado, que enseñó que “el Principio de Identidad, sobre la cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la otredad del ser”, Paz apuntó que “Todo imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y empobrecedora soberbia”: los esquemas unilaterales del hombre, que mutilan al hombre mismo, y que son similares a los imperios, que “chupan la sangre de los pueblos.”
Los diálogos con Ignacio Bernal, David Brading, Jacques Lafaye, sus querellas con O ‘Gorman, Aguilar Camín y la intelectualidad, o supuesta intelectualidad de izquierda de toda laya; sus disensos con la historia oficial (la vena hispánica y la vena indigenista) y las escaramuzas con los santones de la prosa académica, así como sus “reflexiones de un intruso” tocando el arte maya y las nuevas interpretaciones del periodo clásico dadas por Linda Schele (la selva de los reyes mayas era, al final de cuentas, una selva sanguinolenta), sin duda fue una invitación y un reto para volcarme a los estudios sistemáticos de la historia y la antropología: Paz fue el demiurgo que me hizo dejar para siempre mis encorsetadas clases de derecho civil, mi idea vana de litigar y presentarme a los estrados, porque después de haber leído –con vértigos y pasiones intelectuales- su totalitario libro sobre Sor Juana Inés de la Cruz, no concebí otra mejor manera que trabajar en el campo del intertexto donde la historia, la antropología y la literatura, arriadas por las ciencias sociales, sirvieran para el análisis y la interpretación de las sociedades humanas. Por cierto, en Egohistorias, Jean Meyer puso a Paz a darnos su idea de la historia, compartiendo páginas con señeros maestros como don Edmundo O’Gorman, don Luis González y González, López Austin y Antonio Alatorre; posteriormente, Meyer publicaría un texto en el FCE sobre la “poética de la historia” pazceana.
Pero Paz fue también un gran editor: la revista Vuelta, su última empresa editorial iniciada desde el mítico Taller de 1937, la conocí en una biblioteca pequeña de Chetumal, la biblioteca del ISSTE, que quedaba a tres esquinas de donde vivía. No miento si digo que leí todos los números de esa importante revista de la historia de la literatura mexicana. Por cierto, no puedo dejar de señalar, que una librería de Chetumal compré la Obra Poética (1935-1988) del maestro, uno de mis primeras adquisiciones bibliográficas. La revista Vuelta venía en volúmenes de tapas azules, y olía a papel viejo que después comenzaría oler a café y a galletas, por mis constantes préstamos a domicilio. En esos volúmenes había de todo: cuentos, ensayos y poemas de lo mejor de la literatura mexicana, latinoamericana y los trabajos de los “disidentes” del imperio soviético: Arreola, Borges, Elizondo, Zaid, Fuentes, Vargas Llosa (en esa revista se dio un match entre “los dos Marios”, Benedetti y Vargas Llosa), Cabrera Infante, Krauze, Monsiváis, Pitol, Cortázar, Milosz, Aleksandr Solzhenitsyn, Eliot, Steiner, Savater, Hobsbwan, Sánchez Vázquez, Semprún, Rossi, Enzensberger. Kostas Papaioannou…la lista es interminable. Vuelta fue, siguiendo a Flaubert, mi educación intelectual.
En 1990, en Ciudad de México, antes de que los suecos reconocieran con el Nobel al pensamiento universal de este mexicano heredero de Ortega y Gasset, “por su apasionada escritura de amplios horizontes, caracterizada por su inteligencia sensual y su integridad humanística”, Paz convocó al pensamiento libre a que concurra a la gran Tenochtitlan a hablar sobre las ideas de la democracia, del pasado reciente del mundo comunista muerto por su leucemia totalitaria, entre otras reflexiones que la editorial Vuelta puso en forma de libro. El Encuentro Vuelta: la experiencia de la libertad, leyendo sus debates, disertaciones, las ponencias magistrales, por sí sólo son herramientas valiosas para entender la problemática internacional y nacional, la idea del hombre y la conciencia de la orfandad del hombre.
En ese encuentro, la genial “ocurrencia” de Vargas Llosa (aunque luego se desdijera) viendo al sistema político mexicano priísta que Paz tanto auscultó, como la “dictadura perfecta”, fue lo de menos, porque en ese encuentro se asistía a una nueva puesta en escena del Banquete de Platón: las ideas y el pensamiento era lo único que contaba.
Paz fue un polemista de primer nivel. En un magnifico ensayo biográfico del poeta que Krauze, su heredero intelectual más importante, presenta en su libro Redentores, vemos a un Paz en vigilia permanente: hombre de pensamiento, su motor era la discusión, y a veces se sentía sólo porque no encontraba un oponente digno de sus herencias culturales: “Paz vivía en un estado de constante exaltación. Tenía la melena de un león y como un león se batió en la querella ideológica que lo aguardaba”.
Se recuerda todavía su tremenda polémica sostenida con Monsiváis en 1977: según Paz, “Monsiváis no es un hombre de ideas sino de ocurrencias”. Aguilar Camín, en su libro Saldos de la Revolución, recoge una disección del pensamiento histórico y político del poeta, y señalaba que Paz “envejecía mal”, pues del poeta rebelde del No pasarán y de El Laberinto de la soledad, Paz se había convertido en “un juglar de mitos socialmente vacíos y de imágenes circulares de Postdata”; o algo peor, en un “Jeremías de las últimas épocas”.
En su ensayo biográfico sobre Paz, Krauze recoge una anécdota curiosa sobre las desavenencias del poeta en la década de 1970, con los nuevos poetas izquierdizantes –por no decir, “anarquizantes”- llamados “infrarrealistas”, que “gustaban de boicotear a Paz en presentaciones públicas”. Uno de esos espíritus chocarreros e iconoclastas, pero que amaban “genuinamente la poesía”, fue un joven chileno exiliado en México por la dictadura de su país, que con el tiempo llegaría a ser el narrador supremo de Roberto Bolaño. En Los detectives salvajes, esa novela bellamente violenta, los infrarrealistas serían transfigurados en los “realvisceralistas”, y uno de ellos, Ulises Lima, se toparía con el poeta, en un parque de una ciudad de México, transfigurada por la narrativa de Bolaño.
Mientras que toda la “izquierda” mexicana y latinoamericana hacía sus ditirambos, sus felaciones en la plaza pública al santo dogma de la “Dialéctica”, y construía sus falsos silogismos totalitarios en nombre de la sacrosanta “Revolución” que era el nombre de Stalin y después de Mao y de las luciferinas “guerrillas de liberación nacional”, etcétera, Octavio Paz disentía de aquellos botafumeiros del pensamiento cautivo: Paz no era un espíritu “revolucionario” (y a veces los “revolucionarios” resultaban risibles espíritus “revoltosos”), pero sí se sentiría bien si lo pensáramos como un espíritu rebelde: “Las minorías son rebeldes; las mayorías, revolucionarias…La revuelta es la violencia del pueblo; la rebelión, la sublevación solitaria o minoritaria; ambas son espontáneas y ciegas. La revolución es reflexión y espontaneidad: una ciencia y un arte”, decía, para al mismo tiempo negar esa ceguera y espontaneidad que le achacaba a la rebelión:
Guiada por la filosofía, [la Revolución] se transforma en actividad prerrevolucionaria: accede a la historia y al futuro. Por su parte la palabra guerrera, rebelión, absorbe los antiguos significados de revuelta y revolución. Como la primera, es protesta espontánea frente al poder; como la segunda, encarna al tiempo cíclico que pone arriba lo que estaba abajo en un girar sin fin. El rebelde, ángel caído o titán en desgracia, es el eterno inconforme. Su acción no se inscribe en el tiempo rectilíneo de la historia, dominio del revolucionario y del reformista, sino en el tiempo circular del mito: Júpiter será destronado, volverá Quetzalcóatl, Luzbel regresará al cielo. Durante todo el siglo XIX el rebelde vive al margen. Los revolucionarios y los reformistas lo ven con la misma desconfianza con que Platón había visto al poeta y por la misma razón: el rebelde prolonga los presagios nefastos del mito”.
Tempranamente señaló los excesos del dogma marxista en la URSS, y al contrario de Vargas Llosa y otros que renegarían después de sus coqueteos con la Revolución cubana, Paz nunca aceptó ninguna invitación de los cubanos, nunca fue a la Habana a rendir pleitesía a una revolución caribeña que rápidamente se convertiría en una Revolución de un solo hombre: Fidel Castro. Porque Paz, un rebelde que no revolucionario, fue un hombre que defendía al individuo, a la libertad creadora, frente a toda sinrazón y la Razón estatal, que fue quemado en efigie por los tonsurados y representantes mexicanos de las máquinas asesinas de las guerrillas centroamericanas por el único delito de haber hablado de la necesaria democracia en Nicaragua y en contra del régimen militar sandinista; un hombre que, en 1987, en el Congreso de Valencia, con sus más de 70 años, se arremangó el saco y a punta de golpes tuvo la caballerosidad de defender a su amigo Jorge Semprún de los ataques de los resentidos y totalitarios de la izquierda: Paz no permitiría que a Semprún, un comunista que había estado en los campos de concentración y había sobrevivido esa barbarie, la sedicente izquierda lo tachara de fascista.
Las vislumbres de Paz del Yucatán de 1937
Pasión y confrontación movían al león de Mixcoac, en dosis no menores al amor por la poesía. Y como poeta, sus poemas son de una belleza que se repite sin cesar, y como han dicho bastantes estudiosos de la obra pazceana (Cfr. Octavio Paz. Entre poética y política, Anthony Stanton editor, El Colegio de México, 2009), no se puede entender sus ensayos, obviando su poesía. Paz era de la idea de que “todos los poemas son poemas de circunstancias”. Ambas, su poética y su ensayística, se nutren de la realidad, pero ambas son más que simple calca de la realidad. Creo que la huella más duradera de la estancia del joven poeta que llegó a Yucatán 20 días antes de su vigésimo tercer cumpleaños, sea su poema Entre la piedra y la flor: “¿Qué tierra es esta? / ¿Qué violencias germinan/ bajo su pétrea cáscara, / qué obstinación de fuego ya frío, / años y años como saliva que se acumula / y se endurece y se aguza en púas? “/ Para el joven poeta, el hombre del henequén era visto como alguien que desde hace siglos de siglos da vueltas y vueltas “con un trote obstinado de animal humano.” La salvajada capitalista en Yucatán propiciada por el henequén desde 1870, había convertido a la sociedad maya cercana a Mérida, en simples animales humanos, y la Revolución y el reparto del henequenal realizado por Cárdenas había hecho muy poca cosa, ya que la lógica capitalista subsistía. El hombre del henequén, visto por Paz en 1937, tenía un único patrón, no el reloj del banquero o del líder, sino el sol, el amplio y devastador sol de la laja peninsular que en el calvario cotidiano del hombre “se vuelve una corona transparente”. El hombre del henequén no hablaba el lenguaje que se hablaba en los púlpitos, ni el lenguaje que hablaban los que juraban por su nombre en vano, “los tutores” de su futuro, los albaceas de sus huesos; sino que su habla “es árbol de raíces de agua”, “subterráneo sistema fluvial del espíritu”. En sus propias palabras sobre este poema, Octavio Paz escribió en las “Notas” de su Obra Poética (1935-1988). (Seix Barral, España, Segunda reimpresión mexicana, febrero de 1998), lo siguiente:
En 1937 abandoné, al mismo tiempo, la casa familiar, los estudios universitarios y la ciudad de México. Fue mi primer salida. Viví durante algunos meses en Mérida (Yucatán) y allá escribí la primera versión de “Entre la piedra y la flor”. Me impresionó mucho la miseria de los campesinos mayas, atados al cultivo del henequén y a las vicisitudes del comercio mundial del sisal. Cierto, el Gobierno había repartido la tierra entre los trabajadores per la condición de éstos no había mejorado: por una parte, eran (y son) las víctimas de la burocracia gremial y gubernamental que ha substituido a los antiguos latifundistas; por la otra, seguían dependiendo de las oscilaciones del mercado internacional. Quise mostrar la relación que, como un verdadero nudo estrangulador, ataba la vida concreta de los campesinos a la estructura impersonal, abstracta, de la economía capitalista. Una comunidad de hombres y mujeres dedicada a la satisfacción de necesidades materiales básicas y al cumplimiento de ritos y preceptos tradicionales, sometida a un remoto mecanismo. Ese mecanismo los trituraba pero ellos ignoraban no sólo su funcionamiento sino su existencia misma”.
Sobre la estancia de Octavio Paz en Yucatán, en el patio meridano se escribió hace mucho tiempo un artículo para el “Unicornio” del Por Esto!, y un espíritu obeso nativo de Mérida dio a la estampa un pequeño libro de tapas rojas. Y en el patio de la ciudad de México, Guillermo Sheridan, en su trabajo Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz (Editorial ERA, 2004), le dedica unas 4 paginitas a la estancia del poeta en Yucatán. Sin embargo, quisiera obviar el pequeño artículo del “Unicornio” (para mi gusto, prescindible, escrito con prosa profesoral), y el libro del precitado espíritu obeso (doblemente prescindible por excesos de lípidos), y apuntar algunas estampas que encontré revisando el Diario del Sureste del año de 1937, que aparecen de forma tangencial en los textos citados. Aquí los presento de forma íntegra. En el libro de Sheridan, se cuenta que Octavio Paz llegó a Mérida el 11 de marzo de 1937 “en un Electra X-V de la Compañía Mexicana de Aviación”, con el cual se llevaba dos días de viaje a escales del altiplano a la península de Yucatán. Para Sheridan:
Las razones que llevaban al joven Paz a Mérida son muchas y complejas: vocacionales e ideológicas, lo mismo que literarias y amorosas. Está a veinte días de su vigésimo tercer cumpleaños y ya había “roto con la familia”, aunque seguía viviendo con su madre. El abogado [su padre] había muerto justo un año antes y se antojaría que la fecha del viaje es azarosa: Paz habrá acompañado a su madre a la misa que cerraba el año de luto el día 8, para embarcarse el 9. Desaparecido quien podía disuadirlo o intimidarlo, abandona la Universidad cuando le falta solamente la materia de Derecho Mercantil para prestigiarse de abogado: un gesto elocuente de la gravedad con que ha asumido su vocación de poeta rebelde. Dejar la ciudad de México era la rúbrica de esas decisiones”.
Paz venía a Mérida a cumplir como poeta comprometido con la causa cardenista: sería el director de una escuela para niños proletarios, acompañando a su amigo Octavio Novaro, “Novarito”. Paz se sentía ahogado en la ciudad de México, y acepto el cargo que se le encomendaba. La palabra Yucatán sonaba en el oído del poeta, como “un caracol marino”, que:
[…] despertaba en mi imaginación resonancias a un tiempo físicas y mitológicas: un mar verde, una planicie calcárea recorrida por corrientes subterráneas como las venas de una mano y el prestigio inmenso de los mayas y su cultura”.
Y fue precisamente en esta Mérida del “caracol marino” donde el poeta se enteraría de la invitación que a iniciativa de Rafael Alberti, se le hizo para ser parte de la delegación mexicana en el Congreso de Valencia de los escritores antifascistas de 1937. Mientras estuvo en Mérida, el poeta, así como su amigo Octavio Novaro, tendrían cabida en las páginas del Diario del Sureste. Paz escribió una serie de textos que no pasaban de seis, pero en los pocos artículos, Paz daría una estampa de la situación política internacional, y de la Mérida que él conoció. El 16 de abril de 1937, el poeta del “No pasarán”, apareció en el Diario del Sureste unas “Palabras en la casa del Pueblo”, o fragmentos de la conversación que el poeta sostuvo en la velada de la Confederación de Ligas Gremiales el día 12 de abril. Paz respondía a lo que entendía por el “fachismo”: El fachismo es la opresión interior de los pueblos que lo sufren, es la “mecanización del hombre”, su mutilación, y “el criminal y sistemático despojo de lo humano, de lo libre y espontáneo en el hombre”. Paz veía la lucha contra el fascismo realizado en España, la causa de los proletarios de México, “Nuestra causa:
“En el fachismo español se hace visible el fachismo universal. España, así, es un ejemplo para nosotros, trabajadores mexicanos. Pero más que un ejemplo y que una advertencia, España es una causa. Una causa. Nuestra causa. La causa de ustedes, trabajadores de todo el mundo”.
La superficial fisonomía blanca de una sociedad
Sin embargo, para la historia local de Yucatán, lo que interesa de estos pocos artículos que señalan la presencia del poeta en la Península, fue uno que apareció el 29 de abril de 1937 en el mismo diario. Tenía por título la palabra “Notas”, y eran las impresiones de Paz sobre Mérida y Yucatán. Trabajemos en extenso este apunte cuasi etnográfico del joven poeta. Después de haber sido recibido por una “lenta oleada de aire caliente”, y dirigiéndose del aeropuerto a su hotel, cruzando una esquina de Mérida, al joven Paz se le presenta una “mestiza”, con la cual, más que presentársele literariamente a Paz Yucatán, se le presenta todo el peso de la historia: la presencia ubicua del mundo indígena hasta en la misma ciudad construida por los Montejo:
[…] no es la llama dulce del rebozo, ni la tranquila hermosura del hipil, lo que conmueve. Con este encuentro significativo me enfrento, por primera vez, a un hecho frecuente y diario en Yucatán: la presencia de lo indígena, su reiterada y siempre decisiva influencia en la vida social…Y aquí lo indígena no significa, precisamente, el caso de una cultura capaz de sub-vivir, precaria y angustiosamente, frente a lo occidental, sino de los rasgos perdurables y extraordinariamente vitales de una raza que tiñe e invade con su espíritu la superficial fisonomía blanca de una sociedad”.
Un hombre que vivió en Mérida, únicamente vio la presencia más constante: el henequén. Obviamente que el poeta se equivocaba: en Yucatán no solamente había henequén para 1937, en el sur y el oriente se daba lógicas productivas distintas al área henequenera. Sin embargo, esto es perdonable en un joven de 23 años que nunca salió más allá de las inmediaciones meridanas, donde el henequén era la segunda presencia ubicua después de la presencia indígena; perdonable para él, pero no para la miríada de “henequenólogos” que vendrían a hablar de Yucatán, hasta bien entrado el siglo XXI, como si tal pareciera que en Yucatán sólo existía el henequén. Pero en la región de Mérida, el henequén era la constante, un monocultivo que había dañado mucho a las estructuras económicas de la población campesina del noroeste yucateco:
“Hay una palabra que dice por sí sola todo lo que hay y todo lo que es Yucatán: henequén. La vida de la península, de la ciudad. La muerte, también, de muchos campesinos pobres, de colectividades enteras, de indígenas”.
Yo dudaría demasiado de lo que Paz asentía en estas líneas:
El monocultivo, que ha hecho de Yucatán una región con características propias, ha dado a la clase campesina, junto al despojo y al hambre, cohesión nacional y racial, sentido de su destino”.
Me pregunto, ¿a qué sentido se refería el joven Paz? El sentido de la muerte, del hambre y del oprobio, tal vez. Sin embargo, refrendo esta siguiente aseveración del poeta:
La única originalidad verdadera, la única riqueza expresiva con valor y alcance humano y nacional (típico, digamos, para emplear la palabra) es la que imprime lo maya a la población. El idioma y las costumbres, el acento autónomo, en suma, (si tiene verdaderamente, un acento nacional Yucatán, y no es, simplemente, un matiz, todo lo singular que se quiera, de la Nación mexicana) es maya. Y lo maya es, justamente, aquello que con mayor horror rechazan los grandes explotadores feudales”.
Incluso la ciudad misma, Mérida, tenía al henequén como centro de su nivel. Y en Mérida y sus palacios de la avenida Montejo, “La muerte de los campesinos” estaba y está presente en sus construcciones: “Se cumple aquí, como en todo régimen capitalista, aquello de que el hombre vive a costa de la muerte del hombre”.
“Pero esta gente, tan cuidadosa de la pureza”: La estructura de castas del Yucatán de 1937
La nota tercera del artículo de Paz, creo que es la más interesante, por el hecho de que habla de la arquitectura de castas de Mérida y la influencia unánime del maya en la estructura social. Termino este artículo sobre Octavio Paz en Yucatán, transcribiendo en extenso esta importante nota tercera del poeta:
Al pasar los días se descubre, fácilmente, la composición social de la ciudad. No sólo hay clases divididas por la miseria y la servidumbre, sino que existe toda una orgullosa arquitectura de castas, impenetrable y rígida. No es nada más la pobreza de la ropa, como en Europa, ni la limpieza, todos prodigiosamente albean de pulcros, lo que distingue a los hombres entre sí, sino el traje mismo, su composición y corte. Pero no es la ropa, ni la cultura, lo que separa verdaderamente a los hombres, sino las ganancias. Familias poderosas, con espíritu de casta (maravillosas familias criollas que hablan con entusiasmo del racismo alemán) y que inmemorialmente rehúsan toda mezcla de sangre, presiden orgullosamente la vida “exclusiva” en la sociedad. Pero esta gente, tan cuidadosa de la pureza, (tradicionalmente descastados) habla el idioma maya. Las necesidades del tráfico los obliga a usar el mismo lenguaje que hablan aquellos a quienes explotan y rechazan. Pero no sólo es el idioma.
Todo el subsuelo, social, diríamos, está profundamente penetrado de lo maya: en todos los aspectos de la vida brota de pronto: en una costumbre tierna, en un gesto cuyo origen se desconoce, en la predilección por un color o por una forma. El gusto, la suma de aficiones y repulsiones, en lo que tienen de más afinado y genuinamente aristocrático, es maya. La dulzura del trato, la sensibilidad, la amabilidad, la cortesía pulcra y fácil, es maya. Parece que de la grandeza española esta gente (no la clase media, que, a pesar de todo, conserva, como en todo el país, un contenido y sobrio decoro, a punto siempre de naufragar) sólo heredó la rigidez, la dureza…Hay días en que todo, por un instante, se desploma; toda ciudad se despoja de su máscara y, desnuda, deja ver sus vivas entrañas, valientes y calladas: los grandes días de la vida en la calle; y de los mítines. Hay días en los que el campo recobra la ciudad: indígenas y mestizos le dan a Mérida entonces su verdadero carácter. La blanca ciudad se vuelve más blanca aún. Los trabajadores le dan sentido, la dignifican, muestran lo verdadero.