Por: Jorge González Durán
La primera vez que vi a la Santísima en su santuario en Noh Cah Santa Cruz Balam Nah Kampocolché, me pareció una pequeña cruz clavada en el aire, una flor inerme despojándose de sus pétalos en medio de cánticos e incienso. Era una plegaria dormida en el fondo de una caracola; frágil como el sueño del venado, melancólica como una tarde de invierno.
El Gran Padre se encontraba arrodillado en el Balam Nah, la morada de la Santísima, con las manos apoyadas en su fusil. En su último mensaje escrito, la Santísima pedía castigo para las flaquezas de los que sugerían pactar con el gobierno. El papel firmado con tres cruces decía: “Ésta es la tierra de los indios y deberán defenderla todos sus hijos, los traidores recibirán azotes y nunca más harán guardia en el templo”. Ya habían pasado muchas horas pero el Gran Padre le pedía al maestro cantor que continuara entonando alabanzas. Nosotros permanecíamos arrodillados y el conjunto de nuestras voces formaba un coro estremecedor.
Al amanecer, el General Crescencio Poot envió mensajeros a todos los pueblos, citando a los jefes para la reunión de emergencia: no había rendición. Gustavo Ambrosio Pat y un grupo de guardia fueron a buscar al teniente Celso Can, acusado de querer pactar con el gobierno. Cuando llegaron a su casa, éste se había ahorcado, adelantándose al castigo que le esperaba. A los pocos días, nuestros Generales se reunieronen Sahcabchén: los acuerdos fueron drásticos porque se avecinaban tiempos que iban a poner a prueba nuestro valor. El sargento Chan me avisó en Santa María, abandoné el terreno que estaba preparando para la milpa y me integré a la compañía que me correspondía.
El General Felipe May, con machete colgado a un lado de la cintura, empuñando su fusil se plantó ante nosotros y nos dijo: “Ha llegado el momento de demostrar que somos verdaderos hijos de la Santísima Cruz”, con su fusil marcó una línea imaginaria en el horizonte y continuó: “Los haremos retroceder, los empujaremos hasta el lugar de donde salieron, ésta es nuestra tierra, es la tierra de la Santísima y la defenderemos contra hsta la última gota de nuestra sangre”.“Tu palabra es verdadera y hermosa, Gran Padre”, respondimos todos.
El primer combate llegó. Una tarde antes llegamos a un paraje abandonado, un lugar de puras piedras pulidas por el viento y el sol. Ahí fue donde tú, General Felipe May, señalaste para acampar, porque al amanecer debíamos de enfrentar a las tropas enemigas .
Tu nos dijiste que somos los hijos de los indios muertos por defender esta tierra, nuestra sangre es la de los dioses, de ellos heredamos la fuerza, de ellos heredamos la vida; después, Padre, te quedaste hincado, temblando en la hondura de tu alma. Bajo la sombra la ceiba nos sentamos para escuchar las instrucciones de los Generales. Al llegar la noche los centinelas iniciaron sus rondas y los espías partieron para divisar las posiciones del enemigo. Después de invocar la protección de la Santísima, nos dispusimos a dormir, pensando en el combate de las próximas horas.