Por Jorge ManrÍquez Centeno
“Del tingo al tango”
El Tote es un escuincle y está feliz porque es sábado por la mañana y no tiene que ir a la primaria. Y le vale madres que otros tengan sus patines del diablo y hasta bicicletas, tiene la energía del sol y puede hacer maravillas, más las piruetas de tierra que realiza en el corral. Además, tiene el día libre. No irá con su madre a hacer “talacha” a la casona de su tío Ismael. “Te mereces un descanso, has trabajado mucho toda la semana”, fue el comentario de su jefecita.
Apenas partió al trabajo, se fue al corral: terreno baldío que está hasta lo último de todos los cuartos de la vecindad que, como todos esos escuincles, corren en paralelo. Ese corral es el refugio para sus juegos infantiles. Es como un patio de tierra. “Está bien chido jugar ahí con mis cuates”, piensa el Tote, mientras juega canicas con Hugo, su amiguito, con el que anda del “tingo al tango”. Debe comentarse que, cuando los regañaban o estaban tristes por cualquier chingadera, esos chamacos se enfilaban hacia el corral, que no solamente servía para cotorrear o jugar, sino para estar consigo mismos.
Y le gusta que le llamen Tote y que su padre, Juan Güero le cante melodías de “Cri-Cri” como el “ratón vaquero”, y baila bien chido con él, y aplauden, ríen, y sacan unas pistolas bien padres, y se disparan y su papito cae cuando le dispara con su dedito, y, de repente, se levanta, y lo abraza y le dice: “Te quiero, Pachalú”, porque sí, él es el único que no le dice Tote, sino Pachalú, tal vez para diferenciar su amor. Y el Tote se tiene que poner bien buzo cuando su padre canta como Pedro Infante “El piojo y la pulga”, “Conejo Blas”, “Oso carpintero”, porque su voz es tan dulce, y es como el llamado para que aparezca, de la nada, el Osito y de ahí se vaya a lo de la tomadera, que es como el corral de los adultos, otro viaje, pero con muchos laberintos. Por eso grita, y grita re fuerte:
“Tiro lo tiro, tiro liro liro,
Tiro lo tiro, tiro liro lan.
Tiro lo tiro, tiro liro liro,
Tiro lo tiro, tiro liro lan.”
“¡Que no aparezca, diosito que no aparezca!”, dice en voz alta, y observa como que está queriendo cantar “Gavilán pollero” y todas esas chingaderas que disque combinan con el trago. Cuando eso sucede, el Tote se va al corral, uno de sus refugios predilectos. Se esconde en una enorme piedra, que, con su sombra, lo oculta y lo delinea. No le gusta recibir los rayos del sol. Son diamantes en sus manos. Pero él no quiere esa energía, quiere un abrazo, un apapacho de su padre. No sabe dónde buscarlo.
(Pasados muchos años, “Cartas marcadas”, es como una marca de ti, padre, son horas inmensas del recuerdo. Y no hay reproche, ni nada que se le parezca. La luna se desvela al oírte cantar de esa forma, así como Pedro Infante, del cual tenías un increíble parecido. Al escucharte sonrío y te veo vivir como elegiste vivir, y te observo cargarme, estoy pequeño, y me gusta que me cantes las canciones de Cri-Cri y melodías infantiles de Pedro Infante, pero hasta ahí, punto. Parale a tu cuerda. ¡Gracias, papito Juan Güero! ¡Te quiero un chingo!)
El corral está bien chido, sobre todo excavar en la tierra para encontrar lo que ni te imaginas, como esa ametralladora de la segunda guerra mundial, esa granada que fulminará a los malditos nazis que meten a los judíos en los campos de concentración, los aniquilan de a montones en las cámaras de gas, sobre todo esas niñitas y niñitos, como Ana Frank, que, su único estigma había sido ser judía. “Esa si es una marca bien cabrona, y no como la mía, de esperar y esperar a que mi padre regrese de la tomadera”, piensa el Tote, mientras está escarbando con coraje. La tierra sirve para eso y para más. Pero ahora encuentra solo piedras y tierra, que revueltas con el coraje sirven para una chingada. Luego, aparece un bicho, un “niño”, y es mejor aplastarlo con una piedra bien puntiaguda hasta que se esparzan sus vísceras, y después cubrirlo con tierra y piedras, como deben cubrirse ciertos recuerdos.
Pero todo tiene su momento, como recibir esos rayos solares que te dicen que todo va bien por esto que llaman mundo. O recibir ese telegrama del gabacho, milagroso, como lo recibía la madre de la Pocha, con el aviso de que llegó el giro, la lana pues, y el mundo, para ellos, era diáfano como esas milanesas de res, bien asaditas, con su platito de lentejitas a un lado, bien caldosas con sus pedazos de choricito, papitas, que se le hace agua la boca al Tote, quien da dos, tres vueltas por esa casa, así como para que lo inviten, y, como andan en sus cosas, sólo dicen: “ahorita no Tote, no necesitamos nada de mandados, fuimos al Mercado de Jamaica y estamos bien surtidos.” “Gracias, para la otra”, era la respuesta que se llevaba ese condimentado viento. Lo mejor es irse al corral para llenar con alegría esos huecos cabrones que van dejando las piedras cuando las levantas.
El corral
Cuando las madres de la vecindad del 41 tienen que tender la ropa en el patio de la vecindad, salir al mandado, ir a trabajar o “darse un respiro de tanto ajetreo” como dicen, dejan a sus chamacos bien resguardados en un lugar especial, mágico para ellos y alivianador para ellas: el corral. Sus madres los encaminan hasta ahí, hasta el fondo de la vecindad, y están contentos los condenados escuincles. O sucede, que, ante cualquier descuido, ellos mismos jalan para ese lote baldío, relleno de tierra, piedras y recuerdos, así, amontonados, que debes ir removiendo para irlos viendo.
El corral está contiguo a la oficina-taller-imprenta del tío Chavo, donde pronto trabajará el Tote. No lo sabe, pero lo intuye al observar aquel maquinón metálico de color azul. Lo atrae como imán, más el olor de la tinta fresca, que, al olerla, como lo está haciendo ante un descuido de su tío que pasa a saludar, siente energizarse. De diferente forma a como recibe los rayos del sol. Casi todos los primos del Tote han laborado en aquel taller. Pronto le tocará a él. Pero todavía no es el momento.
Nadie tiraba basura en el corral, sabían que los chamacos ahí pululaban, y había que tener ese cuidado. Aunque por las tardes, había que darles sus buenas restregadas con jabón y un buen zacate, tal y como lo hacía la Yayo, la hermana del Tote, pero la canija le daba tantos repasones, que su pielecita quedaba toda enrojecida.
Algunos piensan que en el corral se depositaron algunos desechos de los cuartos cuando construyeron la vecindad. De eso ya llovió como dicen.
Y ahí estan los primos y primas del Tote como el Ruso, el Queso, el Pichos, Irma, Chela, Pepón, algunos amigos como Hugo, Fidel, el Gallo, el Barros Clay, el Donato, amigas como La China, Mabel, Toña, otras más. También está su hermana Teresita, su clon, dado el gran parecido, así como otros que no logro ver.
Por supuesto, está el Lobito, quien es un inventor de cuanta cosa te puedas imaginar, y ahorita está haciendo cálculos para hacer una “casita”. Luego, organiza la extracción de tierra y piedras, que van colocando en bolsas, las cuales las depositan donde están los contenedores de la basura del mercado de Cucurpe. Fueron varios días de trabajo, donde participaron todos esos escuincles, que concluyeron con un hoyanco al que el Lobito le puso energía eléctrica, y hasta puerta. Luego fue camuflajeado con ramas. La imaginación de Irma y Chela, primas del Tote, y de su hermana Teresita, logró acondicionarlo con muebles y le dio los destellos de los diamantes. Ese “club” era una joya para esos escuincles.
A los pocos días forman un “club”, como el de Tobi, pero ellos si aceptan mujeres. De ello hablamos en otras hojas.
La imaginación puede con todo
Donde está el corral concluye la vecindad. Hay una barda que lo delimita y contiene. Traspasándola está la Avenida Morelos. En las horas pico, como son las idas y regresos de escuela o trabajo, esa avenida tiene gran movimiento de vehículos y de transeúntes.
Esa barda es altísima, por ello es imposible escalarla, mucho menos conseguir una escalera para llegar a la cima, dado que la bajada del otro lado es peligrosa. El catorrazo te puede dejar en malas condiciones. Además, nadie tenía una escalera de esas dimensiones, que se agrandan ante la mirada de esos escuincles, que necesitan una vía de escape cuando no quieren ver y escuchar los gritos de sus padres cuando están tomados o simplemente desean alejarse por cualquier otro motivo.
La imaginación puede con todo: hasta con las chingaderas de la vida.
Por eso, deciden escarbar y hacer un túnel para traspasarla. En ese cometido utilizan palas y un pico que logran agenciarse de por ahí. Son constantes, saben que, en ciertos momentos la persistencia los sacará a flote y llegarán a su cometido, tal y como lo vieron con su maestro Tomás de la primaria, quien les leyó la fábula La liebre y el conejo…
Después de varios días y aconsejados por el Lobito, llegan a su cometido: traspasan la barda. Todos están del lado de la Avenida Morelos. Están super contentos. Pueden con todo.
De repente, escuchan ruidos que provienen de la vecindad. Ponen atención: de ese hoyo negro emanan gritos, mentadas de madre, cintarazos, reclamos… y todas sus derivaciones. Cada uno de esos escuincles va diferenciando las voces de sus padres, hermanos gandallas, que siempre los habrá, madres desquiciadas por la falta de dinero. En otras casas, hay música, un montón de música, sobre todo cumbias, que van cantando las hermanas mayores, y ahí es cuando el Tote escucha a la Yayo, la cual esta entonando esas bonitas canciones en inglés que su carnalita se las sabe, y eso que no ha estudiado ese idioma. “Canta bien chido”, dice un Tote orgulloso de su carnala.
Esos amiguitos y amiguitas se van alternando para ir escuchando las voces. Y esas voces los llevan a las miradas, rostros familiares, que van diferenciando. Hubo quienes, de inmediato, empezaron a llorar y se dieron la vuelta a la manzana para regresar a sus casas. Extrañaban a sus papitos, como les decían.
Otros de plano se mantuvieron buzos caperuzos: escuchaban muchas chingaderas, que crecían como arroz.
…
Como era tarde, regresaron al corral, y luego se fueron yendo a sus respectivas casas. Debe decirse que, de un lado y del otro, camuflajearon muy bien ese túnel, para no ser descubiertos y fueran objeto de los respectivos castigos, tan diversos como los sonidos que salen de ese agujero negro. Los agujeros negros están por todos lados, ponte trucha carnal lector, para que puedas patalear si estas en el mar, o volar con la imaginación por si andas por el cielo.
También debe aclararse que sólo algunos chamacos sabían la existencia de ese túnel. Hubo quien no quiso participar, por lo cual se le hizo a un lado, y no se le volvió a dar información sobre la aventura.
De corrales está plagada la vida
Los que quedaron lo utilizaban cuando estaban solos o desamparados por la ausencia del padre que andaba en el trago, o tenían otro pesar, siendo la más canija el hambre que tocaba a sus pancitas, y eran unos estertores de la chingada. En ese caso, iba uno del lado de la Avenida Morelos y destapaba el hoyanco, y quien tenía algún pesar, del lado del corral observaba hacia afuera, y, a través de los sonidos, se podía imaginar estar destapando una coca cola bien fría, estar comiendo unos taquitos bien crujientes de chicharrón con aguacatito y frijolitos refritos con pedacitos de choricito bien asado, con un chingo de salsa verde, así como para chuparte los dedos, porque no quedaba ningún rastro de aquellos taquitos, según la expresión del Donato.
Hubo quien dijo que estaba en un restaurant, con un trapo en sus piecitos, disque para limpiarse la boca, y cuyo mesero hasta le dijo su nombre y estaba para atenderlo, según escucho muy clarito, por lo cual, pidió su champurrado y dos tortas de tamal de mole, que le fueron a buscar hasta encontrarlas, dado que ese platillo no lo tenían en el menú, pero al cliente lo que pida, le comentaron, y después de un buen rato, el pinche Piojo chico, hasta se limpio la boca con sus manos, diciendo: “que chingonas tortas de tamal me acabo de comer, carnalitos”.
Claro no todo era comida, había sus idas al parque, viajes, donde podías estar en ese avión, escuchando sus potentes motores que lo hacen despegar y andar en las alturas, y no como los veían a lo lejos, con ese ruido, que sintonizaban con sus gritos.
Hubo quien nadó en una enorme piscina, y cuidó de no meterse en lo hondo. Le gustaba dar manotazos en el agua, por lo cual salpicó de agua a sus amiguitos, quienes, riendo, le recomendaron no irse a lo hondo.
Hubo sus revanchas: un amiguito aprovechó para darle una pedrada a su padrastro, quien se había pasado de lanza con él y con su madre, gritándoles bien gacho y pegándoles por todos lados. Hay golpes, determinados golpes, que dejan las huellas de los gritos. Y tienes que gritar y gritar en el espejo para dejarlos ir.
Hubo sus extravagancias: una amiguita, La China, con los ojos cerrados y medio levitando, empezó a hablar en un extraño idioma, según esto, estaba platicando con un pariente lejano.
Había los chamacos recelosos, que decían que todos esos lugares, viajes increíbles debían tener ocultas sus chingaderas, ya que “no todo es como lo pintan”, o más bien dicho: “el león no es como lo pintan”.
Pero en general, esos escuincles acudían a ese hoyanco de los sonidos como lo llamaron cuando requerían paisajes extraordinarios, por ello, se la pasaban todo el tiempo en el corral, que, visto de esa forma, tenía muchas derivaciones.
…
Hasta que, un infausto día, una de las madres se enteró de ese arguende, y mandó ponerle cemento a ese hoyanco, túnel, foso, o como quieran llamarle. Así, sin ninguna explicación. Claro, había varios riesgos, según les explicó, siendo el más evidente, que estuvieran solos en la Avenida Morelos, donde circulaban carros a alta velocidad, y había muchos transeúntes, pudiendo ser alguno de ellos un “roba chicos”, o el mismísimo “Encostalador”, quien se robaba a niñas y niños, y según esto, los llevaba a un lugar desconocido. Luego, los metía en un costal para posteriormente colocarlos hasta arriba de los postes. Nadie sabía cómo los subía, pero ahí aparecían. Muertos. Palabra terrible en esta y todas las épocas. Pero morir en manos del “Encostalador”, eran palabras mayores. Por ello, nadie intentó reabrir el hoyanco.
Hasta ahí llegó.
Además, por ese entonces, una madre de esos escuincles, de quien no acierto a distinguir su rostro, colocó un tendedero en el corral. Entonces, estar jugando con esa sombra de playeras, camisas y pantalones, como que no les gustó a varios de esos escuincles, los cuales optaron por trasladar totalmente sus juegos al patio de la vecindad o en la esquina de la Calle Cucurpe.
Unos pocos siguieron jugando en el “club”, hasta que también fue descubierto, y destartalado. Así de simple.
El corral siguió siendo el refugio de pocos escuincles que querían estar a solas o jugar canicas, pero poco a poco, fue desplazado por otros lugares.
…
Sin las risas de los niños, el corral se convirtió en un lugar desolado, más que se fue convirtiendo en el sitio predilecto para acumular los “tiliches” de muchos vecinos, que los acomodaban al impulso del viento.
Todos esos niños y niñas no tuvieron escapatoria… Por el momento… Se vieron forzados a buscar otras salidas…
…
“Están dando el estirón estos chamacos, verdad, comadre”, dice una vecina a la otra, mientras tienden ropa y coinciden en observar a algunos chavos que están platicando en el zaguán de la vecindad.
La luz del sol traspasa pantalones, playeras, extendidas. Empieza a secar la ropa, pero también refleja la risa de esos chamacos, que parecen ir embarneciendo con esos radiantes y multicolores reflejos.
…
Y pasando los años, sin darnos cuenta, hemos entrado y salido de otros corrales.