Jorge Manriquez Centeno
Quiero darle los buenos días a Panchito Campeón, acercarme y platicar con él.
¡Al menos una vez!
Quiero ayudarlo a cargar esos grandes cubos de agua que lleva a vender a los lavaderos.
Quiero lavarme la cara con esa agua fresca, transparente, que deja ver este recuerdo.
¡Al menos una vez!
Quiero pedirle disculpas a Panchito Campeón, acercarme y quitarle las piedras de sus bolsillos. Ya no las necesitará.
¡Descansaremos en paz, amigo!
…
…
Estoy, de a tiro, bien chamaco.
Estamos en la colonia Magdalena Mixhuca del Distrito Federal, y Panchito Campeón es muy útil cuando escasea el agua.
Panchito Campeón camina y habla consigo mismo casi todo el tiempo, tal vez por ello nadie lo acompaña, ni su sombra que se aleja cuando nos acercamos.
Es un tipo altísimo, de inmensas proporciones, pero con cara de niño desconsolado, de esos niños que están a punto de llorar porque han perdido de vista a su madre en el supermercado o en cualquier lugar, y quedan desprotegidos como sus grandes ojos, que se pierden en la lejanía de tanto mirar y mirar y sólo encuentran caras desconocidas.
Todos conocemos a Panchito Campeón, pero él nunca nos conocerá, tal vez porque le recordamos a su padre.
Cuando le gritan: “Panchito Campeón, tú mataste a Pedro Infante”, empieza a llorar. Se altera. Toma las piedras que lleva en sus bolsillos y las va aventando. Contesta gritando, llorando: “Pepe el Toro es inocente, yo no maté a Pedro Infante.”
Le vuelven a decir: “¡Si lo mataste!” Y va de nuevo:
“Pepe el Toro es inocente, yo no maté a Pedro Infante.”
Se repite la misma escena por donde pasa hasta que una madre dice: “Niños, dejen de estar chingando, y váyanse a su casa a estudiar o a chingar por otro lado.”
Panchito Campeón llora terriblemente, como agua de huracán que entra por las ventanas.
Me arrepiento de haberme ido, algunas veces, con ese huracán de burlas. Hoy que los ríos navegan en profundas hermandades, y que estoy por traspasar ese umbral, te pido perdón, Panchito Campeón.
…
Nadie sabe dónde duerme Panchito Campeón. Sólo lo vemos caminar con su palo atravesando sus hombros, con esos grandes cubos de latón, repletos del vital líquido.
Lo hemos seguido por el rumbo de la “Marranera”. Al vernos, nos avienta piedras. Sus bolsillos son una fuente interminable de pequeñas piedras. Cuando nos alejamos, lanza piedras al cielo, murmurando incomprensibles palabras.
Panchito Campeón no pisa las líneas de las aceras. Son abismos.
En las calles puedes encontrar laberintos. Por eso, Panchito Campeón siempre anda en medio de las calles.
Cuando sale de la vecindad, uno de los cuates, agazapado en el zaguán, intempestivamente lo empuja para que pise las líneas de las aceras, esas que se van formando entre cada cuadro de cemento. Cuadro a cuadro, hay líneas en las aceras. Dice que, si las pisa, lo pueden absorber para que pague sus pecados. Cuando toca con su chancla alguna línea de las aceras, llora desconsoladamente.
De chavo, muchas veces pensé, sin decirlo, que en las esquinas, en las líneas de las aceras y en las alcantarillas, todo puede suceder. También me gusta llevar piedras en mis bolsillos. Muchas piedras. Tocarlas, sentirlas, redondearlas con estos recuerdos. Nunca lo dije en voz alta, sólo hoy que han pasado muchísimos años.
Muchas cosas se desencadenan en esos laberintos.
Estaba chavo, pero aún hoy en día sigo pensando lo mismo…
“Te puede llevar el payaso”, me decía Jesús, como llamo a mi conciencia, por eso nunca me gustó pisar las líneas de las aceras, ni mirar ninguna alcantarilla, y eso que aún no aparecía “It” para que nos atrajera a esos abismos con sus risas y globos. Lo que si me gustaba era tirar, sin que nadie se percatara, algunas monedas para que se alejara mi mala suerte. Obvio, centavos.
No me gusta pisar las líneas de las aceras, ni asomarme por las alcantarillas, vuelvo a decirlo para que se alejen los malos pensamientos. Dicen que las cosas de mal agüero hay que repetirlas para que no caigan a tus espaldas y te doblen en cualquier esquina.
Es mejor ir en medio de las calles y las avenidas, ir dejando pasar el tiempo que se pierde cuando llevas las manos en los bolsillos …
Es mejor tomar una carretera y acelerar, acelerar, ver cruzarse en el cielo las ramas de los árboles como protegiéndolo o tomar cualquier desviación para volver a reencontrarme; irme por ahí o dar la vuelta en “U”, en uno de esos “retornos”, y regresar a la colonia, ir viendo a los amigos, los cuates de siempre y saludarlos en la primaria, en el recreo, en ese enorme patio.
A la salida, me gusta jugar a “burro tamalada”, “coleadas” o “balero”. Total, estoy esperando a la Yayo, no tarda mucho en venir, o vamos a la papelería y compramos más canicas, “bombochas”, que me gustan más. Están grandes, tan grandes como esas nubes que pronto nos llevarán por ahí.
Las nubes siempre rondan por las piedras, les dan forma.
Mejor estar en el 41, más seguros. Acá, en nuestro patio, no nos podrá atrapar el Encostalador para luego subirnos a los postes, todos amarrados, sin ganas de gritar, porque estaremos hasta arriba con mucho miedo.
El Mugres no pudo gritar, sólo se quedó con su sonrisa, pero solo; cuando lo bajaron, lo vimos todo quieto, como en el juego del “stop”, sin moverse, tal vez para que no lo vea el Encostalador.
Nadie sabe cómo el Encostalador sube a los niños en los postes de la luz que están lisos, como los del “palo encebado”, que ya no nos gusta jugar.
Todas las mañanas miramos hacia arriba y sentimos la inquietud de esas nubes porque no para de llover; claro, es octubre, y el viento se lleva hasta los malos pensamientos, porque, ¡gracias a Dios, no hay nadie arriba!, decimos cuando amanece y corremos seguros por el patio de la vecindad, antes de que nos lleven a la primaria.
Es mejor andar en grupo, en “bandada”, como pájaros protegiéndonos con nuestros cantos y trinos, porque el Mugres decía que le gustaría volar, volar para irse por todos lados, lejos de aquí, para alcanzar a sus padres. Tal vez por eso estás arriba, amiguito. ¡Gracias a Dios!
Diosito, se ven feos esos cuerpecitos, todos envueltos de negro, porque no tienen ningún movimiento, y los pájaros no dejan de darles la vuelta y no paran de trinar. Al rato viene un aguacero, y ahí están los bultos negros todos mojados, pero sin dejar raíces.
Quisiera que hubiera raíces en el mar para ver retoñar a mis amiguitos.
“No hay raíces en el mar, sólo flores”, me explica mi abuela Dolores, y de nuevo quiere que la acompañe al Mercado de Jamaica para comprar un ramo de flores. Pero mejor al rato, abuelita, estoy jugando. Y le vuelvo a decir: “Al rato, abuelita.”
Está esperando, impacientando las flores que ya quieren estar a su lado, junto a los cirios.
Mientras, pienso lo que me dijo el Mugres: “Tote, Panchito Campeón avienta piedras a las nubes para formar nidos, y quiero estar por ahí, amiguito, volando.”
No recuerdo qué le contesté. Han pasado más de cincuenta años, y hoy, que estoy viendo caer el sol por el desgastado oeste, ya no quiero volver a despertar. Ya me cansé, no tengo piedras en los bolsillos. Punto.
…
…
Hoy, el pequeñísimo Tote está recogiendo piedras para aventarlas y alejar los negros pensamientos.
Panchito Campeón está guardando piedras en sus bolsillos para ahuyentar los malos pensamientos.
Siempre hay piedras en el camino.
El pequeñísimo Tote ve pasar a Panchito Campeón y le grita: “Panchito Campeón, tú mataste a Pedro Infante.” Se detiene de repente.
Se ensombrece con esas nubes negras. Al Tote no le importa ese llanto de niño desenfrenado, ni que cargue grandes cubos de agua, con un palo atravesado entre sus hombros, y que tenga tanta hambre, porque a veces se le ve a Panchito Campeón esculcando en los botes de basura, en busca de algunos buenos desperdicios; es más, hasta tus buenos pedazos de pizzas te puedes encontrar en los botes de la basura. El hambre es un abismo sin piedras.
Panchito Campeón tiene hambre.
El pequeñísimo Tote tiene hambre y le vuelve a gritar: “Panchito Campeón, tú mataste a Pedro Infante.”
¡Con alguien tiene que desquitar todo su coraje!