Alberto Guerra Naranjo
Justo en el piso ochenta y uno ocurrió el desequilibrio del andamio flotante, la bamba, el swinstage, o como quieran llamar a ese aparato; y los rodillos, los cubos de pintura y tres trabajadores cayeron al vacío, pero Urbano Téllez, en el último instante, embarrado de pintura hasta los tuétanos, logró aferrarse al andamio.
Parecía un papelito vapuleado por vientos de quince millas, a ochenta y un pisos de altura; pero estaba vivo, sin dolores, mucho mejor que sus otros colegas; al menos, no colgaba de una cuerda tres metros más abajo, como la rumana y el tailandés; ni se había hecho papillas contra el pavimento como el dominicano, quien, con su carácter de tipo explosivo y sus audífonos de empacharse el día entero con reguetones de moda, se molestaba por andar atado a la cuerda de seguridad y prefería zafarla para manejarse mejor con su rodillo sobre el andamio flotante, bamba, swinstage, o como quieran llamar a ese aparato.
Tampoco soltaba gritos de espanto como la rumana y el tailandés, ni tenía la columna vertebral averiada por la contracción repentina de la cuerda en su torso; ni el móvil, ni las llaves, hincaban sus muslos desde los bolsillos del pantalón; ni sus testículos se habían apachurrado, ni por esa causa sufría el dolor terrible del tailandés, y si soportaba un poco, aferrado como lapa a ese andamio, estaría a salvo de colgar en el vacío como sus compañeros.
¿Acaso, en tiempos de ocio o en conversaciones con otros colegas, incluidos la rumana, el tailandés y el dominicano, ya no había calculado al detalle los padecimientos de una caída, a pesar del sistema de cuerdas y de arneses?
Sabía que, al caer, como le pasó al dominicano hacía un rato, todo el cuerpo, hasta el cerebro, reaccionaba a los tres segundos del accidente y, desde el piso ochenta y uno, centenares de metros esperaron al desgraciado con audífonos.
Urbano Téllez, en cambio, necesitaba fuerza suficiente para sostener sus brazos entre la cuerda y la base del andamio, al menos hasta que, en los pisos de arriba, el capataz o algún compañero atento, comprendiera sus apuros de urgencia.
Carajo. Pronto iba a cumplir cinco años en el oficio y nunca le había ocurrido algo así. Era cierto que todos venían con sus riesgos, tanto en el aire como en la tierra, pero en su vida imaginó que pintaría rascacielos, y menos por fuera.
Minerva Suarez, su esposa, se atragantó con tallarines la noche en que supo la noticia de su nuevo empleo. Él tuvo que palmear varias veces su espalda, levantar sus brazos con premura, pedir que respirara con calma, pero ni así la procesaba.
Ella nunca se acostumbró a imaginarlo en aquellos rascacielos, a punto de morir cada minuto, con un rodillo en la mano y con ese uniforme de oso polar, manchado de pinturas distintas. Tampoco quería imaginarlo toda la semana detrás de aquellos fregaderos donde lavaba platos mal pagados y donde los dueños bajaban su autoestima a golpe de insultos sin motivos; ni detrás del camión de la basura, con aquellas pestes horribles que tardaban días en quitarse de la ropa y de su cuerpo.
Tampoco quería imaginar sus dolores por causa de trabajos de pura subsistencia. Era preferible, entonces, pintar rascacielos de más de setenta pisos de altura, morir en un segundo tras un resbalón en el andamio flotante, bamba, swinstage o como quieran llamar a ese aparato, a continuar viviendo en aquel mal llamado estudio, que no era más que un espacio cerrado.
Un maldito cuarto de solar, sin ventilación, algo que ni los cerdos soportaban, decía él, casi siempre en el horario de la cena, a veces con la boca repleta de tallarines o antes de quedar rendido de sueño en el sofá de ver televisión.
Desde que se convirtió en pintor de rascacielos, Minerva lo despedía en las mañanas ahogada en un ataque de llanto, nerviosa, enfática, como si Urbano Téllez partiera hacia una guerra contra Rusia. Ella, aun en bata de casa, abrazaba su cuerpo por más de un minuto y lo besaba largo en la boca como si lo hiciera por última vez y él salía desde el maldito estudio o solar hacia su edificio enorme, con su almuerzo en el bolso, sintiéndose más amado que nunca, gracias a los riesgos en la altura.
Al principio, por consideración a Minerva, y por el miedo atroz que le entraba al verse sobre un andamio flotante, una bamba, un swinstage, o como quieran llamar a ese aparato, sumergía tembloroso el rodillo en el cubo de pintura, lo escurría en los bordes y resignado pintaba en la pared de turno.
A veces lo hacía junto a la rumana, o junto al dominicano alegre y con audífonos, o junto al tailandés, al búlgaro, al croata, al hondureño, al senegalés, al mejicano, al griego o al guatemalteco que correspondiera.
Siempre, con el vacío inmenso debajo, loco por terminar sus ocho horas, arrepentido de haberse enrolado en un oficio de muerte segura, dispuesto a no regresar jamás después de constatar que había terminado su horario y que aún estaba con vida.
Pero después del primer cobro las cosas cambiaron para Urbano Téllez y hasta para la propia Minerva. Sin explicarse cómo, él fue perdiendo el miedo a las alturas y ella, en las mañanas, al despedirlo, logró controlar sus ataques de nervios y, sin quererlo, también disminuyó la intensidad de sus besos.
Urbano Téllez, rodillo en mano, justo a los dos meses también le había cogido el golpe al pago de horas extras. De ocho correspondientes aumentó a diez y doce diarias, e incluso, como los pagaban dobles, se aventuró a pintar los sábados.
Necesitábamos un cambio, mi amor, decía satisfecho, emocionado, altanero, cuando soltaba el paco de billetes sobre la mesa, no aquella del maldito estudio o solar sin ventilación donde habían vivido tanto tiempo, sino en esa otra recién comprada.
Pintar rascacielos por fuera les había permitido, además, mudarse a un verdadero apartamento y en una mejor zona; sin enumerar otros detalles que implicaban absoluta mejoría, pudieron comprarse, bajo sistema de crédito, un auto acorde a su nueva condición, un televisor pantalla plana enorme, dos laptop y una computadora de oficina; un equipo de música de primera línea y para él, en específico, una cámara fotográfica de último modelo que le permitía tomar amaneceres, ocasos, extraordinarias puestas de sol desde la altura, siempre al margen de los ignorantes que no lo comprendían por más que lo intentaban.
La propia Minerva, enfermera mejor graduada de su curso en su país, por fin había dejado el área infame de limpieza en el pésimo hospital donde sobrevivía y logró conseguir un mejor trabajo como cuidadora de ancianos en una de las renombradas clínicas del centro.
Ya no podían quejarse tanto; siete años después, tal como apreciaban los estudios acerca de emigrantes en las revistas especializadas que a veces leían, al menos en el plano material, por fin habían levantado cabeza y eran algo así como personas de clase media baja en ascenso.
Pero cuando menos lo esperaba un ligero contratiempo, un botón trabado por el óxido, un desequilibrio en el andamio flotante, bamba, swinstage, o como quieran llamar a ese aparato, lo tenía a él, a Urbano Téllez, tan buen técnico en Geodesia y Cartografía en su país, a merced de vientos de quince millas, víctima del pataleo, como un ahorcado en alguna plaza pública.
¿Y cuándo se notaba más, que casi todos eran emigrantes, mi amor?
Minerva hacía cada pregunta del carajo. Lo dejaba pensando un buen tiempo detrás del plato de comida y él dirigía la vista a un punto fijo donde concentrarse; eran preguntas que lo molestaban, pero que, aferrado a un andamio flotante, bamba, swinstage o como quieran llamar a ese aparato, desearía que su mujer se las hiciera esa misma noche; fueran una buena señal de que luego del susto incalculable, las cosas salieron bien.
No sé, amor, tal vez se note más en los horarios de almuerzo. Todos con los uniformes especiales, embarradísimos de pinturas distintas, sacaban sus cachiporras, cazuelitas, platos, cucharas, pero, casi siempre, cada cual con la comida oriunda de su país.
El nicaragüense, tal vez almorzara el Gallo pinto de su desayuno, más un trozo de carne; los rusos asumían sus papas asadas, carnes y coles ácidas; el colombiano, arroz con huevos pericos; los búlgaros con sus pepinos y cebollas encurtidas; el venezolano era feliz con su zancocho; todos, a veces, almorzaban pizzas, espaguetis, hamburguesas y lo comestible que tuvieran a mano.
Y yo, amor mío, concluía Urbano Téllez, satisfecho por responder la pregunta, con mi cacharra de yuca con mojo, el fricasé de puerco y el arroz con frijoles negros que tú me preparabas.
Aquel olor con matices diferentes también permitía conversaciones de pintores con diversos acentos, quienes dentro de un rato volverían a encaramarse en los andamios flotantes, bambas, swinstage o como quieran llamar a esos dudosos y endebles aparatos que, justo la semana anterior, habían ocasionado un par de serios accidentes mortales.
Murieron todos. En un abrir y cerrar de ojos nueve pintores de orígenes distintos se estrellaron en caída libre hacia el asfalto. No se trataba de un solo dominicano con audífonos sino de un par de brigadas de trabajo completas. Papilla se hicieron los pobres.
Cada vez que ocurría algo así cundía el pánico en la Compañía, muchos abandonaban el oficio para siempre; dejaban de venir, aunque necesitaran el dinero. Otros, que eran la mayoría, permanecían resignados, como era el caso de Urbano Téllez, y se solidarizaban con los familiares.
Alguien recogía un poco de dinero, lo dividía en partes idénticas y luego lo entregaba a las distintas familias. Incluso, podía ocurrir que varios asistieran el domingo al cementerio.
Triste situación de incompetencias. Lágrimas y solo lágrimas, nada más. Algo así se dejaba entrever en las miradas y en los comentarios del lunes pasado, después del entierro de los nueve colegas, pero allí no podía pararse de pintar paredes de ninguna manera y el grupo, medio solemne aún por la desgracia, continuaba inmerso en lo suyo. Ellos se jugaban la vida arriba para no morir de hambre abajo. Así se repetían a cada rato y era cierto.
Lamentarse es inútil, muchachos, nunca trae nada bueno. Eso dijo el lunes el capataz, con los brazos cruzados, el ceño fruncido y casi ahogado en lágrimas, mientras intentaba pronunciar un discurso alentador para contrarrestar el pánico colectivo. Pronunció la palabra irresponsables junto a la palabra negligencia, dijo, Partida de irresponsables, y se atrevió a decir, Hediondos venidos de cualquier rincón del planeta que solo pensaban en comer sus bazofias, en tomar sus alcoholes baratos y en cobrar sus tremendos salarios.
Dijo, que al pintar paredes todos andaban anclados a una línea de vida o de seguridad infalible, Escúchenme bien, infalible. Dijo, que luego no quería reclamaciones a la Compañía, hijos de putas; ellos sabían bien que en asuntos de seguridad todo andaba clarísimo.
Pero el maldito capataz se tragó palabras importantes, alargó su discurso repleto de ofensas, llantenes y escupitajos, olvidando confesar que, por su culpa, y por la de los otros jefes al que obedecía como un perro, mandaban a construir andamios flotantes, bambas, swinstages, o como quieran llamar a ese aparato, grandes, bien pesadas, apenas imposibles de maniobrar sentados sobre ellas, solo para ahorrar dinero.
Nos jugamos la vida arriba para no morirnos de hambre abajo. Así repitió ese mismo lunes el vasco del grupo cuando llegaron al bar y tenía razón; aunque anduvieran repletos de cuerdas, tomaran todas las medidas de seguridad y se cercioraran de que sus compañeros también las habían tomado, se jugaban la vida allá arriba para no ser unos muertos de hambre acá abajo.
Somos bestias de aire, pensó Urbano Téllez desde la altura del piso ochenta y uno, como si en vez de andar aferrado al andamio, con la rumana y el tailandés tres metros debajo, aun estuviera en el bar dándose tragos en silencio.
Bestias de aire mejicanas, croatas, portorriqueñas, rumanas, hondureñas, serbias, argentinas, senegalesas, nicaragüenses, sirias, albanesas, cubanas. Bestias de aire, al fin y al cabo, pero sin un par de alas para salvarse a tiempo.
Cada vez que caía un andamio flotante, bamba, swinstage o como quieran llamarle a ese aparato, iban a aquel bar cercano, obligados por las circunstancias, y se daban tragos en silencio.
Cualquiera de esos nueve de la semana pasada pudiera ser uno de ellos mismos la semana entrante. Cualquiera. Asunto de puro azar en los pintores de altura, porque ellos, quisiéranlo o no, existían para pintar inmensidades inútiles y no eran más que extensión de rodillos enchumbados, artistas de brocha gorda, Picassos en el aire.
¿Cómo reaccionaría Minerva, si lo imaginara en aquellas condiciones? Urbano Téllez se hizo la pregunta con lágrimas en los ojos, todavía aferrado al andamio flotante, bamba, swinstage o como quieran llamar a ese aparato, pero un viento de quince millas, sin que él lo deseara, lo seguía considerando una hoja de papel vapuleable.