Por: Eliana Cárdenas Méndez
Los días que precedieron a aquél jueves, habían estado trazados por unas pinceladas grises en el cielo que repentinamente formaron una caligrafía rolliza en forma de riñones, de donde se desprendieron cuajarones de lluvia despiadados; la tarde anterior, antes de salir de viaje, mi madre salió sorteando los charcos y dijo apesadumbrada: ha llovido desconsoladamente.
El jueves amanecimos sin mamá, quiero decir, sin su vigilancia rigurosa; sobrecogida miré por la ventana y aunque unos rayos de sol se colaban por entre los espesos nubarrones, no prometían gran cosa y desanimada corrí la cortina desteñida; sin embargo, cuando la Negra Leonor tocó la puerta para invitarnos a un entierro, el sol se había abierto paso decidido y el vapor ascendía desde los charcos.
– Pero ¿quién es la muerta? Preguntó mi hermana por encima de mi hombro.
– No, yo no sé, contestó Leonor, con su amplia y espléndida sonrisa, pero están llevando a la gente en un bus y es gratis.
Fue la oportunidad del paseo, de ir al centro de la ciudad, lo que alentó a mi hermana: – Vamos, me dijo y un par de horas después estábamos subidas en un bus de la empresa Verde Plateada.
Casi todos eran negros e iban vestidos de negro; de hecho, mi hermana era la única blanca e iba vestida de blanco; no conocíamos a nadie y ellos no repararon en nosotras. Mientras yo miraba por la ventanilla, concentrada en el zangoloteo del autobús que sorteaba los charcos profundos y los lodazales, mi hermana dijo enojada: Maldita Leonor, nos dejó embarcadas, siempre hace lo mismo.
Cuando el bus salió del trance y se enrutó por las avenidas pavimentadas el sol había desaparecido y el cielo amenazaba lluvia; me atormentaba estar en medio de desconocidos sin el permiso de mi mamá, pero no dije nada, ¿para qué? mi hermana tenía rabia, y yo un revuelo de orfandad y de resignación que de poco hubiera servido confesar para calmarla.
Cuando llegamos al centro fui reparando en las tiendas, los almacenes, en las ventas de mangos y piñas que vendían en carretas sobre bloques de hielo, hombres negros, sudorosos, con la camisa desabotonada, gritando a voz en cuello: piñaaas, lleve la piña fresca, el mango, mango vicheeee con sal; de contiguo, mujeres negras ahorcajadas sobre pequeños bancos de madera, con turbantes y pañoletas de colores, ofrecían su venta rebosante en platones alojados entre las piernas cruzadas; el pregón festivo de la venta aún tintinea en mi cabeza: chontaduuuro maduuuurooooo.
Entre sobresaltos y serpenteando en medio de un tráfico denso y atrabancado, el bus de la Verde Plateada se detuvo por fin en una zona de tolerancia, frente a un teatro que anunciaba películas porno, “Cine Ayacucho”, decía en letras disparejas sobre una marquesina rota con los focos fundidos; los andenes hervían de gente presurosa que escamoteaba carteristas y chicas, casi niñas, flacas y sonrientes, trepadas en tacones de plataforma, vestidas con minifaldas y blusitas de popelina con profundos escotes; el aguacero parecía inminente.
Llegaaaamos, anunció el chofer y, nosotras empezamos a descender detrás de la fila que se abría paso entre los transeúntes; sorpresivamente alguien indicó un sendero estrecho entre dos edificios, por aquí, dijo con entusiasmo; era un camino de terracería, angosto, recto, que semejaba una herida abierta, una cuchillada que no había sido taponada por el cemento; la estrechez del camino, resguardada a los lados por muros de paredes descascaradas, no daba lugar a más de dos cuerpos hombro con hombro; alertas seguimos a la gente apretujada que, arrastrando los zapatos, entró a una casa de puertas apolilladas y allí, en medio de una sala igual de exigua y asfixiante se hallaba atravesado un ataúd, custodiado a los lados por mujeres negras de negro de la cabeza a los pies, conversando enfáticas y dicharacheras; no sé si fue por decisión mía o quizá sí fui empujada por los curiosos, la razón por la cual llegué hasta el ataúd y sin preámbulo me topé de cara con el cadáver: era una muchacha negra, envuelta en una sábana blanca; más que en su cara, lo único de su humanidad expuesta, me detuve en la amplia mancha de sangre seca sobre esa blanca envoltura, una suerte de mapa que llevaría sin duda al lugar exacto de la puñalada certera.
-Salgámonos, Negra, aquí todas son mujeres de la vida, me dijo mi hermana en tono susurrante pero enfático.
En breve alcanzamos la calle y nos subimos de nuevo al autobús. No sé decir con precisión cuánto tiempo esperamos porque me entretuve, asomada por la ventanilla, mirando de nuevo el cielo que había dado paso a unos rayos de sol, quizá con el único propósito de que anunciara la media tarde rumbo al crepúsculo. El chofer apareció y urgido se montó de un salto al autobús alertando con gritos: “nos fuimos y el que se quedó se quedó porque nos van a cerrar el cementerio”. Entre risas y alboroto los viajantes ocuparon de nuevo sus lugares; hablaban de cualquier cosa, nadie tenía pesar, nadie tenía pena.
La diligencia fue breve en el Camposanto Central, la fosa estaba abierta y la tierra húmeda aguardaba a un costado; el ataúd descendió sostenido por unas sogas hacia un fondo pantanoso; nadie lloraba, solo un silencio suave, caldeado por un olor a flores marchitas, -quizá el único signo de duelo- se arrellanó entre nosotros que mirábamos hipnotizados la tarea del enterrador; cuando la última palada cerró la tumba, alguien puso con cuidado una corona de gladiolos sobre la tierra baldía, sin cruz y sin mármol y sin nombre.
El chofer anunció de nuevo, “bueno, nos fuimos y todos corrieron entre risas y en tropel a tomar su lugar en el bus; el chofer prendió la radio. Una mujer negra, alta, flaca y hermosa fue la última en subir al bus ya puesto en marcha; miré atenta su peinado de trenzas pegadas en forma circular a la cabeza, formando un circuito sin principio ni fin; desde el estribo atisbó resuelta hacia el interior de la unidad, después con un dejo de consternación constató que no quedaban asientos disponibles y que de hecho el bus se había atiborrado de extraños. Mi hermana masculló a mi oído:
-Es la mamá de la muchacha muerta-
La mire de nuevo y entre el intenso ruido del tráfico la escuché decir con un tono más bien cansado: Pare chofer, prefiero caminar, se justificó y entonces se apeó del bus aún en movimiento.
Al bajar, el viento de la lluvia perentorio levantó su vestido de tela blanca con dibujitos negros y espaciados; ella se acomodó un saco sobre los hombros y echó a andar con paso firme; del radio del autobús salía festiva, una canción de moda: “no la llorés, no la llorés, que fue una gran bandolera enterrador no la llores” y fue allí, en ese momento y en ningún otro cuando se desgranó el último aguacero torrencial de aquél octubre.
[1] Eliana Cárdenas Méndez, Etnóloga, profesora-investigadora, ensayista, narradora.