Jorge Manriquez Centeno
Juan está en la cantina.
Nunca lo había visto de esta forma.
Borracho en exceso.
Necio como todos los borrachos que apenas pueden con su alma.
Le paga al mesero para poner una y otra vez en la rockola la misma canción:
“¿Juan el pescador?”
“ ¿What?”
“¿Es Juan?”
“Qué le pasó a Juan?”
Las clásicas expresiones de asombro entre los que llegamos a la cantina.
“Ni modos.” “Caray.” “Pobre.” “No está en sus cabales.” “Chingaderas de la
vida.”
Comentarios de los que vamos entrando a esa cantina.
Luego silencio.
Nos sentamos en una mesa apartada de la suya. Es obvio, quiere estar solo.
Solo, y en una esquina donde puede reencontrarse consigo mismo.
Solo en una esquina puedes reencontrarte, amigo, lo entiendo.
Pide la misma canción. Cambia y cambia billetes por monedas.
Parece que las monedas, una tras una, entran en la ranura de la memoria para ensancharla, y el eco metálico se escucha hasta nuestra mesa.
Nadie dice nada.
La canción habla por nosotros.
Pone,
una
y
otra vez,
la misma canción.
La cantina sigue aguantando.
Todos viendo al amigo sin poder hacer nada. Queriendo ir a abrazarlo. Tomar la copa con él. Estar con él.
Pero lo entendemos. Respetamos.
Quiere estar solo. Lo dejemos en su círculo.
Está muy adentro.
Como el mesero ya no le hace caso, a cada rato va a la rockola y vuelve a poner “Juan el pescador”. Se recarga sobre la rockola. Murmura muchas cosas inentendibles.
Las monedas van ahondándose en la rockola. El disco de 45 RPM gira y gira, tocando su alma. Rayándola.
Una
y
otra vez,
la misma canción.
Está tocando fondo, sintiendo los negros sedimentos del alma, esos que nadie quiere tocar, sentir.
Está a punto de partir.
El cielo ilumina de azul esta cantina.
Llueve.
Llueve a raudales sobre el mar.
Nunca regresó de ese mar.