Por Manuel Enríquez
✓Picasso se exilia a las montañas, vive a la intemperie y su único refugio: La Cueva de Balma
✓En Horta de San Juan, entre las montañas, se encuentra espiritualmente consigo.
✓Se salva de morir.
✓Observa luminosidad y geometría
V parte
Picasso entró en una etapa en la que no sabía qué hacer. Estaba -como es típico de la adolescencia- en estado rebelde. No quiere saber nada de la academia tradicional de pintura. Y, entre los 15 y 16 años de edad, estaba en Madrid, donde se supone asistiría a la mejor escuela de Bellas Artes.
No obstante, decidió ahí renunciar a dicha institución para dedicarse, prácticamente, a vagar.
De niño ya había aprendido de su padre -que era maestro de pintura-, pasó a instituciones artísticas de la Coruña, de Barcelona y luego de Madrid. Esos lugares de España los recorrió en busca de avanzar en su potencial artístico porque había mostrado gran capacidad de aprendizaje y de muy rápido avance.
Pero fue tan hábil en la pintura que siendo muy joven ya sabía lo que ofrecían académicamente esas escuelas, ya era prácticamente un maestro a su temprana edad, en plena adolescencia.
Decide entonces salir de la escuela y convertir su vida, en una vida de burdeles y antros de mala muerte, entregado a la noche sin rumbo y sin objetivos claros, además, sin dinero.
Quizá eso fue lo que lo sumió en una profunda depresión y, para acabarla de amolar, se enferma:
su cuerpo le duele, se llena visiblemente de salpullido en todo su cuerpo, su piel enrojece y padece de fuertes dolores de cabeza y de fiebre: se había contagiado de escarlatina.
En esas condiciones y harto de la vida nocturna, Picasso decide dejar Madrid y regresar a Barcelona.
Esa decisión le permite al futuro gran pintor acceder a otro nivel de aprendizaje que él mismo reconocería después como fundamental y trascendental para su vida como ser humano y como artista.
Quizá esto haya sido el empuje o el complemento que Picasso necesitaba para amarrarse en lo que años después sería el verdadero Picasso.
A su regreso de Madrid, cansado, flaco, enfermo, cabizbajo y sin rumbo, en Barcelona se reencuentra con su primer amigo, el mejor y el último de su vida, Manuel Pallarés. Lo conoció en la escuela de Bellas Artes de Barcelona cuando apenas Picasso tenía 15 años de edad y Pallarés 20, se sentaban juntos, en la misma banca.
Con él sostuvo una amistad de toda la vida -78 años de ser amigos, hasta el último día de la vida de Picasso-.
En su reencuentro en Barcelona, Manuel lo invita a su pueblo para reestablecerse, lejos de la vida nocturna y citadina. Se van a Horta de San Juan, un pueblito desconocido en ese entonces. Para llegar en auto hoy en día, uno tardaría 2 horas y media desde Barcelona tomando el rumbo hacia el sur, como si fuera uno a un punto montañoso entre Zaragoza y Ciudad Condal (Barcelona).
Era 1898 -Picasso tenía 17 años de edad- cuando fue por primera vez a Horta (su segunda visita la haría a los 28 años de edad, en 1909). En la primera visita llegó en auto a un punto y luego durante horas subió las montañas a caballo acompañado de Pallarés hasta llegar a ese pueblo.
Ahí, ya en Horta de San Juan, aprendió grandes cosas: como el trato con gente sencilla, sobre las labores diarias del trabajo en el campo y de la casa, sobre su alimentación natural y orgánica, pero sobre todo del contacto directo con la naturaleza, rodeado de bosques y montañas. Aprendió a distinguir los matices de luminosidad y a observar trazos geométricos del pueblo.
Con Pallarés subió las montañas de Santa Barbara y vivió varios días a la intemperie, en la naturaleza, al aire libre, dónde sólo tenía como refugio las Cuevas de Belma.
Desde aprendió a abrir su corazón y agudizó sus sentidos, observó la luminosidad de las montañas y el trazo del paisaje.
El mismo Picasso lo expresa así: “Tot el que sé hi he après a Horta” (Todo lo que sé lo aprendí en Horta). Luego lo precisó: “Todo lo que sé lo aprendí en la tierra de Pallarés”.
El Centro Picasso de Horta de San Juan recuerda en su página web otra frase del artista:
“Mis emociones más puras las experimenté en un gran bosque de España (refiriéndose a Horta) donde, a los 16 años, me retiré a pintar”
En aquel pueblo entre las montañas boscosas, entre ríos y paisajes verdes inmensos, aprendió a desollar liebres y deshilachar las cuerdas.
“Allí aprendió Picasso a utilizar sus manos, su corazón y sus oídos. No podía recibir mejor lección y nunca mejor lección fue tan bien aprovechada”, afirma uno de sus biógrafos.
El mismo Picasso dice que:
“Todo lo que sé lo aprendí en el pueblo de Pallarés: cuidar de un caballo, dar de comer a las gallinas, sacar agua de un pozo, hablar con la gente de campo, hacer nudos sólidos, equilibrar la carga de un burro, ordeñar una vaca, hacer bien el arroz, tomar fuego del hogar…”
(Ver “Picasso”, colección Grandes Biografías, dirigida por Francisco Cardona Castro, 2002, p. 37)
Bueno, hasta aprendió a hacer pan de higo.
En el autoexilio, retiro o destierro a las montañas, no sólo aprendió y enriqueció su vida espiritual, sino también, volvió a nacer física y artísticamente:
Por segunda ocasión se salvó de morir (la primera, recordemos, fue cuando al nacer lo dieron por muerto y su tío Salvador lo revivió con soplarle en la cara humo de un habano: en las montañas:
Sin saber nadar se sumergió en una corriente de agua y cuando ésta se lo llevaba y Picasso pataleaba, ya desesperado tratando de salir, alguien lo sujetó fuertemente del cuello hasta rescatarlo.
Hay quien dice que su amigo Manuel Pallarés habría sido quien lo salvó, pero en otras versiones se afirma que no fue él sino su hermano Salvador – pero no el Salvador del primer rescate-.
Pallarés es más conocido por la larga amistad que tuvo con Picasso -de la cual nunca se aprovechó- que por sus obras de arte a pesar de que también revelan que era un maestro de la pintura.