Gilberto Avilez Tax
La historia de la Guerra de Castas de Yucatán (1847-1901) tiene enormes singularidades que, debido a esa obsesión de muchos por homogeneizarla en narrativas totales y abstractas, hemos dejado de observarlas a ras de tierra, obliterando algunos mecanismos que fueron de necesaria ayuda para los pueblos al momento de defenderse. Por ejemplo, ¿hemos pensado en la panoplia de estrategias que se instauraron en los pueblos yucatecos que hicieron frente a los mayas de Santa Cruz, y viceversa?, ¿hemos atendido a las diferentes formas en que los pueblos lograron sobrellevar un contexto de guerra latente durante la segunda mitad del siglo XIX?
Creo que apenas podemos entender el significado profundo, todo lo que desencadenó la Guerra de Castas, para una sociedad del sur y oriente de Yucatán que vivía a pocas leguas de un “Estado independiente” como lo fue Santa Cruz, y que fueron presa de innumerables ataques, saqueos, incendios, matanzas como la de Tekax de septiembre de 1857, y que tuvieron que constituirse, en varios momentos, en una sociedad militarista que en diversas ocasiones obstruyó el avance de los de Santa Cruz hacia Mérida, constituyéndose en pueblos fronterizos considerados en las “atalayas” o los “diques” de la “civilización yucateca”.
Pues bien, uno de los mecanismos de defensa más socorridos por los fronterizos para la vigilancia y resguardo de los pueblos yucatecos cercanos a la territorialidad de la república independiente de Chan Santa Cruz, eran las famosas “bombas de aviso”, que subsistieron en la Villa de Peto y en otros pueblos del sur y oriente de Yucatán, hasta bien entrado el siglo XX. Las famosas “bombas de aviso”, eran mecanismos de vigilancia de las poblaciones fronterizas al Territorio de Santa Cruz (lo que buena parte es ahora el estado de Quintana Roo), y se ponían “en los caminos peligrosos”, o bien, en los cuatro cabos del pueblo. Para los pueblos fronterizos de la segunda mitad del siglo XIX, las bombas de aviso y sus “bomberos”, eran los verdaderos báalam kaaj, o cuidadores de los pueblos.[1]
Las bombas de aviso, desde luego, no eran una forma de comunicación exclusiva de los Partidos fronterizos, sino que los mismos habitantes de Santa Cruz las utilizaban. Estas bombas de aviso pasarían el siglo tanto en Peto como en el territorio rebelde de Santa Cruz. Un testigo de las defensas que hacían los de Santa Cruz a principios de siglo XX combatiendo a las tropas del general Victoriano Huerta, fue José R. Portillo. Portillo informó sobre los “bomberos”, que eran centinelas colocados en todas las direcciones de los pueblos del territorio rebelde, encaramados en los más altos árboles a guisa de atalaya y provistos de bombas de pólvora que hacían explotar al observar la presencia de cualquier peligro.[2] En su reseña militar sobre la Guerra de Castas, Reed refirió sobre este tipo de comunicaciones entre los mayas rebeldes (aunque no era privativo, como hemos dicho, de los mayas, más bien fue un mecanismo de defensa que los de Santa Cruz imitaron a los pueblos fronterizos yucatecos): “No obstante que contaban con un cuerpo de tambores y clarines, los mayas dependían en forma importante de estas bombas de aviso, hechas de pólvora atada fuertemente en cuero de res, acompañada de una mecha, las cuales alertaban, como también presumiblemente transmitían mensajes simples en clave determinada”.[3]
La historia oral de los pueblos, así como documentos de la época de la Guerra de Castas, hablan de esta singular defensa que se constituyó en los años de la Guerra de Castas prolongada. Pero la historia como tal, pocas veces se ha referido de un personaje, un “bombero”, que dé cuenta de su acción y que tenga una historia digna de conocerse. Así lo pensaba hasta años recientes, cuando, en el 2018, al ir a Valladolid y apear del auto por breves instantes en Tixcacalcupul para tomarle algunas fotos a su magnífica iglesia, me percaté de una estatua que se encontraba en el centro de la plaza principal de ese poblado. Era una estatua que, para mi gusto, me resultaba poco estética, pero de inmediato supe, sin leer antes las placas informativas que se encontraban en su nicho, que se trataba de un “bombero”, de esos bomberos que durante mucho tiempo me llamó la atención cuando indagaba sobre la Guerra de Castas en los pueblos del sur de Yucatán. Fue entonces cuando conocí la historia de Juan Bautista Cupul, el “héroe” que le dio su apellido a su pueblo, Tixcacal, por un acto sin duda memorable, y que ha quedado inserto en la historia oral del pueblo de Tixcacalcupul.
La historia de Juan Cupul
Traducido del maya al español, la toponimia de Tixcacalcupul significa “pozo de dos bocas de Cupul”. El nombre del parque principal de Tixcacalcupul, lleva desde mediados de la década de 1960 el nombre de Juan Cupul, el “héroe” de este relato. La estatua fue construida por el escultor y escritor comunitario de ese pueblo, Javier Fernández Gutiérrez. Seguramente Fernández Gutiérrez indagó entre la gente mayor del lugar, por la historia de Juan Cupul, y posteriormente puso en forma de un librito la historia de Juan Cupul.[4] En un periódico yucateco de 2003, se lee que el Ayuntamiento de Tixcacalcupul de ese entonces, decretó como el 17 de octubre el “Día de Juan Cupul”. Trascribimos la nota:
“En solemne sesión de Cabildo, el Ayuntamiento de Tixcacalcupul y en coordinación con el escritor Javier Fernández Gutiérrez, se constituyó que el día 17 de octubre se decrete Día de Juan Cupul, de esta manera a el héroe de este pueblo desde los finales de la Guerra de Castas, se le hace justicia y también queda plasmado en un pequeño libro el historial de este maya, libro que fue presentado en este mismo acto por su autor Fernández Gutiérrez, titulado Tres cuentos y una historia. Este fue editado por Noé Mendieta Tapia. En el acto de Cabildo, también se le hizo un reconocimiento al escritor; la historia de Juan Cupul la presentamos tal como lo escribe su autor”.[5]
Pasemos ahora a escribir brevemente la anécdota histórica de Juan Cupul. Sabemos que Tixcacalcupul, a 20 kilómetros al sur de Valladolid, era el paso obligado de los mayas de Santa Cruz, en sus incursiones contra la señorial Zací. Igual podíamos verla como uno de los poblados que fungían como diques de contención y defensa de Zací (la misma función tenían Kanxoc y Xoquén). Era, y sigue siendo, en su mayoría un pueblo indígena.
La acción se presenta en los tiempos del gobierno de Rómulo Díaz de la Vega, quien puso en marcha, en casi todos los pueblos fronterizos al territorio de Santa Cruz, este tipo de defensa que consistía en una serie de guardias –o custodios de la bomba, vigías o “bomberos”- que se alternaban en pareja cada 12 horas para proteger las poblaciones. Eran jóvenes indígenas en su mayoría, a los cuales se les asignaba el cuidado de “una enorme bomba de pólvora comprimida”, hecha principalmente de cuero que se ponía en los cabos de la población.
Bomberos y tunkuleros
Cuando los bomberos veían, olían o sospechaban de un peligro alguno; cuando al menor indicio veían, entre la espesura de la selva, aparecer frente a ellos a hombres con viejos butbitzones y machetes templados por los primeros rayos argentinos de la luna; con un leño ardiente que avivaba la candela de una choza donde se guarecían, prendían la mecha y esta rápidamente recorría su camino hasta el corazón de la bomba, dándole apenas breves instantes al bombero para guarecerse en un trinchera de albarradas. El estallido de la bomba pronto era oído en todo el pueblo que se aprestaba a descansar (porque hay que saber que, las incursiones de los rebeldes eran nocturnas, casi siempre efectuadas en noches de luna llena), y los primeros que captaban la fatal advertencia, era otra pareja de hombres –los “tunkuleros”-, que subidos al techo de la iglesia del poblado, hacían vibrar la recia madera de un tunkul con todas sus fuerzas para levantar de las costras del sueño al viejo sacristán, que de inmediato tocaba a rebato las campanas para poner en alerta máxima a todos los vecinos, los cuales rápidamente se preparaban para hacerle frente a los rebeldes.
Pues bien, el 17 de octubre de 1853, con los resplandores aún vivos de la Guerra de Castas, ese día Juan Bautista Cupul Tun, de 19 años, hijo del sacristán de Tixcacal,[6] se disponía a cumplir con su deber de cuidar la bomba. No puso como pretexto para no hacerlo, que al día siguiente se iba a casar con su prometida, María Dolores Canul. Y aunque algún familiar le dijo que iría por él, Juan Cupul agradeció el gesto, pero decidió ir a cumplir con su deber, pensando que llegaría con puntualidad para su boda al día siguiente. Entonces se encaminó, junto con Filiberto Tun, su primo, al lugar donde se encontraba la bomba. La tarde pardeaba y la noche ya estaba en camino cuando llegaron.
De inmediato, Juan comenzó sus faenas de bombero, buscó leños cercanos y avivó la candela que se encontraba casi a la intemperie, en medio de un jato. Filiberto fue por agua a un cenote cercano. No había regresado Filiberto, cuando una tromba de vientos comenzó a chiflar en la choza donde otra lumbre chisporroteaba, y la noche fue humedecida por una lluvia torrencial, de esas que para octubre hacen brotar las cigarras de las cortezas hojaldradas de los ramones. Ríos serpentinos de agua otoñal pronto reptaron por la tierra negra e inundaron la endeble habitación donde en medio estaba la bomba. “Fili no regresa todavía, ¿por qué carajos se demora para ayudarme a poner en buen resguardo la bomba que ya chapalea en un charco?”. En esas inquisiciones estaba Juan Cupul, absorto y pensando si no era un huracán esa zumbadera, cuando un rayo enmarcó la figura de un hombre que se encontraba de pie, en el umbral de la choza. Era un hombre fuerte, a leguas se veía que era uno de aquellos soldados de ese culto extraño y bárbaro que se había coronado apenas hace unos dos años en Chan Santa Cruz. Momentos antes, le había dado una pedrada certera a Filiberto, lo que lo dejó inconsciente durante un buen rato. Escanciaba una botella de vil guaro. El hombre holló la tierra acuosa, y el chasquido que produjo el agua puso en guardia a Juan Cupul. Juan tomó un leño para prender la bomba, pero el cruzob, ágil como un jaguar, con un manotazo le arrebató la tea. Forcejearon en una ruda contienda, Juan ya mero lo vence, lo hizo dormir con un golpe seco en la quijada, justo cuando una horda de rebeldes lo rodeó; se le fueron encima, lo derribaron.
Ya en el suelo, le restregaron el rostro entre la ceniza y las brasas ardientes, lo amarraron con fuertes bejucos en pies y manos, y en su espalda aseguraron la bomba. Le dijeron que arrasarían con su pueblo y con sus habitantes, le prenderían fuego a las casas y se robarían sus bienes, y la misma acción harían en Valladolid. Al regreso lo matarían.
Al percatarse que los cruzob habían ido a cumplir sus sangrientos juramentos, Juan Cupul sacó fuerzas de coraje. Hizo un esfuerzo sobrehumano para liberarse, pero no podía. El tiempo era sin duda valioso. Si se demoraba en prender la bomba, ningún vecino de su pueblo se salvaría. Se levantó como pudo, rodó en la choza, y llegó a la candela, que se encontraba apagada. Vio un resplandor afuera, era la candela del jato cercano. El hombre con el que había forcejeado al principio, veía todo esto, y cuando observó que Juan, saliendo de la choza rumbo al jato iba decidido a prender la bomba, no lo pensó dos veces y corrió a salvar su pellejo. Apenas pudo brincar de miedo, porque la bomba había explotado con tan poderoso esfuerzo, que cimbró la tierra y lanzó piedras por todos lados. El machete de Juan voló como una navaja ultra afilada por el aire, y le cortó de un tajo la pierna del cruzob. Juan Bautista Cupul había desaparecido en mil pedazos, pero su muerte no fue en vano.
El sonido de la bomba alertó a los de los tunkules, que de inmediato los hicieron sonar, mientras el sacristán repicaba de forma violenta las campanas. Los hombres y mujeres, viejos y hasta niños de Tixcacal, armados con piedras, palos, machetes y desvencijados fusiles, salieron al momento justo que llegaban los de Santa Cruz, a los cuales recibieron con todo el furor, hasta el punto de hacerlos retroceder, huyendo despavoridos.
La historia de Juan Cupul fue contada a las autoridades por Filiberto Tun, que sobrevivió al descalabro, y por el cruzob que fue capturado. De ellos escucharon el relato, y al saber cómo ofrendó la vida por su pueblo, los vecinos solicitaron a las autoridades competentes, que en memoria de Juan Cupul, figure en el registro del estado, que Tixcacal llevara el apellido del hijo del sacristán. Desde aquel momento, ese pueblo se llama Tixcacalcupul.
[1] En la simbolización sobre el espacio maya, casi todos los pueblos yucatecos tienen a unos “cuidadores” en
sus cuatro límites. El pueblo o kaaj es un territorio protegido en sus cuatro salidas, en sus cuatro esquinas, “por cruces de madera, donde los báalam kaaj o guardianes cuidan al pueblo evitando que entren en él animales y malos vientos del monte. Cuando el mal logra burlar la vigilancia de un báalam puede convertirse en un gran monstruo que amenaza al pueblo…” Ella Fanny Quintal et al, 2003 “Solares, rumbos y pueblos: organización social de los mayas peninsulares”, en Saúl Millán y Julieta Valle coordinadores, La comunidad sin límites. Estructura social y organización comunitaria en las regiones indígenas de México, volumen I, México, INAH., p. 310.
[2] “Como obtuvo el generalato Victoriano Huerta. Relato de don José R. Portillo, glosado por Juan Sánchez
Azcona”. Diario de Yucatán, 13 de julio de 1930.
[3] Nelson Reed. “Mosquetes y machetes. Reseña militar de la Guerra de Castas de Yucatán, Unicornio, Suplemento cultural del Por Esto!, domingo 26 de octubre de 1997, p. 5.
[4] Que junto con las placas informativas de la estatua de Juan Cupul, me han servido para escribir este texto.
[5] “Justicia a un héroe maya. Cabildo decreta el 17 de octubre “Día de Juan Cupul”. Un escritor revive a los mayas olvidados”. Por Esto! 16 de noviembre de 2003.
[6] Según el relato de historia oral que narramos, Tixcacalcupul era nombrada como Tixcacal. Posteriormente, como homenaje a la gesta de Cupul, la nombraron como Tixcacalcupul.