Agustín Labrada
La noticia me dejó mudo y, bajo ese impacto, quise convencerme de que se trataba de una broma cruel, de algo que no tiene sentido, y que Alejandro Fonseca Carralero seguía en Miami escribiendo sus magníficos poemas de madurez y usando su lengua sin sombras, su honda sinceridad para explicarse el mundo, para entender lo humano y trascenderlo.
Nos habíamos visto meses atrás, a mediados de 2014. Él fue a mi recital de poesía organizado por Manny López en Akuara Teatro, yo fui a la presentación de su libro “Golpe en la sombra” en “La otra esquina de las palabras”. Compartimos con muchos amigos en el Café Demetrio y luego en su apartamento, en una euforia muy lejana de esta sorpresiva muerte.
Alex y su mujer, la actriz holguinera Maricela del Carmen Espinosa, fueron sumamente hospitalarios y amables conmigo y, en el cauce de mis cervezas Guinness y de las limonadas y refrescos de Alejandro, rememoramos los viejos días de Holguín, la gente querida que vive dispersa en tantas latitudes, los sueños remotos, la ciudad y sus parques.
Yo era un muchacho y trabajaba en una fábrica y conocí a Alex porque él trabajaba en la fábrica de enfrente y nos hicimos “socios”, tenía diez años más que yo y prestigio como escritor. De Alex tuve mi primera influencia literaria, también la alcohólica. Desde “Bajo un cielo tan amplio”, que leí como libro inédito, su poesía fue siempre espléndida.
En ese tiempo, publicaron mi nombre y mi dirección en una revista de Europa del Este y comenzaron a llegarme cartas desde todos los rincones de la Unión Soviética. Alex me presentó entonces a Delfín Prats, quien me tradujo del ruso unas veinte cartas y me presentó a Alejandro Querejeta, y así me fui insertando en el grupo literario de Holguín.
Querejeta, a quien apodamos “El Maestro” y tenía más formación y experiencia que nosotros, nos indicaba las lecturas, corregía nuestros poemas, nos dio consejos y, a veces, regaños, como un padre, cuando nos excedíamos en la bohemia. Querejeta creó el Premio de la Ciudad, que Alex obtuvo en 1986 y yo en 1987, las dos primeras ediciones.
Alex, Delfín Prats, Orlando Coré, Carlos Jesús García, Luis Caiséss, Juan Siam, Belkys Méndez, Gilberto González Seik, Lourdes González, José Poveda, Andrés Bandera, Eugenio Marrón, Elena Guarch, Fidel González Lazo, Lalita Curbelo, Alfredo Saínz… y una pandilla más extensa (de distintas generaciones) participamos en aquella aventura.
Con Querejeta, se logró la grabación del disco “Un lugar para la poesía” en 1986. Ahí quedaron nuestras voces eternizadas como quedó la de Alex en otro disco que grabó en solitario en Florida y difundí en mi programa radiofónico “Una puerta al mar” para oyentes del sur de México, el norte de Belice y Guatemala, y navegantes del Caribe.
Era Alex un lector profundo. Había leído más que muchos académicos y que la mayoría de los funcionarios culturales, encontró un estilo para escribir, una voz. Sus líneas temáticas siempre tuvieron matices autobiográficos y cuando abordaba algún asunto relacionado con la Historia o con el arte, ese asunto había sido interiorizado como propio.
En nuestras conversaciones, muchas de ellas con la participación de nuestro amigo Carlín, encontramos que hubo ciertas vivencias análogas, circunstancias familiares o de azar o destino semejantes, una empatía. Alex era tan sincero que a veces podía herir. Me he sorprendido en la misma actitud y no me arrepiento, aunque se cierren algunas puertas.
Alex dejó de beber a tiempo, se deshizo del universo fabril y se casó con Maricela. Ello trajo mucha estabilidad a su vida, una estabilidad que fue creciendo tras su éxodo a Miami, donde —gracias a sus habilidades manuales y su optimismo— obtuvo un confort que le permitió escribir y publicar libros donde se reflejan maestría, hondura y sensibilidad.
Alex me acogió en su apartamento de Miami con la misma generosidad que lo hizo siempre en su casa holguinera de la calle Prado, junto al río “Marañón”. Allí dormí mi última noche en Florida y desde allí le hablamos por teléfono a Carlos Jesús (Carlín), en Texas, mientras diluviaba y Maricela subía al Facebook las fotos del pasado día.
La tecnología no es diabólica, depende del uso que se le dé, y esta vez, gracias a ella, y en especial al Facebook, los amigos y familiares de Alex, tan diseminados por el orbe y algunos muy distantes de casa, hemos podido testimoniar, aunque sea de modo fragmentario, lo importante que ha sido y es Alejandro Fonseca Carralero en nuestras vidas.
Muchos lo llamaban Alex Papagayo. Pablo Armando Fernández, antes de conocerlo, pensó que se trataba de un poeta de orígenes griegos, pero no es más que un apodo ganado de niño cuando él y su hermano confeccionaban y vendían esos pequeños papalotes que llaman papagayos y flotan contra el viento de la primavera en Cuba.
Mi hijo se llama como él y como Alejandro Querejeta y también le decimos Alex. Mi hijo me vio llorar por la muerte de un amigo que nunca conoció como Alex Papayo tampoco conoció la playa de Tulum, adonde prometí llevarlo cuando me visitara en el Caribe mexicano, porque sé que le iba a recordar las playas del litoral holguinero.
En Tulum, uno siente que el mar se une con el cielo y se crea un solo paisaje. Si Alejandro Fonseca, con las manos manchadas de aceite industrial por sus años en aquella fábrica o con su cabeza ceñida por la aureola que todo poeta auténtico merece, se encuentra en ese cielo, deseo que lo protejan y acompañen los papagayos coloridos de su infancia.