Por: Agustín Labrada
A lo lejos se van cerrando los márgenes contra una selva oscura. Aquí comienza un México difuso entre las aguas del río y la bahía, que esta tarde de 1898 toca el primer teniente Othón Pompeyo Blanco Núñez de Cáceres —con trece marineros a bordo del pontón “Chetumal”—, imponiendo así la última frontera mexicana.
Aunque el propósito de Blanco es impedir el comercio clandestino de armas entre los ingleses que explotan Belice y los indígenas sediciosos de Yucatán, así como el hurto extranjero en selvas nacionales, meses después nace Payo Obispo, un caserío que seduce por su arquitectura colorida y su heterogénea población.
Un año antes, Blanco sugiere al presidente de la república que en vez de una aduana en tierra firme, cuya infraestructura sería costosa y su levantamiento riesgoso, pues allí viven indios rebelados, se construyese un pontón que permitiera el cruce por las aguas, y su idea va hasta un astillero de New Orleans.
En una bahía que pueblan manatíes, cuando cae la oscuridad, sólo rozan a estos hombres nubes de insectos hasta que reciben rumores —quizá inventados por traficantes de madera— de que si no se esfuman, los rebeldes beberán agua en sus cráneos. ¿Desde dónde los ve el enemigo? Desde todas partes, como Dios.
¿El miedo motiva a Blanco para crear una aldea? Sí, pero también saberse protagónico de una historia —que va añadiendo modos singulares para vestirse, construir y alimentarse— y entretejer una cultura, que luego socava ideológicamente el gobierno federal hasta ser barrida en 1955 por el ciclón Janet.
LOS PRETEXTOS DE DON PORFIRIO
A partir de 1847, la península yucateca es escenario de la Guerra de Castas. Los indios que combaten controlan el sur, y (en Bacalar) a través de la “laguna de los siete colores” y el Río Hondo —recintos naturales para la navegación— acogen el armamento que proporcionan los británicos que habitan en Belice.
Los indígenas pagan ese armamento rentando sus bosques a los ingleses, quienes saquean el palo de tinte, de éxito mercantil en Europa. Esta situación no puede manejarla el gobierno federal y usa estrategias como cederles extensas concesiones forestales a hombres de negocios que se relacionan con el poder.
En 1892, Manuel Sierra es autorizado por el presidente Porfirio Díaz para que explote un territorio que va desde Punta Flor hasta el Río Hondo. Sus ingresos emanan de permisos que otorga a cortadores ingleses, pero muchos de estos practican el saqueo de ilegales maneras, y es imposible vigilar todos los montes.
Como parte de esos ingresos se suman a los cofres de la federación, el gobierno decide establecer una aduana en un punto llamado Payo Obispo, junto a la desembocadura del Río Hondo, donde suelen anclar embarcaciones que luego huyen —henchidas de madera preciosa— hacia los coloniales puertos de Belice.
Con esta maniobra, encomendada al teniente, no sólo se busca solucionar el control económico, sino también un tráfico tan profuso, y establecer los límites sureños del país. Convergen así los intereses militares y fiscales de Porfirio Díaz con las ambiciones de Manuel Sierra y otros empresarios ávidos de fortunas.
El primer núcleo poblacional, aparte de los marinos que tripulan el pontón, lo conforman descendientes de yucatecos —refugiados debido a la guerra— que vivían en poblaciones de Belice como Sarteneja, Orange Walk, San Pedro Ambergris; y personas de nacionalidades europeas, árabes, latinoamericanas…
Ni esos extranjeros ni los mexicanos chocan con límites para poseer propiedades —lotes “citadinos” y áreas para labrar— en un pueblo que empieza a edificarse con madera. Muchos vienen tras la ilusión de urdir fortuna en un paraje que corresponde a México por geopolítica, pero no por idiosincrasia.
De formaciones culturales y experiencias diferentes, los fundadores de Payo Obispo parecen sacados de un cuento: gente que comparte en sus mesas lo mismo pan griego que rice and beans y cochinita pibil, y tiene entre los vecinos a sujetos disímiles que se fugan de historias pasadas para fabularse aquí otra épica.
Uno de esos personajes es un médico jamaiquino que protege el agua de beber usando peces para que coman larvas, o el carpintero alemán, cuyo nombre nadie pronuncia correctamente, quien construye muchos de los barcos que navegan por la bahía, la laguna y el río; y en sus viajes unen a pueblos y familias.
Con su mezcla de costumbres, los primeros habitantes se dedican a labores que van desde el comercio, la agricultura y la carpintería hasta el saqueo de chicle y árboles preciosos; del quehacer militar y la burocracia a la construcción de barcos y la pesca, y su contacto es más profundo con Belice que con México.
AL RITMO DE “LAS MAÑANITAS”
En una carta, escribe Blanco: “El cinco de mayo de 1898, a las cuatro de la mañana, llegaban —desde la colonia inglesa— familias que, portadoras de una orquesta, entonaban con entusiasmo desbordante ‘Las mañanitas’. Engalanado el pontón, con los colores nacionales, recibió aquel grupo, los primeros habitantes de Payo Obispo.”
Así, con júbilo y desconocimiento del porvenir, surge una aldea que van habitando burócratas, militares, mercaderes, algunas prostitutas…; quienes traen en su raíz una diversidad cultural que hoy contrasta con la actitud chauvinista predominante en el sector político, que ignora esta génesis de múltiples fusiones.
Junto con las oficinas para acuerdos de explotaciones forestales y chicleras, los edificios de gobierno y la escuela pública, el muelle fiscal y los barcos, se asoman bares y prostíbulos —como únicos alicientes para divertir— que rebasaron en número a los entornos que corresponden a la educación.
Para salvar al menos un recuerdo, en 1985 Luis Reinhart Mc Liberty —impulsado por la nostalgia de su niñez— crea una maqueta donde se reproduce, como un minúsculo país de fantasía, su figuración sublime del viejo Payo Obispo, que luego perfeccionan los artistas con el apoyo de algunos estudiantes.
En la maqueta, atractivo para todo turista que viene a “descubrir” el sur, se exhiben ciento ochenta y cinco casas, dieciséis carretas, cien maceteros, ochenta y tres matas de plátano, treinta y cinco árboles de chit, arenosas calles, barcos y ciento cincuenta personas como “enanos” en la historia de Gulliver.
Ignacio Herrera, ex cronista de Chetumal, comentó: “Pompeyo y sus hombres iniciaron el desmonte donde actualmente están las oficinas de Hacienda. Ahí se construyó la primera casa y esa primera casa se convierte en la primera escuela de Payo Obispo con veintisiete alumnos atendidos por la maestra Cristina Madrid.
“Las cuatro manzanas que fueron ‘desmangladas’ hicieron posible el primer proyecto de ciudad y la primera calle que se trazó fue la 22 de enero, escogido ese nombre por haber sido la fecha en que llegó el pontón. Le siguieron 2 de abril, 5 de mayo (en honor a la gesta de Puebla) y 22 de marzo, con motivo de la toma de Bacalar.
“Actualmente, esa calle sólo es un andador cuando debió procurarse que se conservara como en un principio: una arteria importante y vistosa. El 22 de enero es una fecha de relevancia entre las efemérides locales, porque está signada como la gestación de esta ciudad cuando fondeó el pontón aquel atardecer de 1898.
“(Sobre el nombre del pueblo) los historiadores señalan la leyenda de que un obispo fue toreado y sacrificado por los mayas, de que el cuerpo de un obispo —tras el naufragio de un barco que iba a Belice— recaló intacto después de quince días, y de que se tomó el nombre de fray Payo Enríquez, quien fue virrey de México.
“En nuestra historia, existen lagunas que hay necesidad de llenar con datos esparcidos o no escritos, interrogantes que deben contestarse. El escepticismo ante los valores históricos de nuestra ciudad parece un estigma heredado de aquellos malos gobernantes que sólo vinieron a saquear las riquezas forestales.”
MADERA Y SOLEDAD
Aquel caserío continúa poblándose por aventureros en busca de suerte, oriundos de muchas esquinas del país y naciones como Alemania, Irlanda, Italia, Líbano, Gran Bretaña…y Belice, de donde viene el mexicano Valeriano Córdoba —refugiado de guerra— con una casa desarmable que provoca asombro.
Payo Obispo crece con viviendas semejantes que ocupan familias cosmopolitas. En 1936, se le cambia el nombre por Chetumal como recuerdo del antiguo cacicazgo maya Chactemal, que aseguran floreció en estos litorales y, durante medio siglo, es un punto exótico que divide a México de Centroamérica.
El arquitecto Alejandro García ha realizado dos investigaciones de índole arquitectónica y matices antropológicos sobre la mítica aldea. En ellas, esgrime un concepto que no asumen todos los historiadores, aunque se ha vuelto popular: arquitectura anglocaribeña. Otros la llaman de estilo romántico inglés.
Para Alejandro: “La primera imagen arquitectónica que caracterizó a Chetumal es análoga a la de países caribeños colonizados por los ingleses como Belice, Barbados y Jamaica. Se trata de un estilo donde se mezclan influencias británicas, españolas e indígenas. Esta última es visible en el uso de la madera.
“Los rasgos hispánicos están en los corredores, concebidos para proteger a los habitantes del sol. Lo inglés, en su versión caribeña, aparece en esos muros machihembrados, los áticos, los barandales, los frisos, las crestas, las guardamalletas, las celosías, los canalones y los curvatos: símbolos de Chetumal.”
Payo Obispo se erige con pinos y caobas. Travesaños y columnas se construyen con jabín, machiche y zapote. Los pisos, fabricados también con caobas, se elevan a un metro del suelo para defender estas casas contra la humedad y los animales. Los techos son de láminas de zinc traídas desde Gran Bretaña.
El arquitecto Porfirio Mateos, especialista en restauraciones, afirma: “Las paredes de tablas se colocaban fijas en una estructura secundaria de viguetas interiores. El ancho de las tablas puede ser un elemento que denota antigüedad, pues en la medida en que escaseaba la madera disminuían sus dimensiones.
“Las formas de colocación cambiaban de acuerdo con la época de construcción. Los vanos, puertas y ventanas se enmarcan con una jamba que puede variar en cuanto a complejidad y en la elaboración de la ornamentación. Las barandas están resueltas en barras lisas unidas a un bastidor con adornos.”
El curvato, concebido para almacenar el agua de lluvia que se destina al consumo doméstico, es un tonel de madera al que desciende un canalón de zinc desde una techumbre de dos aguas, de tonalidades terracota. Se usa porque casi no hay pozos, y, tras una centuria, aún sobreviven en algunos traspatios.
El curvato, según el escritor Silvestre Caballero: “…está hecho de ciprés o cedro, estructurado con duelas verticales, rebajadas por los cantos y unidas a su base circular por aros metálicos para que adquieran forma de cono truncado. En su manufactura, se usaron técnicas similares a las empleadas para la fabricación de toneles”.
HUELLAS
A la vez que se ensancha Payo Obispo, en un borde donde existen desde antes de que llegase el pontón caseríos como Calderitas y Juan Luis Grande, se va pacificando la zona y asumiendo la soberanía, pese al lienzo social heterogéneo y los oleajes migratorios que rotulan ya la esencia del Caribe mexicano.
Se afirma que la Iglesia no estuvo en el cauce fundacional del poblado, aunque Luz del Carmen Vallarta expone en su libro Los payobispenses (2001) la participación de sacerdotes como el padre Pastor Molina y el obispo Hopkins, quienes con sus actividades influyeron religiosamente en la grey.
En el censo de 1904, predomina la población juvenil: el sesenta y cinco por ciento tiene menos de veintinueve años de edad. Se trata de familias jóvenes o muchachos y muchachas solteros que vienen a un “oasis” lleno de promesas. Casi todos saben leer y escribir, casi todos son católicos, y se entienden en maya, español e inglés.
A principios del siglo XX, hay un espíritu optimista como lo muestran un informe del general Luis Curiel y un artículo del Colonial Guardian, de Belice: “Payo Obispo, con cuatrocientas o quinientas personas, está conectado por telégrafo a Nueva York y Londres, tiene postes con buzones en las calles y la asistencia a la escuela es obligatoria.”
Este despliegue motiva a que muchos yucatecos —asentados durante tres generaciones en el norte de Belice— renuncien a esos lares —cuyas tierras no les pertenece— y busquen otras rutas tras la frontera, atraídos por la sutil propaganda del gobierno mexicano y el nacimiento impetuoso de una multicolor ciudad.
Dice el historiador Francisco Bautista: “…todo lo que se iba logrando era posible mediante el muelle en el que atracaban las primeras embarcaciones que integraron la flotilla; las lanchas cañoneras Maya, Cuauhtémoc, Dart y Coello.” los pailebotes Unión, Tatich e Icaiché; los vaporcitos Tulum y Ligera; balandros y gabarras.
“Durante décadas, fue el muelle de la ‘flotilla’, junto con el segundo que se construyó en posición paralela unos cien metros al poniente hacia el año de 1915, muy semejante por sus características, el eje principal en que giraba la vida política, económica y social de la naciente ciudad y del mismo territorio.
“Fue entrada única para los colonizadores que, procedentes de todos los rumbos de la Tierra, aquí se dieron cita en los albores del siglo (XX). Fue refugio para frágiles embarcaciones que se aventuraban en viajes de cabotaje, de más de dos semanas, trayendo una preciosa carga formada por hombres, mujeres y niños…
“También fue puente de entrada para los aventureros, los perseguidos o quienes ansiaban una nueva vida… Fue, en suma, el muelle de Payo Obispo punto obligado de contacto entre el hombre, la tierra y el tiempo: elemento clave en la historia de un pueblo en formación, etapa triunfante hacia mejores destinos.
“Fue esto y mucho más: lugar de encuentro y despedida de padres e hijos, hermanos, amigos o seres queridos que nunca volvieron; escenario de protocolo de bienvenida a gobernantes, funcionarios y aun un presidente de la república como ocurrió en la recepción cariñosa y emotiva despedida a Lázaro Cárdenas.”
DEL SAMBAY Y LOS VIOLENTOS CHICLEROS
Reducido actualmente al ámbito del folclor chetumaleño, el “sambay”, cuyo nombre se deriva de la frase inglesa “let’s go to some buy”, es casi ignorado por las nuevas generaciones y los nuevos inmigrantes, quienes prefieren para bailar vertientes musicales como reggae, rock, cumbia, “salsa” y reggaetón.
El sambay, de influjo beliceño, se ejecuta con marimbol, maracas, güiro, banjo, acordeón y guitarra sexta. Es una variedad melódico-danzaria y el nombre de las fiestas que se realizaron en colonias payobispenses (Julubal, Punta Estrella y Barrio Bravo) en los primeros lustros del último siglo que se fue.
El investigador Marcos Ramírez Canul sostiene: “El baile era indefinido, algo libre, ya que muchos de los bailadores era gente de campo, trabajadores del chicle y la caoba. Estas fiestas se hacían bajo la luz de lámparas de petróleo en distintas casas, como las de Joaquín González, la familia Viera y Paulina Bustillos.
“Eliodoro Viera, uno de aquellos músicos, compuso una canción con las características rítmicas del ‘sambay’: ‘La reina del Julubal’, donde toma como referencia a las hermanas Julia y Tomasa García, bailadoras distinguidas en las fiestas que se hacían cada sábado, siempre en casas humildes, pero alegres.”
Casi todas las composiciones con las que se baila el “sambay” pertenecen al brock down beliceño y otros géneros musicales del Caribe anglófono, aunque algunos músicos del patio logran escribir letras para seguir este ritmo que, tras su auge, no evoluciona hacia una condición artística y se fuga en un borroso ayer.
Aparte de bailar “sambay” o “son de la bahía”, los chicleros suelen divertirse en cantinas y prostíbulos cuando bajan de la selva. En muchas ocasiones, reos de la embriaguez, luchan con sus machetes hasta morir. Estos “duelos” son tan comunes como la muerte por enfermedades o mordeduras de víboras.
De Honduras, Campeche y Yucatán vienen músicos, ilusionistas, agrupaciones teatrales y compañías de zarzuela (artistas pobres y vagabundos) para entretener a los payobispenses en el teatro “Juventino Rosas”. También actores aficionados de la comunidad se presentan en el anfiteatro “Minerva”.
Las compañías de Héctor Herrera, Andrés Urcelay y Elena Muller van dejando huellas en mucha gente, que a su vez dispone de otros entretenimientos: funciones cinematográficas en el Cine Europa —creado por el egipcio José Barquet en 1912— y circos, como Cárdenas y Metropolitano, que seducen a los niños.
No todos acceden a esas diversiones. Los más humildes, habitantes de Barrio Bravo y rancherías contiguas, ocupan su tiempo en las bajas ceremonias del alcohol, las prostitutas y los corridos, como uno que conciben para los chicleros que (casi prófugos) abandonan los caseríos de Veracruz y nunca regresan.
Muchos de estos hombres, toscos en sus impulsos, recios de carácter y curtidos en labores rudas, han dejado en sus lugares de origen algún muerto, alguna causa pendiente con la ley o una historia brumosa que desean olvidar sumergiéndose en quehaceres del monte, lejos de la civilización.
UN FILME QUE SE APAGA
En su libro Tierra del chicle (1937), Ramón Beteta enfatiza que los chicleros viven en condiciones lamentables y “no los protegen ni Dios ni la ley”. También relata allí la anécdota del chiclero que fue mordido por una nauyaca y a su vez él mordió a la serpiente —creyendo que así se curaría— hasta que los dos sucumben, junto a un zapote.
Otra muerte espeluznante ocurre hacia el año de 1930 cuando (por rapiña) tres jugadores empedernidos (Frías, Sánchez y Caballero) una noche alegre ejecutan al chino Luis Lam y esconden su cadáver —fragmentado en treinta y seis porciones— en tres latas alcoholeras que la policía encuentra en un oscuro predio.
El cadáver que sigue aterrando después de su sepelio es el de un inspector escolar que, víctima de un misterioso homicidio, fallece en la escuela “Belisario Domínguez” en 1934. Los niños, cuenta un cronista, cruzan veloces y tomados de la mano, pues la leyenda de ese fantasma asusta a toda la comunidad.
Las primeras generaciones crecen en ese ambiente mágico escuchando lo mismo historias sobres aluxes mayas que sobre dragones chinos, y algunos (en 1922) ven cómo un joven del circo Cárdenas hace piruetas en un globo que arde a quinientos metros sobre el Río Hondo o los cocodrilos que en 1929 inundan los patios.
La lluvia dura veintiséis días con sus veintiséis noches y, como recuenta el doctor Martín Ramos en su artículo “Estampas de frontera” (1998), los payobispenses no exhiben miedo, pues ya habían sobrevivido a dos huracanes en 1916 y 1922, pero sí se asombran al ver entre los árboles feroces cocodrilos.
¿Qué imán tiene este pueblo que aún embruja a gente de tantos recodos del planeta? Nadie ha podido responder, aunque sea alto el número de personajes exóticos que aquí vivieron, como la transformista vienesa Fata Morgana o el piloto parisino Didier Masson. Hasta el actor Pedro Infante era huésped en Chetumal.
Desde 1936, por orientaciones del gobierno federal, la aldea deja de llamarse Payo Obispo, y desde antes se estimula la “despayobispización”, como detalla en su obra Los payobispenses (2001) la doctora Luz del Carmen Vallarta, para diluir un orbe multicultural que no se parecía mucho al resto de México.
Tras la Revolución mexicana, tan distante de la península yucateca, el poder urde un proceso para mexicanizar Payo Obispo. En todos los foros públicos (plazas, escuelas, oficinas gubernamentales…) se va exaltando intensamente un patriotismo casi antagónico con las influencias de Gran Bretaña y el Caribe.
El gobierno se propone ir eliminando la dependencia mercantil y cultural con la colonia inglesa, imponer modelos organizativos como las cooperativas y una educación hondamente cívica, traer colonos de otros estados con tradiciones mexicanas y prohibir que se construyan edificios semejantes a los beliceños.
Como parte de ese proceso, en 1936 se le cambian los nombres tanto a Payo Obispo como a poblaciones circundantes. No es adecuado (en términos políticos) sentirse payobispense. Pero el remate llega con el ciclón Janet, en 1955, cuyas aguas sepultan hogares, hábitos, costumbres… y vidas.
OJOS TRISTES PERDIDOS EN EL MAR
La capital del Caribe mexicano se expande eclécticamente con rasgos muy simbólicos como el nombre de esa calle (Sicilia), que alude al origen de la mafia italiana y desemboca en el refugio del Partido Revolucionario Institucional, o la ubicación del cuartel frente al cementerio, que junta la guerra con la muerte.
Los inmigrantes ya no llegan por mar, sino por cielo y tierra. Continúan los vínculos con Belice. El faro (antes obligatorio) sólo orienta a unas pocas embarcaciones y el muelle es un accidente citadino. No hay arena en las calles, nadie bebe agua de curvato, y pocos se arrullan con la llovizna sobre techos de zinc.
De la antigua riqueza forestal, muy poco sobrevive, casi todo fue saqueado por inescrupulosos madereros y han tenido que implementarse planes de reforestación, que amenazan los ciclones. Tampoco se explota el chicle con la misma fiebre de antaño, pues la economía fluye hoy bajo el implacable turismo.
Las migraciones sin fin, el crecimiento urbano, la certidumbre tecnológica de pertenecer al mundo y el deterioro educacional impiden que se afiance una memoria identitaria. Ni discursos ni museos ni melodías logran cristalizar algún sentido de herencia hacia una cultura que disuelve pavorosamente el tiempo.
Pompeyo Blanco, desde una escultura que lo perpetúa y donde viven sus cenizas, le da la espalda a la ciudad que él erigiera y sus ojos tristes se pierden en el mar —por el que a bordo de un pontón, fabricado en Luisiana, vino con trece hombres—, sin comprender que su raíz germinaría hacia todos los puntos cardinales.