Jorge Manriquez Centeno
(Estoy releyendo “Picassos en el aire”, del compay Alberto Guerra Naranjo, y mi mente oscila en el cielo como un papalote. Con la imaginación desencadenada por la lectura de ese genial cuento, platicaré con Urbano Téllez, con quien me identifico en eso de andar entre el cielo y la tierra. Escribo con la entonación de ese viento que baja y sube y a la inversa.)
…
Voy caminando por el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México. Veo un edificio altísimo, tipo rascacielos y a un tipo pintando en lo alto. Empujo la puerta, entro y subo la escalera. Llego al techo. Abro una pequeña puerta. Como tengo el viento a mi favor, no estoy cansado. Me asomo a una de las orillas y, de la nada, veo que emerge el tipo con uniforme de oso polar, manchoteado de pintura.
Al verme, se quita sus gafas y pregunta con asombro:
—¡Coñó!, ¿de dónde tú saliste? Debe ser que dejé la puerta abierta.
—Sí, estaba abierta.
A pesar de que puede recibir un fuerte castigo por su descuido de dejar la puerta abierta, y sobre todo de que yo permanezca ahí, me invita a sentarme en unos como banquitos. De su lonchera, saca dos tortas de tamal y me convida una. También me ofrece una coca cola.
“Está de poca madre la torta de tamal de mole que compró”, comento.
Lo noto pensativo. El viento parece dictarle pausas. En una de esas, dice: “Extraño las comidas que me preparaba Minerva, mi esposa, cuando trabajaba en El Yuma y, aunque aquí en México las cosas están mejorando, sé que el buen sabor de los dólares no volverá. Por eso está tan contrariada.”
—¿El Yuma es El Gabacho?
—Ciertamente, compay.
De nuevo, el silencio lo absorbe en la lejanía. Cuando veo que retorna, retomo el hilo de la conversación:
—Pues, ¿qué paso?, ¿por qué no siguieron viviendo en El Gabacho?
—Todo por engancharme en los reclamos de otros compañeros. Fuimos despedidos e inmediatamente deportados. Por poco nos regresan a nuestra ínsula, pero me puse vivo y con fulas nos dieron la salida por Tijuana. Hemos venido dando tumbos, pinchando en lo que sea. Conseguí trabajo en una empresa de mantenimiento, que cuenta con contratos en varias ciudades y me mandaron a la Ciudad de México.
—¿Siempre de pintor de edificios?
—Al principio de cualquier cosa, pero como supieron que no me daba miedo lo de dar brochazos en el aire, me emplearon para este curralo. Aquí, los edificios no son tan altos como en El Yuma. Sólo vienen e instalan el andamio flotante, bamba, swinstage o como quieran llamar a ese aparato y me dejan pinchando. Me gusta pinchar en soledad.
—A esos armatostes, yo les llamo góndolas, plataformas, tarimas colgantes. En partes de nuestras vidas, todos nos hemos bamboleado en el aire.
—Eso sí, pero yo voy desprendiéndome de ahí, todos los días.
—¡Mmmmm! A todo eso, ¿por qué no intentaste volver a entrar en El Gabacho?
—En todos lados el maltrato es parejo. Aunque aquí el pago es menor, tenemos menos gastos, pero Minerva es otra desde que no estamos en El Yuma.
—A veces los cambios son para bien o para mal.
—Ya no es la misma —se queda pensativo, como dándole vuelta a ese tema.
—Igual son edificios altísimos como este, ¿verdad?
—En El Yuma la mayoría son mucho más altos. Pero aquí o allá somos bestias del aire.
—Entonces es el mismo peligro, debieran darles mayor protección.
—Pensé en reclamar aquí en México. Al decirle a mi esposa, puso el grito en el cielo. Me dijo: “¡Cuidadito con lo que haces! ¡No jodas! ¡Casi regalamos nuestras cosas cuando nos deportaron! ¡Todo por una tontería tuya!”
—Ah, caray, pero eso no es una tontería.
—Nací para ser una bestia del aire, para vivir medianamente bien, abajo. Aparte, iban a decir lo que le comentaron a un paisano cubano y a un oaxaqueño que exigieron mejores condiciones: “Agradezcan que tienen un trabajo bien pagado, pinches indios patarajadas y jodidos extranjeros. Dejen de chingar Si quieren comer mierda en la calle, lárguense, haraganes irresponsables. Todo se lo deben a Mr. Jones, dueño de la empresa, que con este trabajo decente los sacó de las calles…” Además, a mi paisano le recordaron que podían investigar nuestra situación migratoria.
—¿Y sus derechos?
—¿Qué derechos? Eso no existe. Cuando voy a cobrar o vienen a chequear avances del trabajo, el capataz a cada rato nos recuerda que firmamos un contrato con reglas de seguridad. Si los que están amarrados tienen accidentes, los supervisores arreglan con las autoridades para que parezca que estaban desamarrados. Lo mismo que en El Yuma.
—Pero, ¿les pagan bien?
—Igual que allá, Minerva me dice que el dinero se va como agua —hace una pausa—. Ahora hasta me exige que trabaje más horas extras, y todo para pagar sus caprichos. Le ha dado por comprarse perfumes, estudiar inglés en el Harmon Hall, pintarse el cabello a cada rato. Cosa extraña ahora que lo pienso. Cada vez que me cambian de edificio, se lo tiñe de otro color.
Como no me gusta meterme en líos ajenos, cambio el rumbo de la conversación:
—A todo esto, ¿cómo se llama usted?
—Urbano Téllez, experto en dar brochazos en el aire —sonríe y hace una pausa, así como para ordenar sus ideas—. Minerva antes ponía el grito en el cielo cuando le contaba en El Yuma, de todos los resbalones en los que estuve a punto caer al vacío, como aquella vez que quedé colgando y un colega dominicano quedó hecho papilla al estrellarse contra el asfalto.
—¿Ahora no lo hace?
—¡Qué va hacer! Desde hace tiempo ni pregunta cómo me fue en la pega. Sólo a veces me dice molesta: “¿Por qué llegas tan temprano? ¿No hubo oportunidad de más horas extra?”
—¿Qué le respondes?
—Nada. Como está enojada y no quiere conversar, me quedo viendo la televisión hasta que el ruido de la conversación cierra mis ojos.
—Debes de hablar con ella.
—Lo he intentado, pero me da curvas. Ya ni me despide con esa batica transparente, con la que recibía los suaves murmullos de sus pezones, rosaditos, levantaditos, así con ternura, para darles su llovizna de saliva. Los besos que me daba de despedida quedaron atrás. Paso igual que en El Yuma. Nada más me trepé a un andamio flotante, bamba, swinstage, y como dice usted góndola, plataforma, tarima colgante o como quieran llamar a ese aparato y se transformó. Ahora, cuando voy al trabajo, sólo me dice: “Te compras por ahí algo para merendar” o sólo me prepara tortas de jamón con queso.
Mira su recipiente de tupperware.
—Quedó en el olvido mi fricasé de puerco y el congrí, que eran una delicia.
De repente, desciende una paloma. Urbano Téllez sonríe.
—Sólo Margara, como llamo a mi palomita, me quiere. Siempre aparece de la nada.
Saca de su pantalón una bolsa, de la cual extrae maíz picado. Lo pone en la palma de la mano, donde come la paloma. Va a una llave, la abre y vierte agua en un traste. Nota que se aleja la paloma, viendo fijamente su vuelo.
—No está acostumbrada a las visitas de extraños. Al rato, regresará a beber agua.
No hablo. Lo mejor es dejarlo cavilar en los precipicios de nubes hacia donde se dirigen sus pensamientos.
—Desde que me convertí en una bestia en el aire todo cambió.
—¿En serio?
—Sí, compay.
—¿Cómo fue ese cambio en México?
—Alquiló un departamento con una ventana enorme que, como no tiene cortina, todos los que pasan se enteran de nuestros movimientos. Es como si deseara que la gente supiera que ya tenemos un televisor LED, que quién sabe que sea eso; dos sillones love seat y hasta horno microondas. Desde hace meses, me dice que se “va a dedicar a ella”. ¿Qué querrá decir eso?
Me hago el occiso y le cambio el rumbo del cuestionamiento:
—Creo que tienes que hablar con tu esposa y decirle todo lo que te hace sentir mal.
—Le dije que, apenas hace unos días, un viento fuerte se llevó entre sus garras a un beliceño que, ciertamente, no estaba atado a la cuerda de seguridad y, además, caminaba dando caderazos al ritmo del reggae que escuchaba en sus audífonos. Le dije que lo mismo le pasó hace unos meses a un chiapaneco. En El Yuma lo mismo aconteció.
Ante mi silencio, se come su torta de tamal hasta acabársela, y se bebe su coca cola.
—¿Y qué te dijo? —pregunto.
—Que está del carajo que ese beliceño no haya seguido las reglas de seguridad y hasta se le salió decir: “¡Qué bueno que tengan un buen seguro de vida por si algo te llega a pasar!”
—¡Upsss! —típica exclamación cuando no quiero ahondar en una llaga.
—Fue cuando le dije que iba a regresar a fregar platos, pepenar basura o cualquier otro trabajo que, aunque a ras de tierra, no exponía mi vida. La verdad sólo era para mostrarle mi berro, pero eso pasó hace tiempo. Ya me acostumbré a estar solo. Me gusta estar en estas alturas.
De repente, se queda mirando el horizonte, como buscando una salida.
—¿Y qué te comento tu esposa?
—Casi gritando me dijo: “Nunca más trabajarás en eso. Tampoco regresaré a ser enfermera y a limpiar la caca de viejos rabo verdes, depravados, que sólo me quieren mirar el culo.”
—Y, ¿ahora que harás?
—Nada. Tengo que pinchar horas extra, días adicionales. Al principio le reclamaba, pero ya me acostumbré.
—Te ves muy cansado, debes comer mejor, alivianarte…
Se levanta, va hacia una de las orillas del techo, como para ordenar sus ideas.
—Lo bueno es que, en los últimos meses, Margara siempre viene a visitarme. Inclusive cuando me cambian de edificio. Cada vez que vuela Margara, siento el aire fresco de las alturas. Con esa fuerza, respiro profundo y mis brochazos van pintando de violeta, índigo, azul, verde, amarillo, naranja y rojo todos esos ríos de casas, edificios, avenidas.
No sé qué decirle.
Urbano Téllez dice: “Me siento a gusto cada vez que estoy trabajando en las alturas. Aparte, Margara siempre anda aleteando por donde me toca pintar. Aleja los malos espíritus.”
Mi cara de desconcierto es evidente.
—Gracias por venir, necesitaba aclarar mis ideas —el silencio lo envuelve—, y refrescarme. Sólo Margara me entiende.
Sin despedirse, Urbano Téllez se coloca sus enormes gafas. Va a la orilla de donde emergió y, de un brinco, está en la góndola, plataforma, tarima colgante o como quieran llamar esa chingadera, y parece que el aletear del viento, sus suaves chiflidos y esos brochazos en el aire van apaciguando la tarde, pero el cielo es ya de un azul muy pálido.
Notas
[i] El cuento “Picassos en el aire”se encuentra disponible en:
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