Por Jorge Manriquez Centeno
Baja estatura. Nariz respingona. Flaco. Serio. Taciturno.
En las horas de comida, se iba al parque, comía con tranquilidad su sándwich, y se tomaba calmadamente su pepsi cola: “Porque es más dulce que la coca cola y me estabiliza la presión”, decía. Luego, se ponía a leer sus interminables revistas que siempre traía en su inseparable portafolio de mano.
Todos los días se “ajuareaba” con sus grandes pantalones de tirantes y sus camisas de amplias mangas, provistas de bolsas en cada brazo. Esa ropa dominguera era la de todos los días, la de prácticamente toda su vida, porque Manga Ancha no dio el ancho en eso de crecer.
Ataviado de esa forma, los fines de semana Manga Ancha, al llegar a la Alameda, se dejaba caer (eso hacía, se tiraba en el pasto) para pasar muchas horas leyendo sus revistas.
En la oficina, Manga Ancha iba cambiando únicamente los colores con que vestía esa ropa, conforme a las estaciones del año.
En la primavera y el verano, usaba diferentes tonos de verde.
En otoño, se dejaba aparecer con sus colores marrones, ocres, metálicos, así como oxidados.
En invierno, se dejaba querer por el blanco, incluyendo zapatos de plataforma y bufanda blanca grande de algodón, tejido en punto de cruz. Tal cual paloma.
Manga Ancha siempre bien ataviado.
Buena ropa.
Un caballero distinguido
Un catrín, diríamos.
Dice un dicho: “El hábito no hace al monje”, y dice bien: para los que lo rodeaban, Manga Ancha tenía poco seso.
De hecho, fue Javier, el Gordo, quien le endilgó su segundo sobrenombre: Poco Sesos.
No daba una.
Tenía una buena recomendación para trabajar en esta oficina defeña, pero cuando su padrino cayó en desgracia política, Manga Ancha cayó con él. Un tiro matando dos pájaros.
–¿Qué actividades tiene encomendadas?
Enojado, me preguntó el jefe que le llamábamos Doctor, al ver a Manga Ancha haciendo un crucigrama y comiendo unas ricas pasitas.
–Mmmmm.
–Ponlo hacer algo, acuérdate que es de confianza y tiene buen nivel.
–¿La síntesis? –alcancé a preguntar.
–Lo que quieras. Sólo que realice alguna labor. Ya lo reportaron con el director administrativo, quien me señaló la necesidad de mantener la armonía laboral. Por favor, te lo encargo.
–Bueno.
Ahí me tienes tratando de llenar el hueco de falta de trabajo del pobre Manga Ancha.
Prefería llamarlo así, porque no hacía daño a nadie y, aparte, se ajustaba ese apodo a las amplias mangas de sus camisas. Como dije, nadie sabía dónde las compraba, y eran una fuente inagotable de pasitas, nueces, almendras, muéganos, cacahuates, cosas por el estilo, que masticaba parsimoniosamente en sus horas de esparcimiento: todo el día.
Era un enigma dónde compraba esas camisas tan peculiares, porque en verdad estaban grandes las dichosas bolsas de sus camisas.
Al poco tiempo, Manga Ancha no dio el “ancho” para apoyar en la elaboración de la síntesis informativa, que ya incluía los noticieros de la radio y televisión. Siempre estaba ensimismado, como cuando te pones a pensar qué contestar ante una pregunta complicada del Harmon Hall, más que estás frente al grupo, en la hora de “speaking”. Dubitativo, diríamos.
–Doctor, te informo que lo pondré a hacer otras actividades. Los demás compañeros no lo quieren ahí. Hasta Esteban esta histérico. ¡Imagínate, Esteban histérico! Pega mal las notas, no redacta bien, confunde los nombres de los noticieros. Un relajo.
–¡No puede ser!
–Eso digo, pero siempre anda pensando en la inmortalidad del cangrejo.
–Caray. Ponlo hacer otras cosas. ¿Qué más? –dijo malhumorado el Dr.
Manga Ancha tenía buen sueldo. Ese era el problema.
Visto ante otros empleados que ganaban mucho menos que él y hacían más actividades y de mayor responsabilidad, era injusto.
Aparte, todos sabían que no tenía padrino.
Naturalmente, empezaron a boicotearlo, a elucubrar. Como todo en la vida, cuando varias personas se alían en contra tuya, las cosas suelen complicarse. Más en este caso.
En verdad, Manga Ancha, de plano, no hacía nada, no por no querer hacerlo, sino porque todo le salía mal, visto desde nuestra perspectiva. Creo que hasta sacar punta a los lápices se le complicaba, por eso siempre usaba lapiceros “portaminas”, de siete milímetros, “porque las minas de cinco milímetros se rompen con mayor facilidad. Además, sus líneas son muy difusas”, me explicaba, cuando tenía tiempo y lo cuestionaba sobre algunos detalles que yo observaba y quería encontrarle sentido a su mundo. Lo único que existía arriba de su escritorio eran hojas de papel y su “portaminas”.
Se enojaba cuando algún compañero de oficina le dejaba, a propósito, y veladamente, en la superficie de su escritorio clics, borradores, tortas, oficios, plumas, “gansitos”, oficios, los cuales apresuradamente volvía a quitar de su vista, murmurando: “No me gusta que esté todo desacomodado.”
Eran los únicos momentos en que Manga Ancha se enojaba. Pasado el mal momento, volvía a esa plácida calma y entraba en un estado de total relajación, así como cuando te recuestan en esos camastros de los actuales spas, y te aplican un aceite por toda tu espalda, piernas y cuello, y te dan un buen masaje por todos esos rumbos, y te quedas semi dormido por esos gráciles y adiestrados dedos y esa música relajante, persa, griega, egipcia, de esos lares por donde se está yendo tu mente, y, ahora, encendieron las velas aromáticas, ya no estás en la ciudad…más que estás sintiendo esos apretoncitos por tu cuello.
Manga Ancha no asistía a los cumpleaños o festejos de oficina. Le disgustaba el ruido, el alboroto de la cantada del cumple. Lo que sí, le agradezco que en mi cumple se haya acercado a darme mi abrazo; sin embargo, al poco rato, discretamente se retiró a su escritorio.
Apreciaba al buen Manga, sus silencios se desparramaban por su nariz aguileña y se perdían en sus lentes bifocales, donde parecía ver, de cerca y lejos, un solaz horizonte; ese entrecruzamiento lograba el objetivo de mantenerlo distante, calmado.
Cuando lo veía así, ensimismado, pensaba que Manga Ancha estaba yéndose por esa carretera que lo alejaba de la oficina, pero tenía que regresar, por eso bajaba la vista, tratando de ver de cerca a los que tenía enfrente, pero siempre añorando estar por allá, lejos de la oficina, de donde no podía desprenderse.
A todo decía que sí, pero las cosas parecían complicarse en sus manos, porque nuestro mundo estaba lleno de papeles y documentos: síntesis, ponencias, fichas, balances, informes, cuadros, estadísticas, expedientes, oficios, innumerables oficios, con sus incomprensibles letras y números de identificación, cuando las cosas debían ser más sencillas, decía entre murmuraciones, cuando le encargaba alguna actividad.
(Quién sabe por qué pienso todas estas cosas, tal vez queriendo justificar, de nuevo, al buen Manga.)
Todo el tiempo se la pasaba cavilando sobre el infinito. Sucede que, a veces, el escritorio es un espacio de meditación.
Poco Sesos era presa fácil.
A mí se me tentaba el corazón como Manga Ancha.
Nunca supe su profesión.
Una vez, al abrirse una de sus gavetas de su escritorio, la vimos repleta de la revista Duda.
Fue así como nos enteramos de que era lector asiduo de esa revista.
Otra habilidad o gusto no le conocí.
Bueno, aparte de las revistas y la moda.
Su moda. La de nosotros, la de esos años ochenta, no sé ahora, era andar ataviados con esos trajecitos 2X1, con camisas deslavadas por tantos trabajos, oficios sin oficio ni beneficio. Infames horas acurrucadas en la desdicha.
A veces, veo los colores del arcoíris en la oficina y sólo Manga Ancha los sabía combinar.
Todo en su justa proporción.
Justa medida.
En el tiempo.
En las estaciones del tiempo.
En la memoria de este día que estoy recordándote, amigo.