Por Gilberto Avilez Tax
Mañana 30 de julio de 2023 se cumplen 176 años del inicio de la “Gran Guerra” profetizada por los chilames, la que partió en dos a la Península. Me refiero a la Guerra de Castas de Yucatán. Mucha tinta se ha escrito sobre ella y se seguirá escribiendo mientras haya alguien que quiera regresar a estudiar, imaginar e indagar los momentos estelares de esa Gran Rebelión de los mayas y mestizos del sur y oriente de la Península.
Según las crónicas de la época, la tea incendiara fue prendida en Tepich las primeras horas del 30 de julio de 1847, en el que los hombres de Cecilio Chi atacaron a la población, saqueando a las pocas familias de ladinos del lugar. Anteriormente, el ejército yucateco había cometido crímenes de guerra, buscando a Cecilio. Cuatro días antes, el 26 de julio, el cacique de Chichimilá, Manuel Antonio Ay, fue fusilado en el parque de Santa Ana de Valladolid. Los “dzules” tuvieron noticias de que Ay secundaría la rebelión generalizada, preparada por los caciques y “u chun t’ano’ob” de la región que va de Peto, pasando por Valladolid y Tihosuco.
La Guerra no fue gestada en pocos días, y no fue producto de ninguna coyuntura. Se acunó a lo largo de los siglos de coloniaje y neo-coloniaje, y en los últimos 50 años anterior a 1847, la crisis en la sociedad maya se había concretizado en precariedad agraria, fiscal y hasta religiosa. Además, a los mayas, que en la colonia se les había negado formar parte de los ejércitos del rey, con las repúblicas yucatecas de opereta a partir de 1821, habían participado en las guerras de los “dzules” yucatecos entre sí (meridanos y campechanos), y entre estos y el lejano México. Soldados que serían los caudillos de esta guerra que incendiaría la Península y cuyos resplandores aún podemos contemplar indagando en los archivos meridanos, como Cecilio Chi, Florentino Chan, José María Barrera y el incansable Crescencio Poot, habían venido de estas guerras anteriores a la de ellos.
Entre el verano de 1847 y la primera mitad de 1848, la rebelión campesina de más peso y grosor en América Latina, con fuertes parangones a lo que sería la guerra zapatista 63 años después, la que tuvo más duración, había hecho caer pueblos sobre pueblos: Peto, Valladolid, Ichmul, Tekax, Ticul e Izamal, así como Yaxcabá, Sotuta, Tixcacalcupul, Tihosuco, pronto estuvieron en manos de los dos ejércitos que se conformaron para combatir el predominio de Mérida: el ejército del sur, bajo la batuta de Jacinto Pat, y el ejército del norte, acaudillado por el indómito Cecilio Chi.
A muy pocos pasos o leguas estuvieron de ganar la capital fundada por los Montejo, los caciques del sur y del oriente que secundaron el llamado de Culumpich desde junio buscando como objetivos la cuestión de la tierra, pagar menos contribuciones, y el cancelar las deudas a los sirvientes. Pero el hambre, la falta de maíces, el inicio de las lluvias que fueron presididas por el vuelo zigzagueante de las “sh’mataneheles” (hormigas voladoras) en el cielo azul y límpido de Acanceh, habían doblegado a las tropas de Venancio Pec, otro jefe del ejército del norte. Y aunque las tropas del sur, mayor organizadas y equipadas por Pat y sus lugartenientes como José María Barrera, seguirían combatiendo aún en las siembras; los yucatecos, que estuvieron a punto de malbaratar la soberanía de la Península ofreciéndosela por cosa de nada a los Estados Unidos, a España y al Imperio Británico, al final, ayudados por el diezmado México, lograron repeler a los combatientes y los replegaron hacia los “bosques orientales” de la Península.
La de Yucatán, si no fue la única “Guerra de Castas”, sí fue la de más larga duración (se terminaría en 1901, pero la resistencia indígena, así como la autonomía cuasi total de México, subsistiría otras décadas más), porque a partir de la segunda mitad del siglo XIX, al sur, por la montaña de Campeche, y al oriente, en la República de Chan Santa Cruz, la autonomía maya crearía estructuras de poder a contrapelo del Estado liberal que se comenzó a gestar desde 1812, si no es que antes, con las reformas borbónicas y las ideas liberales que pondrían en práctica las élites nacionales y regionales en todo el siglo XIX.
Ayudados por la “hierofanía combatiente”, por la primera aparición de la Cruz Parlante en 1850, por la muda generacional con el encumbramiento de “señores de la guerra” como Crescencio Poot o Bernardino Cen, así como los saqueos que los “cruzob” harían a los pueblos yucatecos de la frontera a la territorialidad defendida por “Chan Santa Cruz”, y sus comercios con los ingleses del otro lado del Hondo, los indómitos hijos de la Cruz Parlante son un ejemplo prístino, paladino, de las luchas de los pueblos originarios de América Latina y del mundo entero, que prefirieron defender su dignidad como pueblos antes de ser sometidos a los grilletes de una “modernidad” traída y rete traída por las élites que, generalmente, han gobernado este país dándole la espalda a la gente.
¡Gloria eterna al grito de libertad iniciado hace 176 años, en el Tepich de los Valientes!