Eliana Cárdenas Méndez[1]
Esta mañana, antes de partir, mató a los dos perros, a cada uno le pegó un tiro en medio de los ojos. Eran viejos, es verdad, muy viejos y estaban enfermos; dos animales que llegaron a nuestra casa sin estarlos buscando: al primero lo recibió en la puerta de la casa acosada, ya a punto de subirse a la camioneta destartalada donde llevaba unas botellas de plástico llenas de piedras para espantar a los pájaros que planeaban sobre su milpa raquítica; por fin había llovido y todos tenían ilusión de tortillas, el pueblo tenía hambre, pero los animales también y la pelea contra ellos era con ruidos, gritos, manotazos y un muñeco con un sombrero y un paliacate que de poco servía, siempre lo dejaban cagado y picoteado, por eso ella tenía que darse a la tarea.
Toby, le pusimos, tenía un lindo pelo color canela y unos ojos negros brillantes, como dos canicas, y una trompa que hablaba de su linaje Bóxer; el cuerpo, sin embargo, no correspondía a su cabeza; era de patas cortas y cuando se tendía en las tardes de calor boca abajo con las patas hacia atrás, parecía una rana, así le pusimos, de hecho, el perro-rana.
A la otra la dejaron de visita y no volvieron por ella; mi madre la recibió porque sus dueños la habían encontrado en una caja cuando apenas era una cachorra; hervía de garrapatas y tenía la panza hinchada de parásitos y ellos la salvaron, consideramos que ese sería el inicio de un amor para siempre, nunca pensó que nos la endilgarían a mansalva. Todavía los recordamos orgullosos cuando a los cuatro meses de haberla rescatado le notaron el linaje, la clase; sin duda tenía un antepasado Dálmata. Era de patas largas con unas manchas negras que se traslucían deslavadas en el blanco pelo hirsuto. La adiestraron, con indicaciones en francés, para atrapar pelotas de tenis en el aire, pero en casa, a falta de pelotas, atrapaba palomas en pleno vuelo. Le habían puesto Jacky, por su porte, como el de la mujer de JFK, el presidente más amado de la Unión Americana. Todo en ella indicaba cierta clase, por eso cuando la dejaron en casa por unos días, nunca pensamos que la fueran a abandonar, pero sí, sin ninguna explicación, sus dueños la dejaron en nuestra casa y no regresaron.
Mientras tanto, ella se quedó mirando por la reja que daba a la calle, durante varias semanas y después adoptó un estado de alerta permanente, miraba con desconfianza y maltrataba a Toby que era todo amor; una prueba de su docilidad es que a cada ataque suyo se entregaba de inmediato ofreciendo su cuello para el sacrificio; supongo que Jacky no lo mató porque no era un rival digno de un perro como ella; nuestro perro-rana era perezoso y mimado y se entregaba sin réplica a las furias súbitas de esa perra arribista y alzada; él, a falta de clase, tenía de sobra lo que le faltaba a ella, confianza, por eso, aún con las orejas mordidas y sangrantes, se rendía pronto; su mansedumbre era su manera eficaz de dirimir cualquier conflicto. Ella en cambio, irritable, sin tener en quién descargar, había desarrollado una alergia que después se convirtió en un cáncer de piel que mi madre cuidaba con esmero, pero siempre maldiciendo. Todo mejoraba cuando la llevábamos al mar, nadaba como un verdadero delfín, daba vueltas en círculo, cabalgaba sobre las olas como un caballo de paso; en esos momentos todos éramos felices.
-Deberíamos dejarla viviendo aquí, a esa perra solo le faltan escamas, llegó a declarar mi madre en varias ocasiones.
Ahora pienso que quizá sí, debió nacer en el agua, porque cuando ponía las patas en la tierra se irritaba de nuevo; después venían los tumores y las quimioterapias, y ella, mi madre, diligente siempre, pero maldiciendo siempre, la curaba; asumo que de esa manera se defendía ella misma de las chamizas de un dolor antiguo y renovado siempre, que le impedía abandonar esa perra a la buena de Dios.
Esos canes llegaron cuando yo tenía 12 años y esta mañana cayó uno detrás del otro. Yo no dije nada, no tuve tiempo.
II
No sé cuál es la diferencia entre este asesinato y el del brahmán rojo, el semental que compró con la ilusión de abandonar la milpa que ya no daba. Llevábamos como cuatro años mirando hacia el cielo cruzado por nubecitas blancas que pasaban rápidas y disimuladas durante todo el día y se esparcían en las noches plenas de los intensos veranos, en un azul profundo plagado de estrellas, pero ni una gota de agua y así veíamos morir hileras de maíz: primero se pigmentaban las hojas de un color amarillento, después se enroscaban y luego caía el tallo desmayado; no había nada que hacer, ni una gota de lluvia, aun así, si acaso alguna planta había alcanzado a dar una breve mazorca, pocas veces alcanzábamos a cosecharla por el asedio de los tlacuaches que siempre llegaron primero.
Salimos del letargo de ese implacable verano, la tarde en que se formó aquélla polvareda y empezó a llover; con las primeras gotas germinaron las huertas y hasta los geranios en las macetas florecieron y alcanzamos a percibir su aroma, pero después, sin más y sin preludio, se descargó la granizada, trozos de hielo que acabaron con las calabazas, los tomates, el maíz y después como ráfagas de ametralladora cayeron sobre el platanal que ella había cultivado a punta de cubetas de agua. Después siguió la tormenta que partió la carretera y nos quedamos incomunicados, inundados y muertos de la sed porque el granizo perforó las tuberías y los tinacos del agua.
La ilusión de los pastizales y el ganado la entretuvieron y allí llegó Jacinto; qué maravilloso ejemplar: orejón, de piel suave, que bellos ojos tenía, todo en él era hermoso; lo único que nos desconcertaba era un pene más largo de lo habitual en un toro, era una suerte de tentáculo que salía a pastar con él; parecía que tenía independencia de su voluntad y del resto de su cuerpo, sus erecciones lo obligaban a saltar y llevarse por delante los cercos de alambre de púas que muchas veces le desgarraron el pecho; pero después de montar a veces 20 vacas en un día, regresaba apacible y más hermoso. De esta manera, casi todas las crías de la comarca, estaban emparentadas con nuestro Jacinto.
Un día estando unas vacas en celo, en el potrero vecino, se brincó todas las trancas y atravesó raudo los sembradíos para darles alcance, mi madre corrió a impedirlo, todo menos un incesto entre vacas porque se degeneraría la raza y en la pureza de sus animales tenía todas sus apuestas. El animal acuciado por su vigor sexual y perseguido por el correteo de los trabajadores, entró a la huerta arrastrando el pene que quedó atrapado en el plantío de chaya punzante. En su sufrimiento y agonía su pene llegó a tener veinte centímetros de diámetro, ningún veterinario pudo con aquello, esa pija con vida propia parecía un puercoespín.
Hasta allí llegó el sueño de ganadería, nada había por hacer, el animal tendido en los pastizales secos estuvo bramando durante cinco días con sus noches, nada qué hacer. Después de mucho llorar, mi madre se levantó y fue directo hasta el pobre animal atribulado y en medio de los ojos le soltó dos tiros. Cuando dejó de llorar se fue hasta el rastro donde los trabajadores estaban destazando a Jacinto y gritó resuelta:
– ¡Solo déjenme una pierna!
Después, diligente, hizo bolsitas de un kilo, se subió a la carreta y fue de casa en casa y las entregó a todos los ancianos de la comunidad que se habían quedado solos, con los ojos tiesos de tanto a mirar desde sus ranchos el horizonte y ese cielo azul profundo y mezquino.
Ahora se ha ido en su camioneta destartalada con los dos perros muertos en el volquete, quizá los tire en algún pastizal, quizá los entierre y después caiga de bruces sobre la tierra seca; quizá con ese sacrificio caiga un poco de lluvia, solo un poco de lluvia.
[1] Profesora-Investigadora, Departamento de Humanidades y Lenguas de la Universidad de Quintana Roo.