Por Agustín Labrada
Todas las cartas de amor son ridículas, si no no fueran cartas de amor. Esta idea –expresada en versos del poeta portugués Fernando Pessoa– se ha mantenido en la historia de esa misteriosa manifestación que rige el “destino” de hombres y mujeres en disímiles remansos psicológicos, emocionales y místicos.
La guerra entre griegos y troyanos tuvo como pretexto la disputa del amor de Helena por Paris y Menelao, Paolo y Francesca fueron condenados (por adúlteros) al beso eterno, Don Quijote sigue buscando a Dulcinea en la llanura interminable, Julieta y Romeo se fijaron como símbolo amoroso de lo imposible…
Por esa ruta de alegorías en torno al amor, pueden sumarse sublimaciones y páginas oscuras, porque es mixto como un arcoíris pintado por los niños. “El amor en pos de la felicidad parece una serpiente mordiéndose la cola: principio y fin se confunden…”, afirma el escritor mexicano Francisco Magaña.
Según Octavio Paz: “En nuestro mundo, el amor es una experiencia casi inaccesible. Todo se opone a él: moral, clases, leyes, razas, y los mismos enamorados (pues) para realizarse necesita quebrantar la ley. La concepción romántica, que implica ruptura y catástrofe, es la única que conocemos…”
En nombre del amor, se han sometido pueblos a una existencia absurda. Muchos argentinos aprendieron a leer con oraciones que decían: “Yo amo a Evita, porque Evita me ama.” Nunca fue tan pródiga una primera dama. El amor se torna ideología y se transmuta su sentido en comercio y slogan.
En esa pasión no se razona, ello sólo es posible cuando se está al margen del huracán y no es uno el protagónico de la emoción infinita. Son caras las grandes emociones y breves como relámpagos. Pocas obras reflejan el amor lúdicro y pleno, sin traumas ni sufrimientos, ni condenado a muerte.
Por ese rumbo, la legalización o no del matrimonio gay no se relaciona con el amor. Tanto los matrimonios civiles heterosexuales como los del mismo sexo tienen motivaciones lejanas al sentimiento amoroso. Se cristalizan a causa del miedo: miedo a perder el confort económico, miedo a la terrible soledad.
Sometidos a una atmósfera punzante de burocracia sin fin, los habitantes de las sociedades modernas asumen “el amor por contrato” como una fórmula inevitable, sin preguntar cuáles son las diferencias sentimentalmente profundas que se despliegan entre vivir en unión libre o bajo del peso teatral de una firma.
En el Occidente burocratizado, suelen alarmarse cuando se enteran de que en algunas tribus indígenas sudamericanas una mujer puede tener varios maridos y que esos maridos llegan a asumir la paternidad de un único hijo; o que, en los países árabes y africanos, un hombre sostiene relaciones con muchas esposas.
Esas mismas personas occidentalizadas no critican ni se asombran frente a los muchos matrimonios que se orquestan por intereses financieros, lazos políticos, ilusiones de grandeza o vil negocio (donde nunca aparece el amor), desde tiempos antiguos hasta nuestro pragmático nuevo milenio.
Las dimensiones del amor nunca podrán ser medidas ni por documentos, que casi siempre conducen a juicios y tragedias; ni por seres inasibles oriundos de la fantasía, es decir, deidades que inventó el hombre ante su temor a la naturaleza como ahora inventa leyes para legitimar los instintos humanos.
El movimiento gay no lucha por el derecho a amarse. Homosexuales y lesbianas se han amado desde épocas lejanas, primero en contextos desprejuiciados como la Grecia antigua o el Japón medieval, y luego (contra todas las barreras) impuestas por sistemas homofóbicos y lacerantes religiones.
Los homosexuales institucionalizados buscan un asidero legal, donde mucho importan pensiones, herencias y otros recursos económicos, tal y como lo disfrutan las parejas ortodoxamente casadas, para no padecer ante un porvenir confuso, asediado por fraudes globalizados, crisis e incertidumbres.
En medio de esto, aún es frecuente oír el término romanticismo cuando se califican poemas, canciones y actitudes relacionadas con el amor y el lenguaje usado en ellos, que casi siempre raya en la cursilería y el anacronismo; y aún muchas personas ignoran que con el mismo nombre la historia registra un movimiento artístico.
La palabra romántico se pronunció por primera vez en la Gran Bretaña del siglo XVII con tono despectivo para referirse a detalles fantasiosos de novelas pastoriles y de caballería. El vocablo cruzó el Canal de la Mancha y, en Francia, Rousseau pudo darle nuevos significados para describir emociones indefinidas y rasgos melancólicos.
Tras asimilar el romanticismo, los escritores europeos alzaron este estandarte para oponerse al clasicismo, privilegiando la espontaneidad sobre cánones estéticos de imitación. En la poesía se funden reflexiones y sentimientos y se rescata cierto espíritu crítico; y en la novela se expone esta circunstancia sensible de la conciencia moderna.
En su tiempo, fue el romanticismo una revolución intelectual que en filosofía opuso las efusiones emotivas al razonamiento abstracto; en historia, fue revalorada la Edad Media, despojándola de su manto oscurantista, y en la vida pública alentó el patriotismo… También se asumen el folclor, la religiosidad, el arte del pueblo…
Algo de eso flota todavía si no en discursos nacionalistas y dignificaciones históricas, sí en la canción, donde prevalecen clichés románticos como la infelicidad, fugas hacia parajes extraños, dolores del alma…y, sobre todo, esa analogía entre naturaleza y mundos interiores de los artistas, que se traduce en mensajes simbólicos.
En este contexto, elogio, marginación, lujuria, desconocimiento, enigma… rondan a los imaginarios del cuerpo femenino tan visible en pasarelas y videos, tan oculto en burkas y prisiones domésticas, desde aquella metáfora en que se desprende de Adán y asume un zigzagueante papel en el Paraíso.
Pablo Neruda compara el cuerpo de mujer con el mundo en su actitud de entrega y Joaquín Sabina lo eleva como su religión en contra de tantas religiones y costumbres que, durante siglos, sometieron y aún subyugan a las mujeres a planos inferiores, con escasos derechos y sin voto, como sombras.
Salvo en misteriosas excepciones en el fluir de Occidente (el pedazo de orbe más afín a nosotros), la dominación masculina se ha impuesto con tal arraigo y poder que –en los esquemas mentales femeninos– las mujeres se interiorizan como presencias subordinadas y ellas mismas enaltecen el patriarcado.
La evolución del pensamiento, ciertas aperturas políticas y el propio despliegue tecnológico han incidido en que las mujeres marquen sus huellas en la sociedad, a veces con talento y a veces con estruendo, para ir atenuando así una desigualdad genérica, trazada por oscuras tradiciones y cómplices anclajes.
En medio del caos donde se agobia el planeta, no se ha perdido el derecho a soñar, y tanto el sueño como casi todos los demonios que entristecen al hombre habitan en nuestro interior, una amplitud inabarcable, pero no imposible de esculpir como deseamos, sin que invoquemos a la muerte.
La muerte vendrá sola y es mejor no nombrarla, pues al hacerlo se le roba oxígeno a la vida. El amor, experimentado como una plenitud y no como desasosiego, genera mucho de ese oxígeno y erige una muralla para resistir las hostilidades que vienen desde afuera con máscara o desnudas.
Ese oasis íntimo, semejante a la primavera, nos salva en las peores desdichas cuando parece que el cielo se nos cae más oscuro que el odio, más hiriente que un ágil escorpión, y desde nuestro refugio urdimos las raíces para protegernos, aprendiendo del mal para poder borrarlo.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió el poeta italiano Cesare Pavese, y claro que vendrá como la única democracia verdadera, pero mientras demora aprovechemos la alegría que a nuestro alcance dejamos huir; respiremos esta luz que nos une, las libertades del espíritu.