Agustín Labrada
Así como Jesús anduvo sobre las olas, el icono de San Joaquín cruza cada verano, sobre una lancha más bien alegre, la Laguna de Bacalar para expandir un homenaje al santo patrono de la villa, desde julio de 1945, cuando el mundo se despide de una guerra y los bacalareños funden de una vez sus raíces españolas e indígenas en una tradición.
Cada estío, bajo auspicios católicos, tras el paseo en barco, los gremios convocan a una misa junto a un altar en los bordes de la laguna, y luego, en procesión, llevan el icono hasta la Iglesia de San Joaquín, en cuyos jardines degustan alimentos regionales: pavo en escabeche, cochinita pibil, pipián de res, toxcel, cholomo, horchata, dzotobichay, pibxcatic, caballero pobre, tauch…
El pueblo se viste coloridamente, sobre todo las mujeres, quienes bailan con sus ternos bordados y ello crea un enigma casi fílmico en esta procesión, donde se portan estandartes, ramilletes de papel, flores autóctonas, veladoras… y se escuchan plegarias de hondo aliento espiritual que se alían con música jaranera, voces infantiles y ladridos que suben por los muros.
Pese a que la fiesta no cumple aún setenta años, algunos de sus componentes surgen en el siglo XVI, como las vaquerías… En ese conjunto, entra el baile de la cabeza de cochino: ritual danzario, mestizo —como la jarana yucateca tan próxima a la jota de Aragón—, donde se fusionan dos elementos de la cocina en el Nuevo Mundo: el maíz maya y el cerdo hispánico.
La jarana es lúdica y pagana, pero en el baile de la cabeza de cochino los movimientos cumplen una función religiosa, pues se le pide a San Joaquín que convoque muchos aguaceros para que florezcan los sembrados. Ese deseo remite al dios maya Chac. El licor con que mojan los bailarines simboliza la lluvia y esa lluvia viene desbordante de alegría.
Aunque tiene rasgos muy antiguos, pues formó parte de los tributos a los dioses prehispánicos, este baile es un híbrido que se ejecuta en toda la península de Yucatán, y en este pueblo quintanarroense hoy cruza la procesión con una cabeza de cerdo sobre un estandarte que adornan con flores, muñecos sin ojos, algunas botellas decoradas y pájaros de papel.
Asciende la música y todos se alegran, bajo las nubes grises. En la boca del animal, en un rollo de papel, está escrito el nombre del señor que dona el cochino. Del estandarte van descendiendo cintas que agarran con una de sus manos las mujeres mientras que con la otra sujetan jícaras donde hay maíz. A la vez, todos gesticulan para exhibir un contagioso placer, como una luz.
Luego, en el parque, con dominio, los bailadores se entregan a la jarana, sostienen botellas sobre sus cabezas, que brillan bajo la luna, sin que se derrame ni una gota de xtabentún o balché. Los más diestros pueden bailar con una charola que pueblan vasos de cristal llenos de licores. Ondulan sus cuerpos sin perder ni un segundo la coherencia rítmica, que atrae a todos los ojos.
Suenan clarinetes, trompetas, trombones, güiros y un timbal, y al compás de esa música danzan las mujeres con sus más elegantes ternos, con típicos hipiles, con zapatos blancos, ceñidas por rebozos, mientras que los hombres traen pantalones de dril y guayaberas muy blancas, un paliacate rojo en los bolsillos y alpargatas con las que percuten sobre los adoquines.
Bailan una jarana en un tiempo de seis por ocho, con mucho zapateado, y luego otra jarana en un tiempo de tres por cuatro, cuyo ritmo se parece al vals y se asemeja a la jota, pero con un trasfondo de sones indígenas. Entonces, vienen los versos humorísticos, cuya estructura puede aproximarse relativamente a la cuarteta y la redondilla, pero aquí se llama bomba.
Me platicó Chica May
que el viejuco de Chac Mol
tomó viagra y a Xtabay
le sacó todo el frijol,
y que la hembra fue cauta
de repetir la osadía,
pues mejor tocó la flauta
y tragó la melodía.
“Todas las fiestas patronales —dice el maestro Ramón Iván— tienen un lado de placer y otro lado de solemnidad, pues está dedicada a un ente sagrado. San Joaquín no sólo configura el perfil identitario de los bacalarenses. Es también un símbolo que nos unifica y nos coloca en la cultura judea cristiana occidental, pero con las singularidades interiores de nuestra península yucateca.”
Alberto Ballesteros recuerda orgulloso que su mujer María Elena Villanueva obtuvo la corona de “Reina del carnaval”, antecedente de “Señorita Bacalar”, hace casi cincuenta años, cuando eran adolescentes que descubrían el amor y la música entraba en sus espíritus. La fiesta se asocia en su memoria con un capítulo que atañe a su familia y en su casa suelen recomponer esos recuerdos.
La tradición continúa y, aunque se sigue bailando la jarana, Alberto lamenta que algunos ritmos comerciales de otras latitudes, que globalizan los medios electrónicos, se infiltren en la fiesta cuando justamente era el folclor su núcleo. Él y sus mejores amigos disfrutan con plenitud las bombas, sobre todo las que —sin perder su jocosidad — traen a la superficie amorosas rimas.
¡Bomba!
Tus collares de coral
dan colores a mi alma,
pero tus ojos preciosos
a mí me quitan la calma
¡Bomba!
Tus lágrimas, alma mía,
son como el agua de pozo:
purifican mi agonía
y me llenan de alborozo.
¡Bomba!
Quiero que seas mi novia
y me contagies tu sal,
también quiero tu donaire
para que cure mi mal.
Según las narraciones orales, en épocas remotas se bailó la danza de la cabeza de cochino, pero con una cabeza de venado, para homenajear a los dioses. Cuando llegan los europeos, el venado es sustituido por el cerdo, preferentemente, si es posible, el cerdo pelón mexicano o birich k’éek’en, que alimentan durante un año solar con hojas de ramón (ox) y granos de maíz.
Los protagonistas principales del ritual integran algún gremio. “Se le llama gremio —afirma la maestra y periodista Ofelia Casamadrid Alfaro— a la agrupación de trabajadores que desempeña el mismo oficio. Los antiguos mayas tenían este tipo de organización, también los hubo en la Edad Media. Se reunían con fines de protección y ayuda mutua y pagaban contribuciones.”
“Cada gremio —recuerda con puntualidad la maestra Ofelia— tenía otro grupo en su interior llamado cofradía, que era el encargado de organizar las fiestas del ‘santo patrón del gremio’. Por ejemplo: San José, de los carpinteros; San Crispín, de los zapateros… Las cofradías tenían, en algunos casos, cajas de auxilio para la labor asistencial de ayuda en dinero o alimentos…”
Como conjunto laboral, los gremios desaparecieron ante el avance tecnológico, pero subsisten cofradías que hoy urden las festividades. Tal protagonismo no impide que se sumen otras personas, como visitantes y vecinos, quienes también ejecutan “La danza del toro”, y beben, como antiguos griegos en las fiestas dionisíacas, bajo una ilusión efímera de sello democrático.
La feria de San Joaquín dura una semana y se divide en dos partes, una religiosa y otra festiva. En la última prolifera el comercio, se elige a la “Señorita Bacalar” entre las adolescentes, actúan grupos oriundos de Mérida que tocan jaranas o de Belice y cantan punta-rock, se exhiben deportes náuticos (en la laguna de los siete colores), hay carreras de alazanes y combaten los gallos.
A mediados de los años noventa del pasado siglo, estudiantes bacalarenses dieron a conocer que una fiesta análoga suele celebrarse en el pueblo beliceño de San Joaquín. La historia tiene más de cien años y se sitúa en 1858, cuando Bacalar fue invadido por mayas rebeldes, y los pobladores (blancos y mestizos) se vieron precisados a huir hacia Belice.
Los sobrevivientes de la justicia maya —tras peregrinar por las comunidades de Punta Consejo, Ship Sterm, Saltillo y San Máximo— se asentaron en un paraje que desde 1904 se llama San Joaquín por iniciativa de bacalarenses adoradores de su santo. La arquitectura de ese pueblo se diferencia mucho del nombrado estilo romántico inglés propio de Belice.
Los descendientes de bacalarenses en Belice cultivan la caña de azúcar, como se hizo en Bacalar durante el siglo XIX, pero en este milenio, esta noche maravillosa, los bacalarenses actuales bailan jarana en parejas, hacen un virtuoso zapateado, realizan giros con los brazos en alto, en ángulo recto, manteniendo el tronco desde el abdomen de forma erguida, mientras siguen el ritmo los pies.
Todo pueblo que se universaliza le debe mucho a alguna tradición. Fiestas y ritos hacen de ese paraje singular un espejo que todos nombran en el mundo. Nadie concibe a Río de Janeiro sin sus exóticos carnavales, ni a Pamplona sin sus corridas de toros, ni a La Meca sin sus alucinantes peregrinaciones. Todo comienza en un pequeño círculo, se va acendrando y se vuelve identidad.
Hay dos pueblos y una fiesta que rompen límites de nacionalismos y son, a la vez, líneas muy sólidas ante las embestidas de era global y sus fines homogeneizantes y fríos, como témpanos del sur. Hay una tradición que no sucumbe y sí florece, como el alba que nos va sorprendiendo con lentitud, mientras bailamos al amanecer para que nos ampare todo un año San Joaquín.