En las elecciones de Othón P. Blanco, Morena traiciona las razones del partido y el legado de su líder, Andrés Manuel López Obrador.
Y es que el fundador de Morena y hoy Presidente de México fue víctima, al menos dos veces, de fraude electoral.
En 1988, López Obrador rompió con el PRI luego de que su partido no lo postuló para la gubernatura de Tabasco y se fue al entonces Frente Democrático Nacional, antecedente del PRD. En esos tiempos de la prehistoria electoral, la maquinaria priista le pasó por encima al de Macuspana con todo tipo de prácticas ilegales.
Seis años más tarde hizo un segundo intento, ahora ya por el PRD. Volvió a perder, pero López Obrador logró probar con decenas de cajas de documentos el tamaño del fraude perpetrado por el priista Roberto Madrazo.
Por supuesto, que permanece en la memoria colectiva lo ocurrido en las elecciones presidenciales de 2006, en la que por menos de un punto el panista Felipe Calderón se impuso al tabasqueño. Si bien las leyes electorales ya dotaban de candados contra el fraude, se trató de una contienda muy cerrada que no hizo creíbles de los resultados oficiales.
Como en los ochentas
El 2 de junio de 2024, hubo un claro fraude en Othón P. Blanco. Se echaron mano de prácticas de los años ochenta para que la morenista Yensunni Martínez se reeligiera en el cargo.
No aplica la máxima calderonista de que Yensunni ganó “haiga sido como haiga sido”. Las evidencias del fraude, al estilo del viejo PRI, son rotundas.
El morenismo no puede levantar una victoria como la que ahora presume en la capital de Quintana Roo.
¿Y el legado?
Con la falsa victoria que Morena pretende ceñirse en Othón P. Blanco, no solo se burla de los capitalinos, sino que además degrada el legado de López Obrador. Es algo así como si los zapatistas promovieran latifundios; los juaristas, el injerencismo; o los maderistas, la reelección.
Por supuesto, Morena no puede abanderar el fraude electoral.