Por Agustín Labrada
La tarde en que Chetumal cumplía cien años en 1998, Héctor Aguilar Camín leyó fragmentos de una obra épica sobre fundaciones y hazañas agrestes, donde el nombre de su aldea de origen figura como Carrizales y los protagonistas transcurren dibujados bajo una engañosa ficción.
Escribir sobre Chetumal u otro pueblo “exótico” del Caribe es un peligro, porque pueden repetirse fórmulas garciamarqueanas, señaló días después el poeta Luis Miguel Aguilar (hermano de Héctor), aunque se espere la gran novela del sur, donde se conjuguen los más disímiles afluentes culturales.
Para Eliseo Alberto, “Cien años de soledad” es una novela bíblica, dada su ambición estética, la amplitud que hay en sus tramas, sus numerosos personajes, aunque nace en un tiempo en que los escritores prefieren reducir los conflictos que abordan y no volver al modelo pormenorizado de otros siglos.
“El resplandor de la madera”, nombre que obtuvo el libro aguilariano, asume su suerte como novela bíblica, pero se reflexiona aquí sobre su novela evangélica —según esas definiciones que esgrime Eliseo— “Un soplo en el río”, donde Héctor relata un orbe épico desde el entrañable diálogo.
A partir del romance entre Antonio Salcido y Rayda Valenzuela, el escritor reconstruye un periodo histórico que ciñen fervores políticos y utopías, injusticias y sueños, matices generacionales y más derrotas que triunfos en escenarios diferentes como México, Nicaragua, El Salvador y Estados Unidos.
Como en otro libro suyo, “Historias conversadas”, Héctor trae a un primer plano a dos amigos que dialogan. El que pregunta y oye es una especie de escritor. Quien cuenta sus recuerdos es el protagonista Antonio Salcido: médico, religioso de cuna y místico por azar.
En tal estructura dialógica, la novela fluye, se evitan acotaciones y los personajes van de una a otra página con las mismas libertades de los peces, aunque (como en el océano) también hay antagonismos que aquí se ven entre parejas, ideologías, lecturas del mundo…
Parte de la historia pertenece al pretérito, bien definible en tiempo y entorno, como en los reportajes. Los sets ya se mencionaron, la fecha corresponde a las décadas de 1970 y 1980. El amor es la aguja que urde todo el andamiaje narrativo, en medio de situaciones gregarias que llegan a la polaridad.
Esa polarización se percibe, sobre todo, en las convicciones políticas de los personajes. Para Rayada y su primo El Vate, una entrega con fe a múltiples impulsos para redimir a los pobres es signo de absoluta justicia. Para Antonio, es parte de un teatro donde mora la venganza o lo que es peor: la ingenuidad.
Ambas corrientes se confrontan a lo largo de capítulos. Cada lado tiene sus argumentos y justificaciones, pero al margen de esas discrepancias, dentro de un sistema que nunca ha conocido a fondo la aplicación dogmática o justa del comunismo o su caricatura, el amor unifica a los personajes como un soplo en el río.
Sin resumir en estas líneas toda la fábula, puede decirse que se nutre de anécdotas y reflexiones colaterales, novelescamente sólidas, y que hay momentos concebidos con mucha habilidad, donde se muestra ese proceso que en la obra cervantina los críticos definen como sanchificación del Quijote y quijotización de Sancho.
Aquí hay un narrador omnisciente, un personaje narrador y un narrador protagonista (Antonio), que traza la urdimbre de la novela casi hasta el fin cuando el personaje narrador (Salmerón), quien ha labrado un manuscrito —asumiendo confesiones de Antonio—, consulta a otros dos personajes para redondear la historia.
Esos dos personajes son la segunda mujer de Antonio, María Amparo, y El Vate. Este fin sorprende, pues la novela pudo haber culminado un capítulo antes, y a su vez corrobora que la interpretación de un suceso cambia con profundidad según las visiones de los testigos.
El Vate sintetiza esta idea: “La verdadera cosa tiene que ver… con los puntos de partida y con los de llegada de todo relato. Es posible llegar a puntos… opuestos por una diferencia… inicial. Un grado de diferencia en la salida de Veracruz puede llevar a un barco al Mar del Norte o al Cabo de la Esperanza…”
Con este cierre, se borra un poco la imagen excéntrica que distingue a Rayda, joven de la burguesía que estudió medicina, quien, en vez de hacer fortuna, se sumerge en la lucha social tanto en colonias populares de México como en montañas nicaragüenses y campos salvadoreños.
Son visibles también las transformaciones sicológicas que vive Antonio, quien despliega campañas sociales para abatir abismos de salud en zonas pobres de México con la fantasía de que en —ausencia de Rayda, errante por el mundo con su fiebre libertaria— se aproxima metafísicamente a su amor.
Como rasgo negativo hay demasiada unidad expresiva en todos los personajes. Los tonos que los diferencian son tan leves que casi no se descubren, no están marcados esos colores. Son personajes cultos, antagónicos en muchas de sus ideas, pero afines en sus formaciones académicas y en el uso del mismo lenguaje.
Esta obra enriquece el conjunto bibliográfico de su autor, donde se incluyen otras novelas como “Morir en el golfo”, “La guerra de Galio” y “El error de la luna”; los libros de historia “La frontera nómada. Sonora y la Revolución mexicana”, y “Después del milagro”; y la colección de relatos semitestimoniales “Historias conversadas”.
Para el lector que busque historias sintéticas —como “El extranjero”, de Albert Camus; “El viejo y el mar”, de Ernest Hemingway, o “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo— sobrarían párrafos que componen “Un soplo en el río”, pues el núcleo está en remembranzas de Salcido, que pueden manejarse como un monólogo.
En fin, mientras se escribe la gran novela de la frontera sur y hay varios autores empecinados en tal proyecto, “Un soplo en el río” es una lectura lúdica que entre sus episodios contiene especulaciones inquietantes sobre el ser humano y sus eternos cruces de luz y sombra.