Agustín Labrada
Rony llega temprano a la parada, aunque Héctor está aquí desde hace media hora a la espera de su amigo para abordar la ruta 3 (Loma de la Cruz-Zona Industrial), que afortunadamente en pocos minutos frena ante ellos. Viene semivacía y sucia: bordes negros de mugre en los asientos rojos. Se sientan con la enorme mochila, lenta cruza la misma postal urbana.
¿Te gustan esas casas, verdad, Héctor? Es lo que siempre has soñado: una casa, un refugio, paredes que te salven de la guerra. Una casa que se vuelva barco para huir, para no ahogarte en la penuria; aquella de dos pisos con un gran laurel en su patio, con rejas y cristales, sobre el mar, sin ruta, sin leyes que vencer. Una casa que sustituya el mundo.
Flotaría la casa entre las olas hacia horizontes desconocidos, hacia nuevos atardeceres, hacia la libertad, sueñas mientras el autobús deja atrás las barriadas, y Rony cabecea somnoliento contra el vidrio sucio, donde el polvo dibuja algo semejante a tres veleros, como las carabelas de Cristóbal Colón cuando llegaron a Bariay, y crece en ti una sed inmensa de océanos.
Algunas paradas más allá de la Circunvalación, descienden. Se internan entre los árboles y escuchan ladridos distantes de perros. El saco sigue allí, todavía oloroso, y llenan (sin mucho apuro) la mochila. No es tarde y cruza un viento dulce. Los ladridos se oyen cada vez más cerca, creen que han de venir de esa finca, donde pastan algunos caballos.
—Cambia esa cara, asere —dice risueño Rony—. La mayoría de los padres son una mierda. Por eso Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza.
—Dios no existe.
Este lugar ya les pertenece, lo reconocen y hasta podrían dibujarlo, sin abrir los ojos, sobre una cartulina y luego volverla un barquito para que baje por el río Marañón que, cuando se junta con el Jigüe, se convierte en el río Holguín, que se vuelve río Salado, entra finalmente en el río Cauto y sale al mar Caribe. Un barco de papel tatuado con sus aventuras.
—Mi padre no me maltrató con sus manos, pero sí con olvido. Se fue a Miami cuando yo era niño y nunca ha mandado ni una singá postal.
Héctor contempla el panorama que los circunda y descubre algunos ciruelos silvestres, que suelen llamar jobos, con frutas de color amarillo. Despierta su ansiedad. No se contiene y va por algunos frutos que alfombran el suelo. Los saborea, le gustan. Rony lo imita, pero hace muecas al comerlos. Vuelven a oír ladridos y el aullar más distante de alguna fábrica.
—Vamos a rellenar con mangos.
—Pesará más.
—Pero la gente no sospechará que traemos café.
Rony intenta trepar a un árbol y resbala de golpe por el tronco hasta caer sobre la hierba. Los árboles están mojados y no hay ramas que bajen para apoyarse en el ascenso, pero el pelirrojo insiste para demostrarle a su amigo que él puede subir, ágil como Tarzán, en esta ínfima jungla del trópico, y en su travesía ir atrapando, una a una, todas las frutas.
—No hay que subir, héroe —dice Héctor riendo y lanza un tubo de los desechos industriales hacia la fronda. Algunos mangos llueven sobre sus cabezas.
—Espérame aquí, tengo que jiñar —anuncia Rony y desaparece en el monte.
Héctor acomoda los mangos verdes en la mochila. Mastica uno que ya está a punto de madurar, sabe rico y reparte sus mordidas entre ese mango y los jobos. Interpreta en su mente otra canción de Billy Joel mientras espera a su bróder, cuando un ladrido más hondo que los escuchados lo hace ponerse de pie y ve a un pastor alemán que le viene encima.
Por instinto, agarra el tubo y con todas sus fuerzas golpea al perro en el hocico y el golpe lo tira contra el árbol. El perro se incorpora, le brota un poco de sangre, y Héctor, a quien se le estremeció todo su cuerpo en la embestida, vuelve a golpearlo, expandiendo —desde el confín de su espíritu— mucha rabia, y los golpes se repiten mientras el pastor muestra sus dientes.
El perro es grande y de apariencia feroz. Héctor le pega duro, aunque esté nervioso. El miedo lo impulsa a seguir deshaciendo su ira contra el animal. El pastor va del ladrido a una especie de llanto triste y luego a una mudez rotunda. La sangre ha salpicado la hierba y algunas gotas cayeron sobre su camisa, que es (por suerte) una de las más viejas.
El pastor se extiende ensangrentado sobre gruesas raíces. Aunque la sangre es fresca, atrae a algunas moscas. Su cuerpo es negro y café, tiene un círculo casi blanco en la frente. La hierba se sigue enrojeciendo y brilla cuando la lame el sol que logra infiltrarse entre los gajos húmedos. Hay un silencio pavoroso en este monte, una atmósfera como de amenaza.
Es la primera vez que Montiel da muerte a algo. Siente una mezcla de culpabilidad y alivio. Algún día de su infancia soñó con matar a su padre. Ha tenido deseos de que mueran algunos vecinos, uno que otro compañero de aula, un par de profesores, pero finalmente intuye que la mejor arma para defenderse de las incesantes hostilidades es la indiferencia.
Por cada ladrido humano, por cada zarpazo que te rozó, Héctor, has ofrecido bloques de silencio. Ignorar al prójimo, volverlo invisible, aunque a veces tuviste que pelear como ahora, por instinto, para salvarte. Todos van a morir, los que te hirieron, los que tal vez te amen. Al final de esta feria, nadie se queda a salvo. No eres un asesino, sino un sobreviviente.
No malgastes tu tiempo guardándoles rencor a esos seres que con cien mil maniobras te enlodaron el camino. A cada quien le llega su minuto y no hay peor angustia que buscar la venganza. Sólo defiéndete, trata de estar a salvo y de vivir lo que deseas. El tiempo reacomodará todo hasta poner a cada uno en su paredón. No sufras. Nunca valió la pena.
Apenas se está recuperando del susto, cuando retumba en el monte un nuevo ladrido y otro perro viene hacia él. Desea huir y el miedo lo retiene. El pastor apura su carrera y ferozmente anuncia su ataque, pero un mal cálculo lo hace chocar contra un tronco, golpeándose la cabeza, y Héctor lo agrede, veloz, con el mismo tubo de metal manchado.
Un golpe contra la oreja izquierda, otro en la cabeza, otro sobre la boca… Ese Montiel, delgado y de pocas palabras, parece una máquina que (con ritmo mecánico) destruye al enemigo. El sudor lo inunda, también una energía indescriptible y potente que lo aterra más que el tamaño de los perros, cuya sangre derramada le provoca un extraño placer.
Un tubazo, dos tubazos, tres tubazos… Hay sangre y sudor en la cara de Héctor. Entre más miedo sube por sus piernas más contundentes son sus golpes contra los lomos de ambos pastores. Sólo en películas, había visto estos enfrentamientos. Ni siquiera cree que haya derrotado a dos fieras, como esos héroes suyos que luchan contra los tigres en Malasia.
El primer perro intenta levantar una pata y Montiel vuelve a embestir, casi ciego, como si con cada arremetida brutal recuperase algo perdido, muy cerca de su corazón. Sus manos siguen rojas de tanto sostener el tubo, trocado hoy en arma poderosa, cuya eficacia se traduce en dos cuerpos rotos que no respirarán nunca en este orbe podrido