Agustín Labrada
“Si escribimos, hagámoslo pensando que va a durar más de un día, que el valor que queremos dar a un texto es el mismo que un escritor le da a una novela”, afirma el connotado periodista polaco Ryszard Kapuscinski y su idea converge con la prosa paduriana expuesta aquí para demostrar que un renglón periodístico, labrado con arte, adquiere trascendencia.
En el mismo linaje de El viaje más largo, de Leonardo Padura, se insertan otras creaciones del Nuevo Periodismo o que se acercan a él como La Dolce Viva, de Barbara Goldsmith; Charras, de Hernán Lara; Conversación con el último norteamericano, de Enrique Cirules; Fama y oscuridad, de Gay Talese; Un hombre, de Oriana Fallaci; Ébano, del propio Ryszard Kapuscinski, et al.
Lejos del contexto histórico, el espacio urbano y la lengua en que nace el Nuevo Periodismo, Leonardo Padura recibe en Cuba sus influjos y lo demuestra en su obra El viaje más largo. Es un heredero como lo pueden ser hijos y nietos en relación con sus antepasados: comparten algunas características, pero imprimen diferencias a sus acciones y personalidades.
Es un heredero como los integrantes de la generación norteamericana literary journalist, que: “no piensan necesariamente en sí mismos como nuevos periodistas, pero han encontrado en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo las señas de identidad de su trabajo”; u otros autores como Vicent, Monsiváis, Montemayor, que no temen al subjetivismo.
Todo periodismo es subjetivo porque lo realizan seres humanos con percepciones disímiles sobre el entorno. Ni siquiera en la nota informativa, donde no cabe la digresión, existe la objetividad –sólo hay que ver cómo cada reportero ordena una pirámide invertida y se descubren jerarquizaciones–, pero, sobre todo, porque cada medio apuesta por intereses muy particulares.
Muchos periodistas y editores, que se ciñen a paradigmas establecidos en la redacción, disimulan su ignorancia justificando el uso de un lenguaje pobre como emblema de objetividad, y repudian el enfoque estético por considerarlo un distractor en códigos que se legitiman con datos duros, entrevistas y otras fuentes “confiables”, de orígenes humanos.
¿Quién garantiza que esos datos duros sean veraces, si los manipulan personas que cumplen órdenes u objetivos de determinadas empresas y gobiernos, y no están libres de equivocación? ¿Quién puede avalar las “verdades” que contienen documentos oficialistas, informes públicos, discursos políticos, facturas, y legajos históricos de grupos vencedores?
Si subjetivos son los datos duros –estadísticas, promedios, por cientos, cifras, encuestas…– lo son más los testimonios. Un derrumbe visto por siete personas puede interpretarse y ser contado en siete versiones distintas, y si transcurre el tiempo la memoria hace trampa a los testigos cuyas palabras finales, numerosas veces, suelen tomarse como la verdad.
La mayoría de los periodistas del mundo sigue aplicando reglas tradicionales de información, muchos carecen de lecturas literarias o las asimilan mal, de modo que en sus redacciones se ausenta el estilo, aunque en algunos casos sean gramaticalmente correctas. Las brújulas de estos reporteros son otras y les basta con informar de forma gris y veloz.
Contrario a esa “grisura” redacta Leonardo y en sus líneas van discurriendo rasgos novoperiodísticos, como se puede ver en estos reportajes: se usan diversos puntos de vista, el reportero actúa en las historias, hay hondura en la investigación y lenguaje literario, se trasparentan el intimismo de los personajes y la pluralidad de voces…
Los asuntos narrados pertenecen a la escena cubana, pero los temas –el amor, la muerte, la memoria, el sueño, el deseo, la valentía, la desolación, la nostalgia…– incorporan ecos de universalidad como discurso profundo. Ello no es común en el periodismo, que suele adquirir interés en marcos estrechamente geohistóricos y rígidas temporalidades.
Aunque el soporte idóneo es el libro, muchas piezas novoperiodísticas aparecieron en publicaciones periódicas –The New Yorker, Rolling Stones, The Village Voice, Ramparts…, por citar algunas norteamericanas–; y así como Capote publicó A sangre fría por entregas en Esquire, los reportajes de Padura fueron acogidos del mismo modo por Juventud Rebelde.
De la prensa plana al libro se desplaza esta escritura que fusiona las energías que a su antojo genera la realidad y la fabulación con que un reportero culto puede urdir textos donde retiene escenas y actores que emotivamente se involucran en procesos dramáticos y se funden al paisaje. Aún así, ese océano de textos no pierde nunca sus matices periodísticos.
Al no volverse ferozmente crítico contra su cultura y sus tradiciones nacionales, el autor se enfila por una senda más difícil: entrever y compartir esos ámbitos “sagrados” de la identidad, lúdicramente híbridos, que, al margen de políticas fugaces y ensalzamientos históricos huecos, afianzan con una ardiente huella el perfil, con derrotas y triunfos, de una nación.
Leonardo Padura, como otros autores, concibe su prosa periodística con estilo literario y ello la hace perdurable como producto estético, aunque no siempre atraiga a los grandes públicos, anclados en el consumo mercantil, en que respira la aldea global, donde se incluye al periodismo desechable que (cotidianamente) continúa imponiendo su hegemonía.