Por Gilberto Avilez Tax
Las crónicas coloniales dicen que fue una “gran lengua” que aprendió la maya a un punto exquisito y perfeccionó los vocabularios y las formas de enseñar el maya yucateco entre los frailes franciscanos peninsulares, en menos de un año radicando en estas tierras[1], “la de menos tierras”, que se encontraban muy lejanas de su vieja Cifuentes de las Españas.
Fray Diego de Landa (1524-1579) suscita en varios que estudiamos la historia de los mayas peninsulares, sentimientos encontrados. Y aunque Landa fue un personaje de su tiempo (y la historia trata de eso, de comprender y explicar los tiempos históricos donde se enmarcan las acciones humanas), el dolor que produjo entre los mayas el auto de fe de Maní, aún desgarra.
Sin embargo, sabemos que Landa actuó siguiendo sus parámetros culturales escolásticos, cuando, el 12 de julio de 1562, prendió en Maní la pira donde ardieron 5,000 mil ídolos de los indios y 27 códices mayas “escritos en papel de corteza y piel de venado.”[2] Pero con un pie en la modernidad avivada por el descubrimiento del Nuevo Mundo en el espíritu de los hombres más intelectualmente dotados de esos siglos de contacto indo-europeo, hizo algo que se ciñe a los trabajos de los primeros cronistas, que con afán no solo científico sino de dominio de las nuevas tierras descubiertas, estudiaron la geografía, la flora, la fauna y las costumbres de los nuevos pueblos que se encontraron bajo el manto imperial de la corona y la cruz, al escribir su Relación de las cosas de Yucatán, un compendio rico del mundo natural y social, así como las crónicas y relatos históricos de los pueblos que serían nombrados como mayas, ayudado, por supuesto, de dos informantes clave que eran miembros importantísimos de dos casas gobernantes de la antigua nobleza indígena maya: Juan Nachí Cocom y Gaspar Antonio Chi. Y apuntemos brevemente que dicha Relación, no es todo lo que Landa escribió: el texto primigenio era de mayor grosor de páginas, y el libro actual que hemos leído –y releemos-, se trata, más bien, de un resumen que Charles Ettiene Brausseur de Bourbourg rescató del olvido de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid; el manuscrito original que consultó y resumió Brausseur está perdido hasta la santa fecha.
Apuntemos brevemente sobre Charles Étienne Brasseur de Bourbourg (1814-1874) “el hombre que dio a conocer los grandes manuscritos en que se apoya gran parte de nuestro conocimiento sobre los antiguos mayas”, y que con respecto a los mayas de la península, dio a conocer el manuscrito del obispo Diego de Landa, con el cual “el mundo del conocimiento de los mayas cambió para siempre”.[3] Brasseur de Bourbourg, francés por accidente, abad de oficio y erudito de las culturas prehispánicas por “vocación arqueológica”, fue el hombre que no solo dio con el texto de la Relación de Landa, sino con el drama quiché conocido mundialmente como Rabinal-Achí, así como tradujo el manuscrito del Popol Vuh, de los mayas guatemaltecos, mientras se dedicaba a sus labores religiosas en Guatemala.
En el año de 1862, investigando materiales relacionados con América en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid, Brasseur dio con la Relación de las cosas de Yucatán, que Landa había escrito alrededor de 1566. En realidad se trataba de una copia anónima que había sido trabajo de diversas manos del manuscrito original, y tenía fecha de 1661; era, más bien, un resumen de un tratado original de mayor grosor que nunca ha aparecido. Michael D. Coe afirma de este descubrimiento, que “no solo fue una mina de oro de información autorizada sobre todos los aspectos de la vida de los mayas antes de la Conquista, sino también, pese a la denegación de generaciones de epigrafistas, la verdadera piedra Roseta para el desciframiento de la escritura jeroglífica maya.”[4]
Amén de estos trabajos de geógrafo, de botánico, de naturalista y de primer etnógrafo y etnólogo del pueblo maya en Yucatán, fray Diego de Landa hizo algo más, que hoy todos los epigrafistas le conceden y reconocen: sin el “abecedario maya” que insertó en su Relación de las cosas de Yucatán, jamás don Yuri Knorosov, ese ruso inmortal y padre del desciframiento de la escritura maya -junto con Tatiana Avenirovna Proskouriakoff, también de origen ruso pero trabajando en Estados Unidos-, pudo haber dado los pasos necesarios para el comienzo del descerrajamiento del código escritural maya. Landa hizo posible el milagro desde su tumba, y Knorosov fue su intérprete general. Michael D. Coe señaló a un famoso pasaje que se encuentra en la Relación de las cosas de Yucatán, como “la tan buscada clave de los jeroglíficos mayas, la piedra Roseta con que habían soñado los mayistas desde los tiempos de Rafinesque, de Stephens y de Cathewrwood”. Los antiguos mayas habían dejado un alfabeto que Landa apuntó, siendo amanuense de Juan Nachi Cocom y Gaspar Antonio Chi, y que solo sería leído a fruición bien entrado el siglo XX.[5]
Y hay que decir algo más. Decir que no todo de la grandeza del Alto Conocimiento maya desapareció con Landa. Ni la mínima parte despareció: 27 rollos que no sabemos de su contenido, fueron prendidos en la ominosa pira de Maní el 12 de julio de 1562. 27 es cifra ridícula para milenios de sabiduría antigua, aunque les cause agruras a los anti-españoles indigenistas. El Alto Conocimiento maya buscó caminos subrepticios, se mimetizó en pueblos de tierra adentro, creció en la selva, floreció en las milpas, regresó con la nueva escritura latina con que se escribieron los nuevos libros de Chilam Balam, prorrumpió como una tromba gigantesca cuando el Grito de Tepich del 30 de julio de 1847, y subsiste hoy en día en la memoria de fuego de los abuelos mayas, los j-menes, y los nuevos cantos poéticos de la ceiba maya.
“Pedimos perdón al pueblo maya”
El 4 de marzo de 2018, hace cinco años ya, visité Maní por primera vez con mis hijas. Frente al atrio del convento de Maní, mientras Valentina y Emma veían unas mariposas volar, se me vino a la mente el año 2009, cuando conocí por primera vez a ese pueblo, ya que aquella ocasión llegó Eduardo Galeano. Fui a conocer Maní y a ser testigo de la llegada, a tierras de Yucatán, del autor de Las venas abiertas de América Latina, un escritor totémico que leí con fruición en la licenciatura. Aquella vez, frente al gran uruguayo, en el atrio del convento de Maní, cuarenta y dos frailes franciscanos hicieron un desagravio a la cultura de los mayas:
“Pedimos perdón al pueblo maya, por no haber entendido su cosmovisión, su religión, por negar sus divinidades; por no haber respetado su cultura, por haberle impuesto durante muchos siglos una religión que no entendían, por haber satanizado sus prácticas religiosas y por haber dicho y escrito que eran obra del Demonio y que sus ídolos eran del mismo Satanás materializado”.
Galeano, quien cuenta la anécdota en su libro Los hijos de los días, abundaba:
“Cuatro siglos y medio antes, en ese mismo lugar, otro fraile franciscano, Diego de Landa, había quemado los libros mayas, que guardaban ocho siglos de memoria colectiva”.
Cuatro siglos y medio después de la pira que se prendió en Maní el 12 de julio de 1562, la memoria de fuego del pueblo maya aún se resiste a desaparecer.
[1] Landa había llegado a Yucatán, en agosto de 1549.
[2] Véase a John F. Chuchiak IV. “El regreso de los autos de fe: fray Diego de Landa y la extirpación de idolatrías en Yucatán, 1573-1579”. Península. Vol. I, núm. 0, otoño de 2005, pp. 29-47.
[3] Michael Coe. El desciframiento de los glifos mayas. México. FCE. 2017, pp. 99-100.
[4] Michael Coe. El desciframiento de los glifos mayas. México. FCE. 2017, p. 100
[5] Michael Coe. El desciframiento de los glifos mayas…