Colaboración Asel María
(Fragmento de la novela La más jugosa de todas las palabras, de Asel María)
La Carretera Panamericana arranca en la Tierra del Fuego, recorre medio continente con una única pausa en la localidad colombiana de Turbo. Una franja de 270 kilómetros de selva salvaje, El Tapón del Darién, impide el paso a los vehículos terrestres. La Panamericana renace en Yaviza, ciudad fronteriza panameña y muere en Alaska, sin ninguna otra interrupción.
Para cualquier turista que haya ahorrado un poco de dinero y no le apetezca lidiar con las víboras venenosas, las fieras y los muchos peligros del Darién, el viaje desde Turbo hasta Ciudad Panamá es una experiencia de ensueño. Un ferry lo lleva hasta Zapzurro, y luego hasta Cartí, en una travesía de cuatro días por un mar azul turquesa, con orillas salpicadas de palmeras, el espectáculo del desove de las tortugas en playazos de arenas blanquísimas, las piscinas naturales y una parada de ensueño en las Islas San Blas. Desde Cartí, después de un par de horas en un taxi climatizado, el turista llega hasta la Ciudad Panamá, relajado y dorado por el sol.
Para Rauli, la escena era totalmente diferente. Los migrantes que llegaban hasta los puntos fronterizos oficiales podrían ser apresados y deportados, pero para los que se aventuraban a atravesar el Darién, el gobierno panameño había organizado alojamientos temporales con comida y asistencia médica en sitios claves como Puerto Obaldia, Metetí y Yaviza. Allí se les tramitaba visas humanitarias o salvaconductos para atravesar el país de forma legal.
Con el dinero que tenía, Rauli planeaba ir desde Turbo hasta Capurganá, atravesar un trozo de la selva del Darién y llegar hasta las inmediaciones de Yaviza, evitando los puestos oficiales fronterizos y los interminables trámites migratorios. Él quería hacerlo por su cuenta, sin pagarle a los guías o coyotes que abandonaban a la gente en medio de la selva, a merced de las fieras. Después de alcanzar Yaviza, sería fácil llegar por carretera hasta Ciudad Panamá. El itinerario le parecía simple, como todo lo que se construye con palabras.
En Turbo, un tal Puchungo hospedó a Rauli en un cuartucho en su propia casa. Por la madrugada, los dos se alejaron del poblado, bordearon el embarcadero de la habitual lancha de pasajeros y caminaron hasta un playazo escondido, donde los esperaba una lanchita. Todo funcionó como un mecanismo bien engrasado. Puchungo dio la espalda y se perdió en la semioscuridad. El lanchero llevó a Rauli hasta alta mar y detuvo el motor, apenas había oleaje y el sol se levantaba sin apuro. Los minutos se alargaban, hasta que se avistó la lancha de pasajeros: veinte pies de largo, techo de lona, dos motores a estribor y atiborrada de gente; se acercó lo suficiente para que Rauli hiciera el trasbordo y se apretujara en el último asiento, al lado de los motores. Las olas lo salpicaban, la vegetación de la costa le pareció al alcance de la mano durante las dos horas de travesía hasta Capurganá.
El lanchero le cobró 50 dólares por el trayecto y por otros 50 hizo algunas llamadas y le organizó la renta de un caballo para adentrarse en la selva del Darién. En cuanto tocó tierra, Rauli fue a buscar a Jul.
Jul tenía la piel muy negra y unos músculos enormes. Le aseguró a Rauli que, en cuanto amaneciera, saldrían a caballo para la selva. Fueron juntos a una tienducha en el malecón de Capurganá, donde les vendían a los migrantes, a precios de escándalo, frutas, carne enlatada y sardinas para los tres días de camino. Por la tarde se tomaron unas cuantas cervezas y jugaron un partido de futbol con los chicos del pueblo.
Jul lo despertó por la madrugada para cobrarle los diez dólares por la cama y otros cincuenta por el alquiler del caballo. Rauli ya le había dado ese dinero, por adelantado, al lanchero de la ruta Turbo-Capurganá, el que le había asegurado que todo quedaba pagado y resuelto.
Rauli intentó contactar con el lanchero pero su teléfono estaba apagado. Jul no entendía de razones, de cervezas compartidas ni de la complicidad del juego de futbol de la tarde anterior. Sin dinero, no había caballo. A Rauli le quedaban seis billetes en el bolsillo. Después de pagarle a Jul diez dólares por la cama más otros cincuenta fue que pudo montarse en un caballo flaco al que llamaban Rayo. Se les unió la pareja de congoleses Noris y Nasha. Aún no amanecía cuando se los tragó la selva.
En el Darién, la lluvia no da una tregua. Cabalgaron todo el día con las ropas mojadas, en un silencio solamente roto por los cascos sobre un manto de hojas podridas. El guía siempre decía que faltaba poco. Rauli aún no sabía que en la selva las distancias se miden en una unidad desconocida.
El guía y Noris se rezagaban, se entretenían conversando entre ellos y, durante las pausas, el guía le mostraba al congolés fotos en su celular. Rauli se impacientó, espoleó a Rayo y lo hizo trotar rapidísimo por el estrecho sendero. El caballo de Nasha se contagió con la velocidad de Rayo. Ella chillaba y gritaba en un idioma extraño, que era el idioma del miedo; se sujetaba de la montura y del cuello del caballo, que no obedecía más que a su instinto. Después de un buen trecho de pleno galope, las bestias se apaciguaron y pastaron en un plantón de florecillas. Nasha se dejó caer sobre la hierba, pálida y muerta del susto. Rauli la ayudó a volver a montar. Los otros dos hombres lograron alcanzarlos cuando Nasha había recuperado el aliento.
Era media tarde cuando el guía ató los caballos en fila y emprendió el regreso a Capurganá:
—No pierdan de vista el río, ese sendero los lleva directo hasta Yaviza.