Agustín Labrada
Desde Pinar del Río hasta Guantánamo, del estilo más tradicional a la estética posmoderna, desde testimonios costumbristas que rozan la oralidad hasta fabulaciones fantásticas, con tintes universales, se extiende el mapa de la antología De Cuba te cuento, cuyo latido épico es también el mapa espiritual de una isla.
Nunca antes en la historia de las selecciones antológicas narrativas cubanas se obró en su elaboración con tanta democracia literaria, pues por regla general han estado ceñidas a criterios muy concisos: generacionales, temáticos, estilísticos…, y organizadas desde una visión habanocéntrica, algo indiferente hacia el interior del país.
Aunque pocas de esas antologías han tenido (afortunadamente) un mal acabado artístico, sí resultan fragmentarias, como fotos que se aíslan de un entorno mayor, y ha sido ésa la clásica imagen del cuento cubano ante lectores del mundo. Esta vez se amplía la lente y afloran otras voces que permanecían en la marginación y el silencio.
El modo de seleccionar a los autores me recuerda una experiencia crucial de la infancia. Juan González y Larry Javier eligieron por cada provincia un autor relevante, otro medianamente conocido y un tercero desconocido. A los niños de mi generación nos correspondían tres juguetes al año: uno básico, uno adicional y uno dirigido.
La diferencia entre cuentos y juguetes radica en que los juguetes dirigidos eran de dudosa calidad, y que algunas narraciones de estos autores inéditos sorprenden por su inteligente articulación narrativa y su enfoque que aspira a ser original, lo que no siempre ocurre aquí con muestras de ciertos escritores relevantes.
Hacia 1899, Esteban Borrero Echeverría publicó el primer libro de cuentos de la literatura cubana, aunque para algunos entusiastas determinados fragmentos narrativos del alucinante diario escrito por el almirante Cristóbal Colón, en un ingenuo y espontáneo realismo mágico, contienen los primeros gérmenes de esa cuentística.
Al margen de modas y gustos, de alternativas editoriales y tendencias críticas, hoy se sigue escribiendo lo mismo con la estructura dramática fundamentada por Edgar Allan Poe que con argumentos fragmentados, desnudos de centros, experimentales. Entre ambas opciones, se abre un gran mosaico de formas y modos para esa escritura.
Miradas múltiples sobre múltiples realidades convergen en estas páginas en ficciones neobarrocas, imaginarios de lo real maravilloso, relatos de corte fantástico, recreaciones del absurdo, proximidades a la imagen poética y el ensayo, historias emparentadas con el periodismo, realismo costumbrista, segmentos posmodernos…
En esa mixtura de estilos e ideologías, los temas, los asuntos y los contextos son también variados y ofrecen al lector, ese cómplice que parece extinguirse en la aldea globalizada, un paisaje más pleno de nuestra insularidad y sus nexos literarios y culturales con las tradiciones hispanoamericanas y el universo contemporáneo.
La soledad, el amor, la muerte, el dolor, el placer, el sueño, la búsqueda, la violencia, la transgresión, la ética… son temas universales que se asientan en esta antología estructurados en historias de diversos matices y escenarios, con personajes de todas las edades, de la cotidianeidad y la fantasía, de la historia y la literatura.
Lúdica es esta selección, aun cuando en los cuentos se aborden conflictos dolorosos de ámbitos que parecen inocentes, como en el texto fabulado por Javier Negrín “Todos y cada uno”, donde —con una estructura semejante a un reportaje sin acotaciones— estudiantes de una escuela en el campo testimonian el lado oscuro de su experiencia.
Gozosa, transgresora y al mismo tiempo cotidiana resulta la anécdota concebida por Jesús Curbelo en “Diez minutos de parada”, donde únicamente parodia el título azoriniano y relata un enfebrecido combate sexual en el interior del baño en un tren que atraviesa el país, la elasticidad de las emociones, los comportamientos sin prejuicios.
La órbita gay está representada en el trabajo de José Félix León “Narciso y un espejo”; los reacomodos sociales que ha traído el periodo especial en “Naufragio”, de Lourdes González; el vacío eternizado en “Nada”, de Leonardo Padura; el divertimento de apariencia fílmica en “El caso de Eustaquia y Filomena”, de Gustavo Eguren.
En “La propiedad del sol”, Francisco López Sacha despliega una emotiva historia centrada en un personaje singular: un soldado que protege la frontera frente a la Base Naval de Guantánamo, y desea ser artista plástico. Narrada con intenso lirismo, dentro de una verosimilitud poética, se ramifica entre sublimes reflexiones.
Rafael Vilches recurre al fluir de la conciencia, el monólogo interior de origen joyceano para relatar las confesiones de un ser ambiguo, moribundo o próximo a morir fusilado, que —en forma relampagueante— rememora y analiza su vida, entre sombras, desde un discurso desesperado, inconexo, aunque entendible y humanísimo.
Dos cuentos de distinta estirpe y efectos dramáticos son “Paralelismo de una aberración justificada”, de Jesús Candelario, e “Ídolos”, de Iván Darias, pero en ambos, se manejan la semejanza entre antihéroes —unos alegóricos, otros realistas— que no se mezclan, aunque comparten los mismos contornos: la casa y la ciudad.
Con humor malvado y fino ingenio, Guillermo Vidal rescata un fresco de la sexualidad cubana en geografías pueblerinas mediante el texto “Las polluelas”, en voz de un protagonista adolescente y con economía retórica. Por su parte, Antón Arrufat encuentra, en “Un fantoche”, la magia seductora del costumbrismo habanero.
También con brevedad, Luis Rafael dibuja en “Servicio militar” las tensiones entre el sentido común, los instintos humanos y los esquemas preestablecidos por la ley, mientras que Charo Guerra describe —entre referentes culturales— una especie de fuga, donde la crítica emerge subjetiva y a modo de parábola, en “Escenas del hastío”.
Mientras que Javier Marimón se laberintiza entre afluentes posmodernos, a través de “La carpa”, Enrique González aborda con sarcasmo (en un realismo lineal) una desparpajada tertulia, y Julio Jiménez con “Club de solteros” hace la crónica erotizante y a su vez angustiosa del viaje en un transporte urbano de Santiago de Cuba.
Redondean este conjunto obras de Amir Valle, Aida Bahr, Andrés Casanova, Omar Felipe Mauri, Ana Luz García, Manuel García Verdecia, José Ramón Fajardo, Alberto Garrido, entre otros, en las cuales se urden o se desnudan interesantes parcelas desde perspectivas no siempre canónicas y bajo el signo creciente de la variedad.
La historia que escribe Glevys Coro, “La fiebre”, termina cuando algunos gringos descubren a los protagonistas muertos y uno de ellos dice: “Latinos, la pasión los mata”; y así, con mucha pasión latina, están tejidos estos relatos en un espectro que incluye la muerte como parte de la vida y la vida como figuración del caos y el sueño.
Lo cubano, más allá del color local que predomina en algunas de las cuarenta narraciones incluidas, está enraizado en códigos sublimes y profundos, incluso cuando los sucesos fluyen en otros espacios geohistóricos y los personajes se articulan como símbolos. Imágenes disímiles integran, pues, el mítico rostro de la cubanía.
Dos aciertos en estos relatos, sin ahondar en el oficio con que se cuenten, son la recreación de orbes periféricos —tanto escenarios y situaciones como personajes que exponen su dualidad manifestada en ideas y actos— y la desmitificación de utopías con amplio escepticismo, relectura crítica y mirada irónica sobre la historia.
En fin, que estos autores y sus trabajos narrativos se integran o se afianzan (según el caso) a ese jardín en expansión que son las letras cubanas —escritas en la isla y en muchas partes del mundo— cuando entramos a un nuevo milenio, y lo hacen (en su mayoría) con poder imaginativo, dones de belleza y voluntad creadora.
Los editores de Plaza Mayor aspiran a que la antología pueble los abismos generados por limitaciones promocionales en torno a esta cuentística. Ojalá y muchas de las narraciones que llenan el libro perduren con luz en sus memorias, como perduran en la mía aquellos juguetes de la infancia.