Agustín Labrada
La angustia comenzó la mañana del sábado cuando, luego de redactar una cuidadosa introducción, me disponía a transcribir la entrevista que amablemente me cediera la noche antes el connotado escritor y estudioso de las culturas prehispánicas Miguel León-Portilla.
El casete, donde estaban retenidas las palabras de don Miguel, había desaparecido de la mochila en la que suelo guardar documentos y herramientas de trabajo. No estaba allí ni en ningún rincón de la oficina. Entonces, reconstruí mis desplazamientos e indagué en otros entornos.
Así que busqué —alterado porque se aproximaba la hora del envío— en mi coche, en la casa y en el lobby del hotel donde se hizo la entrevista. Busqué en los trayectos que unen a esos lugares y pregunté tres veces en la recepción de Holiday Inn, pero nunca apareció el casete.
Era absurdo e inadmisible pensar en un robo. Dentro de la mochila estaban otros casetes, cuadernos, libros, la grabadora… ¿Quién —en un posible descuido— iba a apropiarse de un casete? Tuvo que haberse caído, admití derrotado tras mi búsqueda, en el propio hotel.
Recordé que al final del diálogo, el doctor me dedicó su libro Herencia náhuatl y en un acto recíproco saqué de la mochila un ejemplar de Más se perdió en la guerra. Es posible que, en ese momento, cayera sobre el piso el casete, sin embargo nadie lo entregó en la recepción.
De ese modo, perdí una de las mejores entrevistas que haya realizado durante mi quehacer periodístico y estoy en deuda con don Miguel, quien dispuso de su tiempo y su sabiduría para hablar con gracia y profundidad sobre las literaturas indígenas y sus múltiples connotaciones.
Me es imposible rehacer las respuestas, porque fueron amplias, llenas de conceptos y ejemplificaciones y, sobre todo, expresadas en un estilo difícil de reproducir. Había allí testimonios hermosos que quizás ahora estén siendo borrados o viajen en otras mochilas hacia otros rumbos.
Miguel habló de los elementos que han sido vitales para que la poesía y la narrativa de los pueblos amerindios trasciendan estéticamente, más allá de sus propósitos primarios de identidad y autonomía. Habló también de corrientes y periodos dentro de esas literaturas.
Asimismo, expuso su visión sobre la influencia de las expansiones tecnológicas y la economía de mercado en las creaciones literarias de los escritores indígenas y las tendencias temáticas principales que aparecen en esas creaciones de poesía, narrativa y dramaturgia.
Se refirió a las estructuras de los cantos originales en náhuatl, al uso del sujeto lírico en plural dentro de la poesía indígena, a la recepción que de esa poesía hacen las comunidades, a la existencia de una literatura indígena urbana y al florecimiento de nuevos escritores indígenas.
Sobre eso y más estuvo hablando el consagrado ensayista y docente, a quien se deben obras traducidas a muchas lenguas y utilizadas en distintos países en sus proyectos educativos como Filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, Literaturas indígenas de México y La visión de los vencidos.
En otro casete, que tuvo mejor suerte, figuran las preguntas y respuestas finales de esa entrevista perdida que, supuestamente, le iba a entregar a Miguel en la Ciudad de México el escritor maya Jorge Cocom. Tras esta larga explicación de disculpas, aquí están sus palabras:
“El doctor Gamio era un hombre extraordinario que comenzó su labor como arqueólogo y se formó con un investigador norteamericano de origen alemán que se llamaba Frank Boas, y fue el segundo individuo que sacó un doctorado en la Universidad de Columbia en 1918.
“Luego viene a México a trabajar como arqueólogo y descubre el Templo de Quetzalcóatl y otras muchas cosas en Teotihuacán. Fue el primero en hacer excavaciones estratigráficas en el Valle de México y el primero que hizo una periodización de lo que llamamos ahora preclásico.
“Él le llamaba arcaico. Después, distingue lo teotihuacano, lo tolteca…, y en sus contactos con los pueblos indígenas había aprendido algo de náhuatl. Su padre tenía un rancho por el Río Tonto, en la frontera de Veracruz y Oaxaca. Después, lo atrajeron las culturas vivas.
“Hay quienes lo han criticado diciendo que él era un exponente de la antropología gubernamental, que lo que quería era la asimilación de los indios. Yo sostengo que no es verdad con citas de sus obras. Dice, por ejemplo: ‘Los indígenas tienen derecho a tener sus propias autoridades.’”
¿Fue ese su primer contacto profesional?
Así es, fue mi primer contacto. Yo, desde niño, lo acompañé a zonas arqueológicas y luego trabajamos juntos. Parecía nepotismo, pero no había nada de nepotismo, porque yo trabajaba duro con él en el Instituto Indigenista Interamericano. Trabajé con él hasta que se murió.
Años más adelante, me dieron la presea “Manuel Gamio” en el gobierno de De la Madrid y yo le dije: “Señor presidente, acuérdese de que en el gobierno anterior al suyo hubo un nepotismo terrible con López Portillo, pues yo le quiero decir que el doctor Gamio era mi tío.”
Luego, tuve la suerte de entrar en contacto con el padre y doctor Ángel María Garibay, quien había sido el primero en trabajar con fines humanistas los textos literarios en lengua náhuatl y había pasado casi toda su vida entre pueblos indígenas y comprendía su realidad.
¿Cuál es la finalidad última de sus investigaciones?
Desde chico, sentí anhelo por el estudio. Son determinaciones como quien se propone ser un gran artista y lucha, estudia y trabaja hasta lograrlo. Los indígenas dicen que hay un destino que viene desde el vientre de la madre, desde que estamos en los vientres de nuestras madres.
A pesar de mis contactos con Gamio, yo estaba estudiando una maestría en Estados Unidos y mi tesis era un estudio que trataba sobre el libro Las fuentes de la moral y la religión. Ese libro tiene que ver con las religiones y con la filosofía, con la antropología y con la historia.
Luego, cuando conocí las traducciones que había hecho Ángel María Garibay de algunos poemas, me quedé estupefacto, porque había mucha filosofía en ellos, en las preguntas que los poetas se hacían sobre la muerte y el destino de la vida. Quedé sorprendidísimo con esa lectura.
Fui a ver a Garibay y le dije que quería estudiar esas cosas, y lo primero que me pidió fue que estudiase náhuatl. Trabajamos diecisiete años y, cuando fui director del instituto, donde él era investigador, yo escribía su informe semestral, él lo firmaba y lo dirigía a mí, como los otros investigadores.
Siento fascinación por el trabajo que hago, pero no sólo eso. Me interesan muchísimo los pueblos indígenas por sí mismos. Creo que han vivido en una situación muy deplorable de explotación y canallada, y que todo lo que hagamos por ellos es una mínima retribución de justicia.
Me intereso muchísimo por ellos y ellos están respondiendo admirablemente, pues los pueblos indígenas nos están enseñando muchísimo frente a la globalización. Además, creo que es algo maravilloso difundir las expresiones culturales, sea literatura antigua o literatura moderna.
Hay personas que me han dicho: “Usted no sabe cómo me ha cambiado la vida con sus libros.” Eso es tremendo. Hubo una señora norteamericana que tenía cáncer cuando vino a mis clases. Elba Sullivan. Cuando publicó su primer libro, puso: “Miguel, tú me curaste, con tus clases me curé.”
Parece una locura, pero imagine que soy un nihilista y que nuestra existencia está encerrada en este planeta. No hay Dios ni nada y el mundo se va a acabar, porque es segurísimo que se va acabar. Entonces da igual lo que hagamos de aquí a quinientos años, cuando haya una guerra nuclear.
Entonces, da igual que uno haya sido bueno o malo, que se haya emborrachado o que haya sido un trabajador ejemplar. Daría igual, ¿verdad? Pues yo digo que no, e imagino que viene de Alfa o de Orión, en una nave espacial, una pareja que ve unos pedruscos aquí, cerca del sol nuestro.
Ella pregunta: “¿Son puros meteoritos?”
Él contesta: “Es un planeta que explotó por una guerra.”
Ella pregunta: “¿Allí hubo gente que pensó, lloró y creó?”
Él contesta: “Sí.”
“¿Y para qué sirvió todo eso?”, dice ella y él responde: “Para que mientras viviesen tuvieran un sentido y una satisfacción.”