Por Eliana Cárdenas Méndez
Querido Primo, la tensión es insalvable, no tiene que ver sólo con nosotros. Todavía los expertos no se explican cómo es que siendo la memoria un asunto absolutamente personal, también pueda ser colectiva. Ésta es mi versión y, es exacta al recuerdo indeleble que conservo de aquél primero de enero del 2011.
Eran cerca de las 6 de la tarde cuando abandonamos el valle y comenzamos a bordear la costera. Además de las señales en la carretera, me di cuenta que tomábamos la ruta hacia el puerto por el bamboleo de nuestros cuerpos dentro de la camioneta, inevitablemente nos inclinábamos a la izquierda y enseguida todos a la derecha, un vaivén que duró cerca de una hora; la señal inequívoca del arribo al puerto llegó cuando sentí las gotas de sudor condensadas en mis pantorrillas. No puedo testificar con claridad sobre la cadena de sucesos que nos llevaron a la casa y después a la escena frente al mar; creo que en eso tu memoria es más precisa, porque yo salto, de hecho, al centro de la sala y de cómo empezaron a encenderse las veladoras por todos lados.
No había luz en el barrio y eso no estaba previsto por nadie; no sé de hecho, cómo las consiguieron. En un recuerdo fijo todos bromean y hay afanes en la cocina que entretienen a las mujeres; los demás están inflando los colchones para acomodar a todo el personal. La luz de las velas aprisiona el calor dentro de la casa y el aire se hace irrespirable. Yo no hago nada, estoy petrificada en mi función de mirar; si no hubiera sido por esa diligencia, yo habría saltado directo a la escena del mar y de hecho no recordaría nada acerca de la casa. Por eso aseguro que vi cuando mi hermano Martín pasó llevando a mi hijo de la mano, y se bien que ellos no me vieron; pero después desaparecieron de mi vista y por eso grité ¿dónde está Jao Mateo? busqué a tientas la salida a la calle y fue en ese preciso instante que volvió la luz; entonces los reconocí caminando por una cuesta abajo y ya para entonces la música estrepitosa salía a borbotones en ebullición de todas las casas vecinas. Fue allí, cuando casi les daba alcance, que Martín viró y molesto me dijo:
-Yo no me quiero quedar allí en esa casa, hay mucha gente, hace un calor horrible y, además, ¿quién puede dormir con esos tambores y esos pitos con sordina? En este puerto es así y así van a estar hasta mañana, y pasado mañana y después y siempre; estarán embriagados hasta quedar colgados de los postes, doblados en los andenes y muchos de ellos apuñalados; así son, mejor hubiera sido que no volviera la luz.
Caminamos en silencio hasta que entramos a una tienda. El y la esposa pidieron dos Coca Colas. Yo no pedí nada, un arrepentimiento errabundo y viscoso me daba vueltas en el estómago y juro que no me dejaba más que respirar. El negro del costal apareció allí y en ninguna otra parte, de esto estoy segura, estaba descalzo, sin camisa, con un costal lleno de cosas inservibles, terciado en el hombro; tenía el pelo afro erizado, las uñas largas llenas de mugre y los ojos enrojecidos. Se detuvo delante de nosotros y después gritó:
-Colaboráme con algo vé, dijo, dirigiéndose a mi hermano.
Este, impasible, lo miró horizontalmente y apresuró unos sorbos. El hombre del costal lo siguió mirando insistente, expectante, casi con odio; por eso fue que Martín le estiró botella de Coca Cola que conservaba un poco menos de la mitad del líquido; él la recibió y sorpresivamente la estalló contra el pavimento; solo tuve tiempo de cubrirle la cara a Jao Mateo y de cerrar los ojos, justo cuando la botella caía en picada.
-Comé mierda malparido, le dijo tipo enfurecido y siguió su camino.
Mi hijo se replegó contra mí, me abrazó una pierna y comenzó a llorar. Insisto, fue por eso que decidimos llevarlo a ver el mar, para calmarle el susto.
El recorrido fue intenso, él lloraba desconsolado mientras la música salía de todos los rincones en un volumen endiablado y parecía aumentar el calor. Para llegar al malecón tuvimos que caminar apretujados contra muchos cuerpos que se agitaban con prisa por en medio de una calle, llena de carros, carretas, bicicletas, motos y puestos de comida con grandes cazuelas donde hervían papas y salchichas.
En ese preciso instante, cuando alcanzamos la acera del malecón fue que vimos, perplejos, ese mar aceitoso que se contorsionaba, tratando inútilmente de engullir una estela de platos desechables que tendría unos cuarenta o tal vez cincuenta metros. Allí de frente, sentados sobre el muro del malecón, donde se quebraban las olas, una bandada de muchachos, reían y cantaban acompañados de sus palmas imperturbables a la trifulca agónica que libraba el mar, ligeramente iluminada por la luna insípida de aquél enero.
Cuando estuve en el pequeño cuarto de ese hotel barato, pero con aire acondicionado, miré por la ventana y vi de nuevo ese mar aceitoso y allí, agonizando, un inmenso barco oxidado, vencido por el salitre y por la pena. Entonces pude confirmar lo que todos dicen de ese puerto: ¡que es un infierno!
Este es mi recuerdo, querido primo, no insistas en hacerme creer que todo aquél día fue una fiesta y que allí todo es una rumba interminable. Allí no quiero volver jamás, ya tengo bastante con lo que conservo para siempre de ese puerto inmundo. Ahora, debe ser peor: dicen en los medios que han llegado de nuevo los buscadores de oro y que los están matando a todos.