Eliana Cárdenas Méndez[i]
I
En comunidad y más en la península de Yucatán, a los 17 años estás lista para el matrimonio. Yali lo tenía todo desde antes, novio, vestido y consentimiento. Elpidio tenía 10 años más que ella y lo conocía desde abajo, porque lo primero en lo que reparó fue en sus botas de militar; era pequeñita y miraba poco hacia arriba, más bien, era bien fijada a ras de suelo. Primero porque –como dice ella- son mayas y no mucho les han enseñado a mirar de frente, más bien para abajo y de ladito, siempre recelosos y, en segundo, porque era niña. Una vez llegó un contingente de soldados para una fiesta del pueblo y algunos de ellos se dejaron venir a la casa de sus papás; una casa de block sin aplanar, techo de lámina y piso de cemento; pero eso sí, con una terraza amplia que miraba hacia los árboles y las plantaciones de caña; era fresca, con techo de guano con asador y su hueco especial cavado en la tierra, para cuando se cocinaba barbacoa; entraron todos en tropel, hablando recio y pisando fuerte, entre ellos venía Elpidio, vestido como todos, con su uniforme y sus botas lustrosas. Como siempre y debido al intenso calor de estas tierras empezaron a tomar cervezas de inmediato, y a las pocas horas, también como siempre, las botellas no cabían en las mesas y se dieron a rodar por el piso, y a ellos a hinchárseles la vejiga, por eso a cada rato tenían que ir al baño que quedaba retirado de la casa; conforme avanzaba la noche a muchos les ganaba y no esperaban a llegar al baño y se metían al monte. Ya para entonces Elpidio la miraba mucho, con vocación resuelta. Yali no sabe decir si le gustaba, porque en honor a la verdad ella solo tenía curiosidad de la diferencia; por eso cuando él fue al baño abrazado por los hombros con otro soldado, se fue detrás para acecharlos, pero en el camino se encontró con un fusil descansando en un asiento, un mosquetón, parece que era, de esos que le dan a la milicia de bajo rango; entonces se entretuvo y ya no les prestó atención a ellos; primero miró para todos lados para asegurar que nadie la viera, luego encandilada y un poco temerosa le pasó los dedos a lo largo del cañón y los deslizó por los costados hasta alcanzar su punta fría y dura y entonces decidida también metió sus dedos pequeños en el agujero por donde salen las balas; embelesada se lo puso en la boca y quiso arrancarle algún sonido, quería hacerlo cantar como pájaro, emitiendo sonidos de vocales largas y silbidos entrecortados; pero al instante los vio venir jadeantes y después asustados corrieron hacia ella, entonces soltó el arma que se azotó contra la tierra y dejó salir un tiro ensordecedor. Hombres de la milicia salieron de todos partes asombrados, lanzando gritos y regaños “sácate de aquí, chingada chamaca, no te metas con lo de los hombres” y entonces corrió con una vergüenza que le duró muchos días y la dejó amilanada, otra vez con la mirada nivelada a ras de suelo.
Cuando tuvo 16 años Elpidio volvió y la pidió en matrimonio, su papá dijo estar de acuerdo, pero pidió una tregua hasta que cumpliera los 17 que es cuando las mujeres están listas. Se casaron y hubo gran convivio en la caseta comunal, vinieron carros del ejército. “Yo si estaba preparada para el matrimonio, pero no tan de verdad”, -nos contó- porque, aunque sabía muchas cosas del quehacer, no sabía nada acerca de la pasión, que era mi verdadera inquietud”.
No tuvieron noche de bodas porque Elpidio se emborrachó, y en el camino se le fue desaliñando el traje de gala con el que se había casado: seguido de la gorra de plato, se quitó la casaca y el cinturón y se fue con sus amigos del batallón. Ella se quedó en la caseta esperándolo con su vestido largo, mirando la punta de sus zapatitos blancos de tacón. Las señoras tuvieron tiempo de limpiar las mesas, recoger sillas y manteles y ella se fue quedando en el centro del salón como un florero, dando vueltas a su anillo de boda, pasándolo por todos los dedos. No regresó y entrada la madrugada y para aliviarle la pena y la carga de la espera, su mamá, que no era de mucho tocar, le pasó el brazo por los hombros y le dijo que así era, que solo tenía que esperar a que su esposo quisiera, – “es cuando ellos quieran, lo mejor es que te vayas acostumbrando,” -le aconsejó-
Pasaron varios meses durmiendo juntos, pero él ni con su pie rozaba los de ella que se incendiaban por el calor; entonces buscaba la hamaca y así, meciéndose con la brisa tibia de la madrugada se quedaba dormida; aunque no tenía prisa si esperaba y, el día anhelado apareció de pronto, llegó de comisión y la sorprendió: entró rápido al cuarto, la tiró a la cama, y así, sin preguntarle le abrió las piernas y la dejó embarazada; con el mismo método quedó embarazada tres veces más, sin palabras de amor, sin besos y sin caricias;
“Me tenía dada una casa grande que yo limpiaba todos los días, y cuidaba a mis niños”, nos contó, pero él, aunque no estaba, no la dejaba salir a ninguna parte, solo a casa de sus papás y acompañada por él.
– “Tú tienes aquí tu casa, no te falta nada y las mujeres no tienen a qué salir”. Pero ella había escuchado de la pasión y seguía pensando en eso porque no sabía qué era ni cómo buscarla.
II
No, nunca la llevó a los convivios para los soldados por fiestas de día de madres, o navidades; “no tienes nada que ir hacer allá”, le explicaba sin esperar respuesta. Una vez para unas fiestas patrias, fue con la esposa de uno de sus compañeros y llevó a los niños para que se sintiera orgulloso, pero en respuesta, él, desde el lugar donde estaba rindiendo honores, la miró con verdadero odio; al término de la ceremonia se acercó y le dijo, “lárgate de aquí inmediatamente, te tengo dicho que aquí no tienes nada que venir a hacer”.
Encontrando la salida empujados por él, los alcanzó su amigo Antonio, “no te pongas así Elpidio, déjala que conviva un rato”; así fue como regresaron y se quedaron hasta el final del festejo, pero él solo se acercó para llevarlos al taxi. En la casa no se tocó el tema, no la recriminó, pero ella nunca volvió a pararse por esos eventos.
III
Con la llegada de los niños a la escuela conoció a otras mujeres, las mamás de los compañeros de sus hijos, muchas de ellas deslenguadas que contaban de noches de pasión con sus maridos, entonces se unió a ellas poniendo de pretexto las tareas y oficios escolares, pero era solo para poder ir a sus casas y escuchar; entre pozol frío y a veces entre tandas de cervezas, desde las hamacas, se enfilaban y descosían en detalles asombrosos: eran historias donde se amalgamaban las bocas con las entrepiernas, lenguas afiladas, dentelladas, y circuitos empinados por donde pasaban palabras coloradas que parecían clamores pero decían que eran de felicidad; a veces parecía que contaban peleas de gallos con espuelas y hablaban de tantas mordidas que parecía pelea de perros callejeros; algunas veces también se entreveraban rugidos de leopardos, zarpazos y arañazos que desgarraban y dejaban la piel en las uñas; de no haberlo contado con risas a veces y otras, con los ojos volteados, hubiera pensado que la pasión era como las batallas que contaban los amigos de su marido cuando se emborrachaban en la casa: todas empezaban corriendo, persiguiendo, dando alcance y al final, todos lívidos y languideciendo. Sin embargo, ella se confundía porque al final de esos cuentos Elpidio, ya bastante tomado, le daba por cantar y abrazar a los amigos; les besaba la cabeza, les pasaba la mano por el pecho y después bailaba con la mano en la cadera y sonreía con los dientes apretados; en este punto los amigos embriagados y babeantes aullaban aplaudiendo y algunos también volteaban los ojos y los dejaban en blanco. Entonces ella, fuera de lugar, buscaba un pretexto para recoger los platos y correr a la cocina a lavarlos con bastante jabón, para sacarse algo que le parecía mugroso.
No podía hablar nada de esto con él y entre tanto, se hacía a la idea de que lo acariciaba cuando le estaba planchando sus uniformes de campaña.
IV
“Mientras te de todo, quiere decir que lo tienes, solo falta la pasión y esa tiene que venir de tu parte”, le aconsejaban las madres de familia; así que una vez lo intentó debajo de las cobijas y él la apartó con asco: “El único amor y la única pasión es la que se siente cuando te meten la riata en el culo”, le contestó enérgico. Pero aún, entonces, siguió sin entender nada.
Cuando llegaron de nuevo las fiestas del pueblo se hizo el viaje y de nuevo llegaron los carros del ejército, los amigos y las botellas de cerveza rodando por el suelo; otra vez las idas al baño y otra vez su curiosidad cuando lo buscó y no lo vio; reanimada por la inquietud y cierta zozobra lo persiguió hasta el monte y entre los surcos de la caña quemada, lo encontró: allí estaba mordiendo la tierra y sus puños, a juzgar por los ruidos sin duda, se trataba de una riña que mezclaba gruñidos, golpes secos, y jadeos intensos; era una batalla hombre a hombre, cuerpo a cuerpo; en eso estaba pensando cuando escuchó a Elpidio, decir entre bramidos: “Antonio, mi amor, empuja cabrón, hasta el fondo que soy tuyo, tuyo, tuyo” y después los escuchó a los dos aullando, mientras se apagaban las ranas y se prendían los grillos. Espantada corrió perseguida por la voz de Elpidio que se había dado cuenta de su presencia y la llamaba desesperado. Yali no volteó, siguió corriendo, abrasada por un olor a pantano y a molienda de caña quemada.
-No me abandonó nunca, ese olor no me deja, expone, desde la docilidad abrumadora de sus setenta años.
[i] Eliana Cárdenas Méndez, Profesora-Investigadora, Departamento de Humanidades y Lenguas de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. elianacardenasmendez@gmail.com