Por Agustín Labrada
Hubo que esperar demasiado tiempo para que los jóvenes cozumeleños intentasen renovar la guaranducha —esa comparsa de antiguo arraigo en los carnavales de la isla— tras un impulso de identidad en antagonismo con la homogeneización turística que invade a Quintana Roo y desfigura sus auténticos tejidos culturales.
Los orígenes y caminos de esta representación escénica forman un triángulo entre Cuba, Campeche y Cozumel, pero se sabe que vino a la isla de las golondrinas en los pies y el alma de un panadero cuando ya declinaba el siglo XIX, reinó durante muchos años en las fiestas carnestolendas y hoy esparce su canto de cisne.
RAÍCES QUE SE CRUZAN
La guaranducha mantiene discretas conexiones con Cuba, se hizo en Campeche y vino al Caribe mexicano en una versión que encontró simpatizantes (como Manuel Vivas), que volvieron esa manifestación el vórtice de la cultura cozumeleña.
La guaranducha está integrada por elementos teatrales hispánicos cercanos al sainete y figuraciones de la percusión africana; y, según el escritor Juan de la Cabada: “Por el sincrético desenfado de su estructura, se libra de tendencias al rebajamiento.”
“Rige a su ornamentación una propiedad que define la impureza que busca. Ello contribuye a que destaquen los trazos de sus caracteres mientras el barroco versátil de su estilo imprime a las evoluciones una gracia candorosa”, asegura don Juan.
Se trata de un complejo dramático-dancístico, donde se representa una fábula que tiene por escenario un batey —caserío alrededor de un ingenio— de la época colonial, y en ella intervienen disímiles personajes como El Mayoral y La Negrita.
Actúan también: Monina, El Juez, El Negrito, El Cazador, Candemo, Eustaquio, Má Rosario, El Sacerdote… y un coro de parejas de cifra indefinida. En la versión cozumeleña (excepto El Mayoral), todos los personajes se disfrazan de negros.
El cronista Velio Vivas, investigador de la cultura popular, comenta que difieren las modalidades de Campeche y de Cozumel. Mientras en la primera predomina —en el núcleo musical— la jarana, en la isla se manifiesta con ritmos caribeños.
En la versión campechana, la fraseología estuvo más ligada al argot de los negros descendientes de esclavos —que tanto estilizara el poeta Nicolás Guillén—, su tiempo en escena alcazaba hasta tres horas y la vestimenta era muy sofisticada.
Durante años, se especuló que el antecedente más remoto de la guaranducha se encontraba en el pueblo cubano de Trinidad, en el centro de la isla, donde esclavos oriundos de África (en días de fiesta) bailaban una danza de semejantes rasgos.
En sucesivos encuentros culturales de países caribeños, se manejaba esta idea como algo secundario y sin trascendencia, ya que en Campeche había perdido prestigio y esplendor la guaranducha, reducida a un cuadro pintoresco del carnaval.
Atraído por esos rumores, el compositor chetumaleño Marcos Ramírez Canul viajó a Cuba para indagar sobre similitudes y diferencias entre la comparsa cozumeleña y el baile cubano del siglo XVIII conocido como “Matanza de la culebra”.
Marcos, asesorado por el musicólogo espirituano Juan Enríquez, entrevistó a los integrantes del Ballet Folclórico de Trinidad, dirigido por la maestra Gisela Zequeira Calderón, el único grupo que tiene montada la coreografía dieciochesca.
La representación de la “Matanza de la culebra”, a diferencia de la guaranducha, es breve, no llega a los tres minutos. A causa del olvido, se fue fragmentando en el tiempo y lo que hoy se representa es sólo una curiosidad folclórica.
En la “Matanza de la culebra”, como en la guaranducha, hay una historia común teatralizada con baile y música. Tienen la misma argumentación y el mismo conflicto, que genera una culebra, pero difieren significativamente en el tratamiento teatral.
“Como la ‘Matanza de la culebra’ fue creada por negros esclavos de Trinidad en el siglo XVIII, con sus humildes medios, la historia dramática se parece más al teatro bufo de las ciudades”, sostiene tras su investigación Marcos Ramírez Canul.
“Esa historia llega a Campeche en el siglo XIX, tras la abolición de la esclavitud en Cuba, y se le da un tratamiento de zarzuela carnavalesca —comenta Marcos—, y es curioso que entre esos esclavos hubiera hasta mayas peninsulares yucatecos.
“Juan Enríquez estima que en esta danza hay reminiscencias del areíto, ritual de los aborígenes cubanos, y también de África. Es una manifestación mestiza. Los esclavos la ejecutaban en fechas festivas, como el Día de la Santísima Trinidad.
“Sólo en días muy específicos, los colonialistas españoles permitían que los negros bailaran. Aunque la fecha tiene un carácter religioso, la danza no. Es pagana. Se cuenta una historia costumbrista mediante el baile, el teatro y la música.”
“Llegamos a la conclusión de que el antecedente genealógico de la guaranducha está en la ‘Matanza de la culebra’ —afirma categórico Marcos Ramírez—. Hay algunas similitudes en el argumento de la historia dramatizada y en la fraseología que se usa.
“El término guaranducha no existe en Cuba. Es posible que haya nacido en Campeche como degeneración de guaracha, género cubano en cuyas canciones se insertan historias cotidianas, con humor y crítica social, como en la guaranducha.”
UNA HISTORIA SENCILLA DE LA VIEJA MORAL
La fábula, de una absoluta sencillez enraizada en el humor criollo que se sostiene sobre ciertos códigos morales, está centrada en Monina, esposa de Candemo, quien se proyecta como una mujer presumida y descuidada ama de casa.
Candemo, vendedor de empanadas, acusa a su mujer de esas fallas. El juez y el coro deciden la sentencia. En esta parte, interviene el público y se produce una suerte de teatro de participación colectiva. Monina es condenada a lavar ropa sucia.
Yo le compro la ropa
y no la quiere poner,
le compro la comida
y no la quiere comer,
le pongo la cama
y no quiere… dormir.
¿Qué más quiere esta mujer?
La mujer acepta la condena y, cuando comienza a lavar, aparece entre la ropa una culebra que muerde a su hijo Eustaquio causándole la muerte. Otra vez es juzgada por esta ley sui géneris y la ejecuta el mayoral con un cuchillo de monte.
La obra finaliza en una coreografía de embudo, donde cantan todos los personajes. Los músicos son sólo un trasfondo, aunque en la versión juvenil —debido a la magia de las grabaciones melódicas— no hizo falta un solo bongosero.
Y allá en el cielo la espera Dios,
y allá en el cielo la espera Dios,
y por eso es malo guardarle el secreto.
La mujer, ola, ola, va a morir.
Ola, ola, la Monina se murió.
Para cantar el bolero
con entusiasmo y amor,
se necesita valor
y pecho de guarachero.
Señoras y señoritas,
hemos llegado a cantar,
celebremos los tres días
alegres del carnaval.
Con esta no canto más,
porque nos vamos de aquí,
sirviéndonos perdonar
porque vamos a rendir.
Los músicos no participan en el drama, sólo crean un ambiente melódico usando clarinete, tumbadora, bongoes, panderos, guitarras, claves, maracas y güiros: la instrumentación dominante en las orquestas típicas del Caribe hispano.
“Al principio —afirma el viejo guaranduchero Félix González—, sólo se tocaban el acordeón y una tarola. A veces, se incluía una guitarra. El canto era más lento y valseado. Nos preparábamos, semanas enteras, con mucho entusiasmo y alegría.”
De acuerdo con Juan de la Cabada: “Para la guaranducha el tema es un mero pretexto. Su artificio accidental, de propósito lúdico y disperso en el humor del auto mágico, derrama vida, frescura. No trasuda chiste (…) Navega en la ironía.”
Esa ironía que menciona el escritor se halla en los diálogos que afloran entre la dramatización y el canto. El mayoral lleva la cuerda narrativa de la obra y cada personaje acude al centro del coro cuando le corresponde decir su parlamento.
La entrada la estelarizan El Negrito y La Negrita, en un léxico que refleja el español imperfecto de los primeros esclavos africanos. Se acentúa un humorismo costumbrista, antiquísimo y pueril, que caracterizó al teatro bufo de Cuba.
Oiga usté, linda trigueña,
¿por qué no me quiere usté?,
que yo soy cosita buena
y le amo con gran placé.
Morenita, no sé por qué,
morenita tú me gustá.
Las mujeres usan faldas anchas y largas, blusas de colores vivos, grandes aretes y collares. También se colocan almohadas que imitan las nalgas de mulatas caribeñas, como aquella joven inmortalizada por Enrique Jorrín en su tema “La engañadora”.
Los hombres se visten con pantalones cortos, zapatos baratos y cintas cromáticas en sus cabezas. El Mayoral es el único protagonista blanco. Su atuendo consiste en ropa de caqui, polainas y sombrero. Porta un látigo y marca su diferencia social.
ECOS
Noticias hay de que la guaranducha —en su versión cozumeleña— se representaba en Progreso, Yucatán, en la década de 1960, y en esos mismos años se escenificó la “campechana” por campechanos de una fraternidad en la Ciudad de México.
Asimismo, en los pueblos beliceños de Corozal, San Esteban, San Ignacio y Sartenejas entre 1930 y 1950, cuando era colonia inglesa, durante los carnavales se exhibía la versión campechana, que disfrutaban los descendientes de mexicanos.
PELIGROS PARA UNA TRADICIÓN
Durante la presentación juvenil, se sustituyeron los instrumentos acústicos por pistas y teclados. Se respetó el esquema teatral, aunque fueron muy imperfectas las actuaciones, una suerte de caricaturización involuntaria, sin intensidad dramática.
Predominó la danza con un dinamismo envidiable en un diseño coreográfico figurativo, lleno de complejidades plástico-corporales y transiciones expresivas, escenificadas sobre la base rítmica de la “salsa” más comercial creada en Nueva York.
Elia Flores, comparsera de larga experiencia, recuerda que al comienzo todos los que participaban en la guaranducha eran hombres y algunos se caracterizaban en los roles femeninos. En los años cuarenta, actuaron por primera vez las mujeres.
La comparsa se bailaba solamente los martes de carnaval, en febrero. Entre una presentación y otra podían transcurrir años, pues aún existe la superstición entre los ancianos de que cuando se escenifica, alguno de los guaranducheros fallece.
Bajo la dirección coreográfica de la argentina Liviana Lino y de la conocida comparsera isleña Leidy Angulo, un puñado de jóvenes se arriesgó a bailar la guaranducha, pero sin recurrir a una esencia de raigambre popular.
El montaje estuvo más próximo a los “bailes salseros” dosificados por la televisión mercantil. Bailaron bien, como en el concurso de una discoteca, y encontraron admiración en el aplauso de turistas y vecinos, bajo la luz de la tarde.
Como sucede en muchos ámbitos turísticos, el arte populista, subproducto de la cultura de masas, se adueña de productos populares, los sacraliza, los estandariza y los vende despojados de sus valores originales: identidad y autonomía.
El arte popular, que sobrevive en espacios subordinados y que tradicionalmente funcionaba como proyecto de cohesión y autodefensa, es ignorado por los medios noticiosos o promovido con limitaciones informativas o para fines políticos.
A propósito, el profesor Jorge Navarro, integrante de la vieja guardia cozumeleña, admite: “La guaranducha parecía condenada a los viejos y los viejos, a su vez, no aceptan jóvenes si no son de confianza y no tienen más de cuarenta años.
“Además, los personajes asignados son estáticos. Si te toca ser El Cazador o El Mayoral lo eres mientras vivas, pero las tradiciones evolucionan, y aunque esto no se parezca mucho a la manifestación original, al menos tiene un propósito de rescate.”
A pesar de esta historia, existen pocos testimonios gráficos y ninguna grabación musical en la que se registre en su totalidad la riqueza de las tradiciones guaranducheras. La mayoría de los jóvenes y niños cozumeleños desconoce su herencia artística comunitaria.
El intercambio con turistas del mundo y las trampas diseñadas para ese fin los ha enrejado en una fantasía. Mientras tanto, la guaranducha aguarda por su muerte o quizá por su salvación en la isla de las golondrinas, donde estalla con fuerza el mar.