Agustín Labrada
Muchas veces ceñimos el concepto de literatura a las obras enmarcadas dentro de los géneros épico y lírico y, en menos dimensión, el drama. Al margen de esas preferencias, se suspenden otras alternativas de la escritura, como las crónicas periodísticas y los guiones cinematográficos. Cierto es que en su generalidad, tales formas no colindan (dado su proceso factual) con el arte, pero los más depurados sí merecen una atenta visión.
En esa esfera, se asienta el libro cinematográfico de Carlos Düring Syan Ka’an (Lugar donde nace el cielo). Es un texto concebido para el cine, inédito como realización fílmica y con suficiente sustancia para transmutarse –tras un proceso escritural– en una novela histórica y de aventuras. La historia se desprende de sucesos reales acaecidos en la península de Yucatán, entre 1858 y 1873. Sus relatos y personajes son materia de ficción.
Los temas de alta epicidad han sido siempre un peligro para los artistas, pues no es nada espinoso en la contienda creativa caer en la grandilocuencia o en una solemnidad vacía. Sólo los auténticos genios (Tolstoi, Cervantes, Whitman…) han sorteado con éxito esos atajos escabrosos. Düring penetra en una epopeya (la Guerra de Castas), pero no la relata ni pretende asumir una totalidad. Fija dentro de ella una historia singular y verosímil.
Miguel Mena, un niño mexicano, es el único sobreviviente de la masacre que los mayas rebeldes cruzoob, capitaneados por Venancio Pec, perpetraron contra los blancos que habitaban Bacalar. Miguel escapa en el bote de unos soldados ingleses hacia la aldea beliceña de Corozal y allí es acogido en la casa de Adela, una yucateca miembro de la comunidad inmigrante mexicana de Belice.
Miguel, quien vio morir a su padre en manos de los indios, crece con sus recuerdos en un poblado donde, mediante imágenes y diálogos, se testifica la sincretización cultural del Caribe. Sus mejores amigos son su hermano adoptivo Leopoldo y Fingers, un negro adolescente. Su maestro y autoridad moral del trío es el pastor anglicano Tompkins. Adela se comporta como la madre de Miguel y este proyecta hacia ella sus lazos afectivos, sin demasiadas reticencias.
Las escenas de este periodo recuerdan ciertas páginas de Las aventuras de Tom Sawyer: tres amigos inquietos que atisban el mundo a la orilla del agua. Paralelo a ello, los británicos colonialistas y los norteamericanos expansionistas traman sus estrategias para aprovechar el conflicto bélico y adueñarse de los dominios yucatecos, dadas las ventajas geopolíticas y comerciales.
Los adolescentes crecen. Leopoldo parte hacia Londres, como súbdito de la Gran Bretaña, a proseguir sus estudios. La amistad de Miguel y Fingers se hace más sólida. Junto a otros jóvenes, Ezequiel y José María, descubren que del muelle de Corozal partirá un cargamento de armas, vendidas por los ingleses a los rebeldes mayas, hacia la frontera de México.
Los muchachos asaltan la embarcación en medio del Río Hondo y en la batalla perecen algunos tripulantes. De la orilla mexicana emerge un sinfín de indios que disparan sus flechas. Mueren José María, Ezequiel y Fingers. El barco explota y los indígenas persiguen a Miguel a través de la selva. Catzín, un indio icaiché, lo salva y lo lleva a su aldea. Allí se reestablece Miguel, se casa con Nenil-Ha, tiene hijos y trabaja en la milpa. Los icaiché no incursionan en la guerra, porque intuyen los oscuros intereses que manejan las potencias foráneas, pero no dejan de ser una tribu guerrera.
Años más tarde, Miguel es descubierto, raptado y juzgado por los ingleses. En el juicio resulta absuelto. Para entonces Adela, su madre adoptiva, está muerta, y su hermano Leopoldo es un alto funcionario del gobierno colonial. Antes de regresar a su nueva familia, Miguel es encarcelado nuevamente y condenado a la horca.
El pueblo multiétnico de Corozal se manifiesta en las calles y los icaiché se arman y parten veloces en sus cayucos por el río. Las secuencias suceden paralelamente mientras llevan a Miguel a la plaza. Él va camino a la muerte y, sin embargo, no teme ni se angustia. Su mente se pierde en un seremil de reminiscencias felices, las parcelas alegres de su existencia lo invaden a la hora final. Bajo ese cielo rojo, con el pelo agitado por el viento y con un fusil en la mano, entra Nenil-Ha a la plaza en el mismo instante en que una cuerda deja sin vida al joven Miguel Mena.
Alrededor de este núcleo central, se urden disímiles anécdotas, tramas y narraciones secundarias que dibujan con marcada precisión a cada personaje. Los parlamentos se pronuncian lo mismo en inglés que en maya, en español y en el creole típico de las colonias anglófonas. Cruzan por la escena ritos indígenas, viejas canciones hispanas, cantos garífunas, extraños vericuetos de la Historia matizados por el exotismo tropical del paisaje y el aire de aventura.
Como cine, el trabajo ha merecido el elogio de especialistas del séptimo arte (en México), y una recomendación del novelista, Premio Nóbel y, a ratos, cineasta colombiano Gabriel García Márquez. A la vez que posee indiscutibles valores cinematográficas tiene también, a nuestro juicio, características literarias que van desde el tratamiento sicológico de los personajes y el desarrollo de la acción hasta el lenguaje de los diálogos y la descripción de la escenografía.
Si extrapolamos esta acotación no se diferenciaría de un segmento propio de la novelística, de acuerdo con su carácter narrativo: “Los cuatro muchachos corren en una brecha junto al río. Ezequiel, al frente, los guía hasta donde está semioculto el cayuco. Llegan agitados y sudorosos y saltan sobre la pequeña embarcación. Miguel se desprende de la pistola que lleva en la cintura y la coloca en el piso. En el piso hay una escopeta, un machete y un cuchillo. Los cuatro comienzan a remar frenéticamente río abajo. A lo lejos, se divisa la embarcación de Moreno. Los jóvenes navegan bien pegados a la orilla.”
Carlos irrumpe en la aventura y evade sus reincidencias. Miguel Mena es un héroe trágico, su novia es una muchacha sencilla y para alcanzar su amor él no necesita cumplir un ciclo de hazañas, las acciones son creíbles y nunca llegan a la extravagancia. El protagonista muere y el fin es amargo. Contrario a los bet-sellers, el guion de Carlos Düring concentra sus efectos en pasiones y galerías más humanas, donde se debaten conceptos de hondura moral como el amor, la lealtad, la identidad y la ética.
Algunas conversaciones, vistas desde la perspectiva occidental, son igualmente literarias:
CATZÍN: El indio es de la tierra… El blanco es como el viento… pasa sobre ella aplastando… (PAUSA) Tal vez el futuro de estas tierras dependa de la unión del viento y de la tierra.
PAUSA.
MIGUEL: Siento que debo partir, pero no sé hacia dónde.
CATZÍN: Ahora estás donde debes estar. Así son las cosas… Ellas no se mueven. Somos nosotros los que vamos hacia ellas.
MIGUEL: Regresar, para mí es… como ir a la muerte. Tampoco éste es mi lugar. (SONRÍE) Yo no soy de la tierra ni del viento.
CATZÍN: Tal vez pertenezcas a las dos. Tal vez tú seas del viento y de la tierra. Eso es bueno si en ti se trenzan la razón y el sentimiento.
A pesar de la tragedia narrada, el estilo duriniano concuerda con la frescura de un Emilio Salgari o de un Julio Verne, cuyas aventuras decimonónicas perduran en el gusto de muchos adolescentes. Por otro lado, la Guerra de Castas es abordada con los ojos del artista, quien con sus herramientas subjetivas nos revela verdades íntimas que soslayan las heladas ciencias históricas.
La pasión por la aventura quizá la arrastre Carlos en su itinerario biográfico, donde hizo de malabarista en los barrios grises de Buenos Aires, en los territorios trágicos y festivos de Brasil, en la intrincada complicidad de la Ciudad de México. Carlos llegó como un desconocido al Caribe, durmió dos noches en la bahía de Chetumal, eligió por amigo al más fiel de los perros y continuó en la búsqueda (errada o no) de su propia aventura.
Esta referencia puramente personal viene a colación porque en las implicaciones ideológicas (que no ideologizantes) de miles de composiciones que integran el arte contemporáneo, la perspectiva sicológica implícita en ellas tiene su nacimiento en las vivencias del autor que demarcan su apreciación de la memoria histórica. A la orilla de tal subjetividad, se acrecienta todo un conocimiento técnico, un oficio y una cultura de fondo de prolífica imaginería.
Ahora habría que sugerirle a Düring que siga a la inversa el método del cineasta ruso Andrei Tarskovski, quien escribía primero sus historias como narraciones literarias con el propósito de hechizar a los productores. Así quedó la novela El sacrificio, publicada en distintos idiomas occidentales. Syan Ka’an… sería entonces un libro, y siempre es menos tortuoso encontrar quien edite una novela que un (culto) productor de cine que financie un proyecto de tal magnitud.
Desde luego que estamos hablando de dos lenguajes diferentes, pero que se entrecruzan como suele ocurrir con frecuencia en la urdimbre de las artes. Syan ka’an (Lugar donde nace el cielo) tiene una respiración rítmica plural, e inédito o no pertenece a las fabulaciones literarias de la línea fronteriza sureña, donde misterio y realidad desembocan en una misma fisonomía.