Agustín Labrada
…que el dolor no me sea indiferente…
León Gieco
Aunque tenga nombre de santo, nunca he creído en Dios. Nací el día de San Agustín y mi madre tomó el nombre del santoral católico sin preguntarme. A las cinco de la tarde, me vistieron de rojo y me cortaron las uñas para ser enterradas bajo un arbusto de rosas. Eso me destinaría, dijeron voces que nunca escuché, a ser músico o poeta.
Mi madre decía que el color rojo era un homenaje a San Lázaro, pero en la santería afrocubana, donde San Lázaro se sincretiza con Babalú Ayé, se simboliza con el color morado y el rojo pertenece a Changó o Santa Bárbara. Aún me gusta el color rojo, más allá de reminiscencias yorubas, más allá de su uso por el imperio soviético.
No fui bautizado por la Iglesia. Dos novios, que en ese viernes de agosto se erigieron como padrinos, rezaron unas mal aprendidas oraciones en el patio de mi casa y meses después, cuando los reclutó el partido comunista, rehuyeron del incidente hasta esfumarse. Mi madre creía en Dios, pero no recuerdo que visitara algún templo.
A los tres años, acudí con mi padre por primera vez a una ceremonia religiosa. Era un velorio de haitianos en una aldea próxima al río Cauto. Únicamente mi memoria salva imágenes confusas de negros que bailaban con filosos machetes y bebían aguardiente. Recuerdo también a una anciana que, intocable, caminó entre las avispas.
Desde esa fiesta de la muerte, derivada del vudú, con sus rezos indescifrables en creole, le temí a todas las manifestaciones donde se invocara a los dioses, fueran paganos, católicos, hindúes…; y así fui creciendo en Holguín, una ciudad que tradicionalmente fue inconstante en el culto oficial y sin mucho arraigo de raíz africana.
Mi madre no insistió en formarme como religioso, tal vez porque temía por mi suerte al ver cómo en la escuela marginaban a los niños que eran católicos y Testigos de Jehová, y por los rumores oscuros sobre campos de concentración, donde habían condenado a labores forzadas a los jóvenes creyentes, en las llanuras de Camagüey.
Creciendo seguí a tono con la propaganda marxista, ateo-ateo, mientras mi abuela ponía con discreción, en un recodo, una imagen de la Virgen de la Caridad con sus pescadores; y en las aulas hablaban del origen científico del mundo, de la hipocresía de la Iglesia Católica y sus nexos con el poder para engañar a las muchedumbres.
Los Testigos de Jehová no dejaban de hostigar con sus sermones de puerta en puerta y, a su vez, la ideología reinante atacaba con un dejo de burla las narraciones fantasiosas de la Biblia. Nadie pudo caminar sobre las aguas sin hundirse, nadie regresa de entre los muertos como Lázaro, nadie puede crear el mundo en siete días…
Los maestros, enfáticos, recordaban que el cosmonauta Yuri Gagarin, cuando estuvo en el espacio, nunca pudo ver a Dios, y que, en nombre de ese dios, los europeos extinguieron a miles de indígenas en América, la Santa Inquisición puso a los infieles en hogueras, los fanáticos desataron una tempestad de sangre con las cruzadas…
Enfermo por una indigestión de guayabas, mi abuela decidió no llevarme al hospital. Fuimos a la casa de un hechicero, don Rafael Ángel, a quien todos le debían algún milagro. Vi vibrar sus dedos temblorosos y envejecidos unos instantes sobre mi vientre (sin tocarlo), mientras se tragaba las frases intraducibles de una extraña oración.
Aunque el acto se interrumpió por voces de unas mujeres que cruzaban la calle rumbo al carnaval, me curé sin probar medicinas, y luego estuve muchas tardes pensando en ir a pedirle al hechicero que me inventara una bicicleta, una veinticuatro o una veintiséis, roja, para escapar sobre ella hacia el río Matamoros o la villa blanca de Gibara.
Siempre que repartían los tickets, una vez al año, para tener derecho a adquirir tres juguetes, me tocaba un número tan alto que apenas quedaban despojos en las tiendas. La bicicleta fue un sueño que vino a cristalizarse, veinte años después, cuando la humanidad dijo “basta” —dada la ausencia de autobuses en Cuba— y echó a pedalear.
Sin bicicleta y sumido en la publicidad antirreligiosa, crecí aceptando la teoría de la evolución de las especies, el destino común que se acaba en la muerte, el materialismo dialectico, el materialismo histórico, las bondades de los héroes socialistas, la utopía del comunismo, los diecisiete instantes de una primavera…
De vacaciones en el campo, me fui solo a un río. Por el camino, iba fabulando los misterios del número trece. Era un martes trece y yo tenía trece años. Nadé sin pensar en el tiempo y, de pronto, el cielo comenzó a ennegrecer hasta desatarse en lluvias. Salí del agua asustado y ante mis ojos un rayo partió en dos una palma real.
El aguacero, cada vez más oscuro, volvía invisible el paisaje. Corrí entre la hierba y otro rayo cayó sobre un buey. Intenté protegerme bajo un algarrobo y un tercer rayo ardió entre sus ramas. No había más árboles cerca, sólo un largo potrero. Recordé una clase de Física y seguí la sugerencia de tenderme en el suelo para no atraer a los rayos.
Cientos de truenos se escuchaban en el infinito. Tuve tanto miedo que grité desamparado: “¡Dios mío!”, y no hubo señas en el aire. Quise rezar como hacía mi mamá contra las pesadillas, pero sólo atiné a decir la versión de los muchachos del barrio: “Padre nuestro que estás en las lomas, / con una escopeta cazando palomas…”
A mis dieciocho años, cuando estuve algo triste, mi madre me llevó a ver a una espiritista en la aldea de Las Calabazas. La espiritista colocó sobre la mesa una botella de agua sagrada, aunque en sus bordes sobrevivían fragmentos de una etiqueta de ron. Me hizo preguntas sin cuerpo mientras giraba la botella y leía en su transparencia.
Me recomendó que bebiera en ayunas, durante nueve días, agua de coco para zafar el “amarre” de una mujer; y añadió, en tono profético, que no pasaría el servicio militar, que iba a involucrarme en la creación artística y viajaría a un puerto muy distante. Me santiguó con ramas olorosas y vimos caer la lluvia sobre blancas sábanas.
Todo estaba listo para que me llevaran a la guerra de Angola. Hasta estuve recluido durante una semana y me raparon como a un reo. Finalmente, me permitieron volver a casa. La siquiatra dijo que a causa de mi ansiedad no debía usar armas de fuego. Muchos de aquellos jóvenes que se fueron regresaron a la isla en ataúdes.
Me vi de pronto escribiendo poemas, mandé una selección de ellos a un concurso literario y gané. El premio fue un viaje a Bulgaria a un festival juvenil de la amistad, a orillas del mar Negro. Se cristalizaban así, en pocos años, las profecías de la espiritista, que no invocó en sus rituales a ningún dios, pero sí a un raro poder.
El viaje fue tan largo como atravesar todo el Atlántico y media Europa para aterrizar en un país lleno de flores, y allí, en una de esas tardes libres, me fui a beber con unos cubanos que desde hacía tiempo estudiaban en Varna. Entre cervezas rojas y espumosas, la conversación subía a ritmo de nostalgia hasta que uno de ellos gritó:
—¡Ahí vienen los vietnamitas!
—¿Y qué? —pregunté indiferente.
—Que les debemos dinero. ¡Corre, coño!
Una nube densa de vietnamitas corría detrás de nosotros. Si hubiéramos sido discípulos de Bruce Lee no habría amenaza, pero apenas alcanzamos el ímpetu de Alberto Juantorena en esa huida. Venir de tan lejos a morir en manos de unos asiáticos haraganes. Cruzamos el mercado y nos confundimos con los vendedores de rosas.
Vimos allí a una gitana que leía el destino en las manos, me miró y, al hacerlo, sentí una especie de corrientazo por todo el cuerpo. Seguimos corriendo y entramos en una suerte de túnel que culminaba en una reja. Uno de los muchachos dio una patada fílmica y se lastimó su pie derecho, el otro pudo abrir el candado con una navaja.
“Son de pinga esos enanos pandilleros”, dijo Adalberto y guardó tembloroso su navaja. Cada uno se fue hacia rutas diferentes, yo me escondí detrás de unos botes de basura y los vietnamitas siguieron de largo, como un huracán amarillo. Cuando alcancé la calle, en la acera de enfrente estaba la gitana, con sus ojos grises, desafiantes.
¿Fue un azar esta coincidencia con las predicciones de la espiritista? Sí, no tengo otra respuesta y ningún esoterismo me convence con otra confusión. Si uno tiene su rumbo predestinado, ¿para qué entonces erigir alguna meta, un rastro de horizonte? Si el dios que sea busca la perfección, ¿por qué suelen reiterarse las tragedias?
A los diecinueve años de edad, en Manzanillo, entré por primera vez en una iglesia. Una muchacha (de rodillas) rezaba, entre lágrimas, ante la imagen de Cristo. Todo era silencio y tuve la sensación de estar en un camposanto o una cárcel. Pensé que iban a ahogarme esas paredes, salí a la calle y una luna preciosa inundaba la bahía.
En Nicaragua, hacia 1988, asistí a una misa en la iglesia de Santa María de los Ángeles. El padre, acompañado por un grupo musical, mezclaba su discurso católico con la ideología sandinista. Casi sin percatarme, me vi tomado de la mano en un coro religioso y luego en una fila para recibir la ostia. ¿Qué sentido tendría aquel teatro?
Al borde de las carreteras, pude ver grandes vallas con letras a colores que “decían” en nombre del Papa: “Este pueblo tiene hambre y sed de Dios.” En las afueras de las iglesias y las catedrales, decenas y decenas de mendigos pedían limosna, desolados y sin ninguna esperanza, mientras adentro se predicaba el amor al prójimo.
Esa misma desolación se hizo casi masiva cuando, al derrumbarse el bloque socialista europeo, Cuba entró en un abismo nombrado “Periodo Especial”, y con el miedo y la desesperanza salieron de las grietas todas las religiones inimaginables en una isla comunista. En ellas, la gente puso su fe, sus deseos, su desesperación como un ladrido.
Era como un retorno violento a la comunidad primitiva, donde los cavernícolas, ante la incertidumbre y el peligro, como techo inventaron las primeras deidades; fue como aferrarse al último madero del naufragio, y ningún dogma pudo detener esa estampida, la reivindicación de lo mágico, la certeza de la pequeñez humana…
El ateo que aún soy ¿cómo puede cuestionar creencias ajenas si en mi propia familia tengo primos que pertenecen a la Iglesia Ortodoxa Griega, otro primo es un líder de los Testigos de Jehová, y mi hermana es practicante de la santería, oriunda de Nigeria y más afín —debido a la humanización de los orishas— con mi universo íntimo?
El mundo tiende a globalizarse, pero también se fragmenta, y en esa fragmentación dolorosa cada individuo —hecho a imagen y semejanza de Dios— elige su búsqueda estéril de la justicia y de la paz, esa ilusión que sostiene a la pobre humanidad desde que los brujos de la tribu impusieron su hegemonía sobre las multitudes.
Ni Zeus ni Alá ni Yahveh ni el entramado disímil de deidades que anuda a la Tierra han impedido que el hombre siga siendo enemigo del hombre, que como el humo se infiltre la infelicidad en un planeta condenado a morir, que flote el mismo miedo con que los ancestros miraron los relámpagos y las manadas delirantes de bisontes.