Por Eliana Cárdenas Méndez1
Bajamos del auto y me encaminó hasta la puerta, allí me besó en los labios con un beso tan cerrado que me selló la boca; no abrió los labios, es verdad, pero alcancé a respirar su aliento cargado de fatalidad; por eso cuando entré a la casa y los vi a todos sentados a la mesa, batiendo las palmas por mi llegada, solo atiné a mover los brazos y sonreí con una línea recta, larga y delgada.
No ha pasado mucho tiempo y yo me aferro a su memoria, porque me aterra constatar la voracidad de los días que se lo lleva a jirones; algo de él desaparece cada día; a veces puedo mirar el mar a través de su cuerpo, otras veces lo veo tendido en la cama, se ve intacto, entero en su completud, pero algo sucede, me descuido y el miserable tiempo muerde un pedazo y queda el colchón de la cama en el lugar de su pecho vigoroso; otras, despiadado lo devora todo y no puedo recordar, y entonces me suelta algunas migajas, un brazo con una camisa de cuadros rojos y con ese trozo me toca rehacerlo, reinventar su totalidad; inclemente se ha llevado hasta su voz y solo me queda el susurro derretido con el que me decía, “cariño”; a este paso solo quedará el cascarón de esa palabra que, cargada de interferencias ya suena hueca y sin arreglo; es por eso, por culpa del maldito tiempo, que los vertederos de palabras rotas no dan abasto. El viento en cambio suele compensarme, es amable pero impredecible y algunas veces sin más, me entrega su aliento en ráfagas, me hace tambalear, tengo que agarrarme de las paredes, pero aguanto la embestida porque me trae el último soplo de su vida a mi vida y puedo sentirlo, casi tocarlo y siento mis brazos trepar hasta su cuello.
Anoche soñé que viajaba con una amiga por un camino recto y estrecho custodiado a los lados por la selva, repentinamente, en medio de la oscuridad, veíamos de frente un coche con las luces altas, venía recio y no parecía tener intenciones de parar, nos abrazamos esperando a que se estrellara contra nosotras, pero no sucedió; el carro frenó abruptamente y ahí nos dimos cuenta que hacía el trayecto sin conductor al volante; en cambio, de la parte de atrás salieron dos hombres y desde las puertas gritaron al unísono:
-Fueron las mujeres morenas las que se llevaron a tu hombre.
Me desperté agitada, el gato saltó de la cama y se fue al balcón, lo seguí, pero lo noté reacio, me acerqué al barandal, miré el cielo, amenazaba lluvia.
II
Sin duda serían cerca de las seis de la tarde en todos los relojes y aun así, no escuchamos el parloteo ensordecedor de las chachalacas cuando cruzamos raudos por la avenida, pero en este instante que lo recuerdo, esa es la hora en la que salen o quizá cuando regresan en desbandada; íbamos en silencio y aun así no las escuchamos, en cambio oí con nitidez un chirrido de llantas y advertí el instante cuando se nos emparejó una camioneta con batea; el piloto me hizo señas para que bajara el vidrio, no hice caso, instintivamente subí los hombros hasta las orejas y sentí que se me encogía el cuerpo en el asiento.
-Creo que te están hablando le susurré.
Él estaba atento al retrovisor y ante mi advertencia murmuró algo inaudible, entonces empezó a respirar agitadamente; quizá fue en ese instante que se quedó el registro de su aliento en toda mi vida y que retorna memorable.
La estrechez de la camioneta sobre nosotros lo obligó a voltear la mirada, ellos le hicieron señas para que se estacionara y él obedeció,
– “Son Wicho y Xavier, no lo olvides” me dijo al bajar.
El ambiente no era hostil, es más, salvo porque yo lo conozco, fue que tuve el presentimiento de algo que se estaba saliendo de las manos. Se saludaron con entusiasmo incluso, luego se alejaron del coche y parecían bromear y al parecer, como resultado de un acuerdo, fue que uno de ellos se subió en la camioneta y se vino custodiándonos, en tanto que el otro se subió en la parte trasera de nuestro auto. Ninguno de nosotros pronunció palabra durante el trayecto a la casa de mis padres.
Llegando a la casa, pensé por un momento que tenía la intención de estrellar el carro contra el muro del antejardín, pero frenó justo a tiempo; se bajó y me acompañó hasta la puerta y me besó con aquél beso cerrado que me selló la boca.
Regresó junto a sus solicitantes y con cierta docilidad se subió a la camioneta, lo acomodaron en la cabina en medio de los dos hombres que nos interceptaron, quedó como emparedado, ya para entonces puede decirse que iba amortajado; yo esperé para ver si volvería la mirada, algún signo, algo, pero no se volvió y no nos miramos; yo entonces entré presurosa a la casa y me cayeron encima el ruido agudo de sordinas, silbatos y muchos aplausos: era mi cumpleaños.
III
-El volverá en un rato, expliqué, un asunto de trabajo, algo urgente.
Le mandé cientos de mensajes preguntándole ¿en dónde estaba?, ¿qué había pasado? El respondió con cuatro mensajes muy concisos:
- 8:00 Me envió un teléfono de Nayarit, “comunícate allí si algo pasa”.
- 9:00 “Te amo cariño, no tengas duda, lamento que las cosas hayan salido así, discúlpame con tus papás”.
-10:00 El mensaje que entra a esta hora es una especie de testamento: enlista un par de propiedades raíz y su carro y, nos asigna a su padre y a mí como beneficiarios.
-10:30 El último es contundente: “no confíes nunca en nadie”.
Ya no entraron más mensajes; encerrada en mi departamento esperé la noche entera y después el día entero y completos los tres más que siguieron, aguantando sola el agónico goteo de los minutos; pero es que yo no podía hablar, tenía miedo y la boca clausurada. Cuando pude hablar y semanas después, cuando fue declarado como desaparecido, me quedé petrificada y embelesada porque aparecieron familiares, amigos, deudores y confiscaron todo; no dije nada ni defendí sus cosas, extrañada me preguntaba ¿por qué lo dan por muerto? ¿qué le voy a decir cuando aparezca? ¿cómo le voy a explicar este saqueo? También ellos lo están desapareciendo, pensaba mientras veía pasar el desfile de la rapiña y el despojo.
Meses después empezó un vaivén en mi vida, salí de la ciudad porque tenía miedo, pero estando en otros lugares tenía miedo de que él regresara, que me buscara y no me encontrara, que hubiera perdido la llave y nadie pudiera abrirle la puerta; que no encontrara sus zapatos, o su cepillo de dientes; iba y venía y en todas partes la ausencia y espera eran las mismas.
A los dos años me dijeron que consultara a un brujo que atendía vía WhatsApp, le escribí y respondió aceptando la encomienda de averiguar en dónde estaba; como evidencia del trabajo me mandó un video: un ritual oficiado por un sacerdote con don de lenguas pronunciando palabras imperceptibles seguidas de un lamento; lo llama varias veces, danza, lo llama de nuevo; después hace un fuego entre piedras de río y, entre el crepitar de unas ramas, enciende una estaca pulida que se apaga muy pronto; intenta reanimar el fuego soplando el tizón y hasta se ve que pone, inútilmente, algo de combustión. Fatigado se sienta y llora, después entre sollozos me dice que lo han matado y que su cuerpo ha sido arrojado en aguas muy profundas. Me aconseja que me aleje y sentencia que nunca lo van a encontrar.
IV
Yo lo espero y lo voy a esperar hasta que pueda recuperarse de su muerte privada y clandestina, de esa mala muerte mercenaria; hasta que deje de vagar por mi cama y deje de correr desesperado por la explanada y las banquetas; lo voy a esperar, sí, hasta que pueda abrir la boca y me pueda volver a besar.
1 Dra. Eliana Cárdenas Méndez, Profesora-Investigadora, Departamento de Humanidades y Lenguas de la Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo.