Por Jorge Manriquez Centeno
ENTRE CALLES, AVENIDAS
Les ha pasado que van manejando en la ciudad, las noticias la van resaltando o desmadrando, y le cambias la estación para buscar música, y entre las pausas, quizás ocasionadas por un frenón o volantazo, surge una rola, una rola inmensa: rompe los diques de la memoria que la tenía encriptada.
Y esas calles son espacios abiertos al tiempo, son un pedazo de cielo. Son como globos alejándose hacia donde quieres estar/alejarte.
Prefieres estacionarte para que pase ese como encantamiento o degustarlo con calma.
Estás pensando en aquel suceso que te hizo feliz/infeliz. El tiempo sigue su curso, pero el tuyo parece detenerse, y no sabes cuanto tiempo, por ello, vas a la sombra de aquel árbol, propicio para dejar caer esas hojas que estaban como atoradas, y ves al lado a dos cuates: el Barros Clay y el Pato. El primero estaba atrapado en los entrenamientos del box y el fanatismo hacia Cassius Clay o Mohamed Ali, un boxeador fenomenal. Lo de los barros era evidente. El Pato caminaba como tal y, cuando estaba alegre, hablaba como tal, más que tenía el rostro alargado.
Estoy estacionado en este paraje recordando un hecho que lo tenía bien resguardado, y justo es dejarlo salir para que puedan descansar, amigos, porque he estado soñando con ustedes bien gacho: van caminando, hablando consigo mismos, así como para que entiendan ciertas cosas que los fueron cercando.
Aquel suceso aconteció en la vecindad donde vivíamos. Eran los tiempos de “vacas flacas”: época donde la leche había que estirarla con agua y unas cucharadas de azúcar. Pero me valía madres, y con ese ímpetu iba con mis hermanitas a la escuela, y todo chido por esos rumbos. Estás chavo, y tienes esa energía, esa luz de las chinampinas cuando las azotas contra el asfalto.
Las luces de bengala suben bien alto, carnal, basta que veas al cielo y esos destellos iluminen tu sonrisa.
La ciudad, el Distrito Federal, te parece que es un buen lugar para vivir, un lugar de poca madre.
Ya habíamos dado el estirón, así como helechos sin chiste y sin flores. Veíamos a los niños jugar canicas en el patio de la vecindad, y pues la neta que queríamos tumbarnos en el suelo y de a “huesito”, sacar esas canicas que estaban en el centro de ese círculo, pero eran pensamientos pasajeros.
Mi amigo estaba empezando a entrenar, y sin pensarlo dejó de estudiar y le metió duro y casi de tiempo completo a sus prácticas, creo que, bajo la dirección del Borrego Torres, a quien aún veo dándole indicaciones, tomarles el tiempo a esos chavos, sus pupilos, y tantas cosas que se llaman amor al box, a la juventud.
UNO SE CAE DE REPENTE, HASTA EL FONDO
Iba de repente con mi amigo a correr. Por ahí de las 5 am, bien tempra agarrábamos por donde lo llevara el viento: era veloz y le tenía que seguir el paso, y, a veces, era correr “media distancia” como decía, pero era un chingo de distancia, o a “pura” velocidad”, la cual imprimía con gran dinamismo. En otras ocasiones, alternaba esas “modalidades”. Siempre andaba siguiéndole la pista, porque obvio, era un atleta.
Cierta día íbamos corriendo a “media distancia”, cuando vimos al Pato, con su “mona” en una mano, y en la otra tenía un spray y estaba haciendo grafiti a lo largo de la parte externa de la barda de la que hasta hace poco había sido nuestra escuela primaria, llamada “República Popular de China”.
“Voy a donde las calles no tienen nombre. Ustedes prontamente me alcanzarán”, decía mientras pintaba un mural, un como laberinto que atravesaba la escuela. Era de un gran realismo, de esas cosas mágicas que vas pintando con las manos y ni cuenta te das, porque vives el momento con desaliento o con desilusión, como dice esa rola que traigo clavada, dado que estoy recordando el sismo de 1985, pero ese
es otro momento. No sé porque me estoy yendo a derivaciones, tal vez esos grafitis me conducen hacía allá, así como me dejaba perder con los trazos de algunos chavos, que pintaban con spray en algunas calles de la Zona Rosa, donde se les arremolinaba la gente. Con esos sprays de varios colores, delineaban planetas, árboles en el cielo atravesando un océano, rosas respirando amaneceres. Geniales creaciones, más cuando las laqueaban porque hacían brillar la imaginación.
De repente dejamos de correr. Cada uno tomó una lata de spray, y empezamos a pintar. Estábamos pintando bien cabrón, por eso nos perdimos en esos trazos del tiempo. Fuimos utilizando un buen de latas de spray de diferentes colores, que quien sabe cómo llegaron ahí, dado que el Pato, al igual que nosotros, siempre andaba bien prángana.
No era una pared larga ni muy ancha, digamos de proporciones normales, de unos treinta metros de ancho por poco más de dos metros de alto (el tiempo las dimensiona como le da su chingada gana). Pero el fondo era inconmensurable. Y fuimos cayendo al sumarnos a la tarea de ir pintando hacia el interior de ese laberinto, o más bien túnel. Poco a poco, le fuimos dando color a su hosca negritud.
Una cosa es observar cómo grafitean los muros, y otra realizarlo palmo a palmo, y adentrarte en esos senderos donde ves a tu padre y a los papás de mis amiguitos bien tomados, de a tiro tomados, tanto que no los podemos llevar de la mano a la casa. Observas como el Encostalador de niños, los está acechando para dejarlos embolsados hasta arriba de los postes de luz, y quien sabe cómo los sube, pero lo hace, y por eso ya no queríamos salir por las noches ni ver el programa de tv o jugar “palo encebado”. La patrulla va rodeando a unos cuates, más bien escuincles de la “Marrana”, y vemos las cachas de las pistolas de la DIPD, están a todo lo que dan, son metálicas, pero brillan con la sangre. Se acabó el carbón y no hay forma de hacer el café de olla, y necesitamos algo de combustible, ¡ya ni pedo!, tenemos que soñar para dejar de pensar en al menos esa sopita de coditos bien calientita. Los teporochos del “Escuadrón de la muerte”, se están sacando los piojos entre sí, y las liendres crujen entre sus uñas, entierran su dolor. Y nos alejamos: subimos a los techos de las casas de la vecindad. Vamos corriendo y vemos pedazos de cielo…
Sucede que otra vez somos escuincles, unos condenados escuincles: estamos bailando y luego corriendo con palos de escoba asemejando caballos desbocados.
Vimos muchas chingaderas, eso sí, de diferentes gradualidades. Y las fuimos despintando.
Lo más curioso es que yo, ni por asomo, sabía nada de pintar, ni mucho menos grafitear como algunos de mis cuates de ese entonces. Pero estábamos cayendo, y bien chidooo como decía a cada rato el Pato, quien nos hablaba pastosamente, pero sin dirigirse a nosotros, dado que su vista estaba absorbida por ese túnel, y sus trazos eran precisos y con geniales combinaciones de colores, ya que, de repente, tomaba un spray de un color, y al poco rato cambiaba por otro de diferente color. Sabía dónde encontrar la inspiración para ir pintando, ahondando ese como foso. Y las palabras empezaron a rodar por todos lados, y entre tréboles que crecían en el pasto que iba reverdeciendo con sus palabras, escuchábamos que decía: “Voy a donde las calles no tienen nombre. Ustedes prontamente me alcanzarán.”
Y volvía a repetir: “Voy a donde las calles no tienen nombre. Ustedes prontamente me alcanzarán.”
Y mi amigo Barros Clay se fue por un laberinto y yo por otro, porque sí, ese como largo foso, tenía derivaciones. Cada uno fue revistiendo su laberinto de muchos colores. Y parecía que nuestros embrollos se coloreaban bien chidooo.
Cuando volteaba, veía los trazos del Barros: eran azules tornasolados como el cielo, el cual combinaba con el azul del mar, en el que me iba adentrando. Cavábamos con nuestros colores esas como minas, que se fueron alargando, pero a cada trazo pintado, surgía un trecho ennegrecido. Era como estar dando vueltas y vueltas a la rueda de la fortuna.
El cielo, el mar, puede ser una rueda de la fortuna. Y las calles eran largas, sin carros que se atravesaran interrumpiendo nuestra cascarita de futbol soccer, y las casas, amplias y bien iluminadas, con las ventanas abiertas, dejaban a la imaginación esas mesas repletas de meriendas, comidas y cenas abundantes, porque el día y la noche parecían irse alternando, y podíamos oler el pan dulce
recién horneado, esos cortes de res babeando condimentos, estaban a nuestro alcance. El café de olla, con su reanimante olor, nos daba ímpetu para seguir, seguir… Pan, un chingo de pan dulce, que no teníamos que remojar en el atole para que se reblandeciera… Y somos de nuevo esos escuincles, y estamos sonriendo,
¡qué caray! ¡Que chingue su madre el mundo y sus alrededores! Y perseguimos y nos perseguían los “toritos” en la fiesta de la Magdalena Mixhuca, y hay globos, música, juegos, y estamos cantando, y nos subimos al carrusel y damos vueltas, vueltas… Estamos a toda madre, pinche Pato, Barros, amiguitos, me caen de poca madre, y sí lo sé, ya no te diré de esa forma, porque te emputas, eres Andrés mi carnal de toda la vida… Reímos hasta el cansancio.
Y Andrés, dice: “Cámara gûey, está bien chidooo.”
Y el Pato, reafirma: “Cámara gûey, está bien chidooo.” Y estamos bien chidooss, gûey.
LAS BARDAS SUELEN SER ESPEJOS
El despertar fue terrible. En mi caso, cuando abrí los ojos tenía un dolor de cabeza horrible, y ganas de vomitar. Recuerdo que la Yayo, una de mis hermanas mayores, me puso una regañiza de la chingada, diciéndome que me estuvo buscando por todos lados y nada que aparecía. Hasta que me encontró en la parte de atrás de la que fue mi escuela primaria, sentado, dormitando.
Aguante vara. Me merecía esos reclamos. No di explicaciones. De hecho, sigo sin tenerlas. Suelo pensar que fue un sueño y que mi sonambulismo me llevó a pintar esos parajes. Debe decirse, que, a veces, hablo cuando duermo y, de repente, me levanto de la cama, doy algunos pasos y regreso a dormir. Cuando mis hermanas me ven en ese trance, no dicen nada, ya están acostumbradas y saben que no hay que despertarme porque es de mal agüero. En silencio me reconducen al catre. Así, nunca he traspasado la puerta del cuarto de la vecindad. Eso creo.
Real o ficticio no sé lo que paso ese día. Lo que sí es en cuanto pude fui a ver esa barda, y estaba como si nada, pero al acercarme a un bote de basura, observé que estaba repleto de latas de sprays, que evidentemente habían sido utilizadas. Únicamente desprendían aire de sus entrañas.
Era un aire con olor a silencio. El silencio puede tener colores, basta que te cubra con su manto.
“¡Upsss!”, exclamé.
Cuando alguien de la colonia decía: “¿dónde se habrá metido el Pato?”, Andrés y yo nos quedábamos callados.
Apesumbrados, fuimos a buscarlo a su cantón, y aquellas maderas y láminas de cartón que le daban forma, habían desaparecido. Sólo había botes de basura, así como “tiliches” inservibles que alguien había dejado en ese lugar. Era como si nunca hubiera existido ese cuarto. Preguntamos a los vecinos y nadie nos dio referencia.
Pasados algunos días, Andrés y yo regresamos a buscarlo, y nada. Era como si nuestro amiguito nunca hubiera existido.
Cuando estábamos en la esquina de Cucurpe, surgían los comentarios entre los cuates: “Me parece haberlo visto caminando atrás de la primaria. Y lo más raro es que iba bien peinado y con su ropa de la primaria, la cual no estaba sucia o rota como la que usaba. Pero eso sí, con su chingada ´mona´.”
“Vi al Pato por la primaria. Llevaba un spray en la mano, y en la otra su ´mona´. Al cruzar la calle para intentar verlo y decirle que ya ni chinga, de repente se me perdió de la vista. ¿Quién sabe por dónde se metió ese gûey?”
“Debe ser que se fue a la gaver al no aguantar las madrizas de su padrastro.” En realidad, nadie sabía por dónde andaba.
¿Dónde te metiste amiguito?
…
Cuando pasaba por aquella barda, apretaba el paso.
Era como un espejo.
Y sonreía, y entre esas sonrisas fueron pasando los días.
Andrés y yo, cada quien, por su lado, nos veíamos en ese espejo, pero no platicábamos sobre el asunto, o sí lo llegamos a hacer, no recuerdo los pormenores.
Por supuesto, pasaron los meses, años, al cabo de los cuales nos cambiamos de colonia, y la vida se fue desenvolviendo y envolviéndonos.
El asunto es que, desde ese día, nunca más volvimos a ver al Pato.
“DONDE LAS CALLES NO TIENEN NOMBRE”
Hay algunos recuerdos que quieres que pasen de largo para que no vuelvan a tocar la memoria. Los quieres hacer a un lado, como ese hielo seco que mantienes por mucho rato en tus manos, hasta que tienes que soltarlo. Pero el dolor, o más bien la presencia de que estuvo ahí, permanece algún tiempo.
Mis amigos entrañables de esos lejanos tiempos eran mis primos el Queso, el Pepón, el Picho, mis primas Chela e Irma, Hugo, el Barros, el Donato, el Piojo chico, y por supuesto el Pato, lo apreciaba un chingo a ese recabrón escuincle, por ello ahondo más de él en otras hojas.
Como dije, de repente escuché una rola y los recuerdos fueron emergiendo, por ello, regresé a mi casa, y en el YouTube estoy oyendo “Where the streets have no name”. Y en este junio de 2023 estoy escribiendo…. Llevo varías días hilando los hechos o deshechos de aquellos días. Los amaneceres los van dibujando.
Y sigo el curso de esa melodía, que me conduce a esos días lejanos, y recuerdo que luego de aquel suceso, tuve varios sueños donde veía a mi amigo el Pato. Como dije, casi no soy de soñar o pocas veces recuerdo lo que sueño, pero en esos sueños estaba platicando con el Pato en el patio de la escuela primaria, y estaba hablando como el Pato Donald, así guaseando, y las risas nos envolvían, así, bien chingón, como solía hacerlo antes que lo apañara el “activo” y el “chemo”.
Pasados los días dejé de soñar con él. Hasta los sueños tienen fecha de caducidad. Como dije, desde ese suceso nunca más volvimos a ver al Pato.
Hasta ahora recuerdo que, en uno de los recreos de la primaria, el Pato me comentó que quería vivir lejos, ahí dónde las calles, las personas y las cosas no tuvieran nombre, y que fueran blancas con negro, para que las fuera pintando, conforme las fuera viendo.
“¿Por qué?”, le llegué a preguntar.
“Para que los grandes no me hagan daño, Tote.” “Pero ese lugar no existe.”
“¡Claro que sí, Tote! Lo he visto en mis sueños, y es tan real, que toco todas las cosas.”
“¡Pinche Pato, estás bien cabrón!”
“¡Neta que sí! He visto las casas y son grandes y blancas como la leche, las mesas alargadas por tanta comida, el pasto bien verdecito.”
“¡Uta gûey, que chido!”
“¡Sí, está de poca madre, Tote!”
“¡Pinche Pato, si tú vas allá, te alcanzaré nada más me despida de mi familia!” “¡Cámara, nos la pasaremos a toda madre, Tote!”
“¡Chido, gûey!”
“Podemos ir juntos, igual invita al Barros.” “¿Neta?”
“¡Sí, invítalo! Yo les daré la señal.” “¡Cámara, gûey!”
“¡Cámara! ¡Somos cuates hasta la muerte, Tote!”
“¡Hasta la muerte, Pato!”
Eran esos como pactos que, cuando estamos chavos, los signábamos con el alma.
Pero cuando estábamos por terminar la primaria, el Pato empezó a meterle al “chemo” a lo bestia y se le veía andar de aquí para allá con su bolsa de cemento 5000 o con su “mona”, y pues el activo es el activo: te desactiva a lo cabrón, tanto que pareces zombi, y verlo en ese estado estaba de la chingada, porque no entendía razones, y pues muchos de los chavos que se madreo, porque era bueno para los putazos, pues le tomaron ventaja… y lo mejor es pensar en otras cosas.
Pasando los años, me reencontré con Andrés en una oficina defeña, cuyos sucesos delineo en otras hojas. Pero nunca hablamos de aquel acontecimiento. El punto es que, de repente, Andrés dejó de ir a trabajar. Simplemente no se volvió a presentar.
Fui a buscarlo por la colonia. Algunos amigos me comentaron que le dio por caminar sin rumbo fijo, así como el “judío errante”, pero siempre regresaba por donde estaba la escuela primaria. Nadie sabía dónde dormía o cómo se aseaba, ya que andaba limpiecito. No platicaba con nadie. Dijeron que era como si su mente estuviera en blanco. Pero desde hace muchos días no sabían su paradero.
Regresé varias veces y ni sus luces. Fui a su casa, pero habían sido “lanzados”. “¡Que poca madre!”, pensé, pero no se podía hacer nada.
Por aquel tiempo no concatené los hechos, que quizás mi memoria los tenía encriptados. Por entonces, vivía en la Colonia Obrera, y pasando varios años, en 1991 me fui a vivir a Chetumal. Y se acabó… Bueno, eso pensaba… Estas líneas dicen lo contrario.
U2
En la década de los ochenta, en las partys que organizábamos, uno de nuestros grupos favoritos era U2, y cantábamos y bebíamos ron a lo cabrón, y hacíamos retumbar las casas donde convivíamos o el estacionamiento de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, eran propicios para estar escuchando música.
Claro que había otros grupos que nos encantaban como Dire Straits, Cure, Inxs, etc., que definitivamente me recuerdan mi época de estudiante universitario.
El agua cae y el vaso se colma o rebosa, depende como lo mires. Hoy que veo las cosas con otra perspectiva, la de la nostalgia, observo que, cuando escuchaba la rola “Where the streets have no name”, algo me inquietaba, tal vez por ello la cantaba con mayor energía, para seguir despintando o conservando ese recuerdo. Sucedía que, de repente, me iba a caminar sin avisarle a nadie, y ese caminar apaciguaba esa zozobra que, de repente, cual serpentina, se apoderaba de mí ser. No entendía las razones de esa ansiedad.
Calaba hondo, así como cuando pintas con cal algún muro o foso para no dejar salir las sombras.
Por aquel tiempo no lo tenía claro, pero ahora que he escuchado una y otra vez esa melodía, que ciertamente tiene otro significado, me lleva a ese recuerdo. Ese suceso había sido cubierto con el manto del paso de los días, años.
Hoy veo y siento ese caminar en esos como túneles, esos trazos geniales de los grafitis del Pato, que son como arcoíris y Andrés iba rezagado, pero ahí la llevaba, y bien que pudo alcanzarlo.
…
Hoy que estoy escuchando melodías de U2, y en especial esa rola, quisiera estar con ustedes para platicar y reírnos como solíamos hacerlo, y estar en esas calles sombreadas pero coloreadas por nuestros pantalones de mezclilla, risas, y la blancura de las casas. Quiero correr, esconderme, conocer ese lugar donde las calles no tienen nombre y tocar la llama, y caminar sin problemas, sin que nos la hagan de pedo y nos vean de arriba hacia abajo, y se rían de nuestros pantalones de “brincacharcos”, están bien ojetes, pero son los únicos que tenemos, y carnales, quiero sentir la luz del sol en mi cara. Otra luz. Y que no pase el tiempo para seguir jugando en el patio de la escuela primaria y en nuestros túneles.
Y estamos cantando, escuchando estos riffs, “solos”, y estamos pintando y, ahora sí, les sigo el paso, porque estamos finalmente Donde las calles no tienen nombre.