Gilberto Avilez Tax
En las lecturas que podemos hacer para analizar los momentos previos al estallido de la Guerra de Castas, existe un libro que, a mi parecer, fue escrito con sumo conocimiento de las primeras dos décadas del conflicto porque, no obstante que fue elaborado bajo la mirada decimonónica, evolucionista y racista del Yucatán y el México de esos años con relación a los pueblos indígenas que se habían enfrentado a las “modernidades” neocoloniales de las élites blancas, contiene una crónica sucinta de los hechos y hace gala de una erudita apreciación militar del conflicto. Me refiero al libro Guerra de Castas en Yucatán. Su origen, sus consecuencias y su estado actual. 1866.[1]
La historiografía actual ha comprobado que el autor de esta especie de tratado para poner fin a la Guerra de Castas, fue el General centralista e imperialista, Severo del Castillo, nacido y muerto en la ciudad de México (1824-1872). No vamos a analizar en sí toda esta obra, basta hablar, en una apretada síntesis de no más de algunas cuartillas, de la serie de hechos que llevaron al inicio del conflicto, el 30 de julio de 1847, cuando Tepich fue atacado por 200 hombres al mando de Cecilio Chi, comenzando con esto la Guerra de Castas.
Las “banderillas” políticas de una ciudad de contrabandistas
Leyendo el trabajo de Severo del Castillo, nos sugiere algunas piezas en forma de puzle para entender el origen del conflicto en su parte política y la relación de los batabes de los pueblos con las efervescencias de los bandos “centralistas” y “federalistas” (o como si estuviéramos hablando, en la jerga moderna, entre “panistas” y “morenistas): por supuesto no creemos solamente en ese “odio de la raza” maya hacia los descendientes de los invasores, pero sí prestamos ideas a la insufrible situación despótica del Yucatán de esos años, que en la relación política vista con lupas en pueblos como Tihosuco, las luchas de los bandos políticos eran encarnizadamente feroces. Así vemos como, en el corazón de la Guerra de Castas –una región que abarca no solo Tihosuco y Tepich, sino que forma una gran extensión geográfica con líneas que pasan de Tihosuco, Sabán, Sacalaca, Peto, Ichmul, Tixcacalcupul, Chichimilá y Valladolid-, hay dos personajes indígenas que serían los pivotes para la expansión de una guerra jamás imaginada, una “guerra de bosques” y de guerrillas: Cecilio Chi y Jacinto Pat.
La relación de estos dos caciques con los políticos ladinos de Tihosuco era distinta. Recordemos que antes que la Guerra de Castas la borrara casi del mapa, Tihosuco era una sociedad multiétnica, donde convivían mayas, mestizos y blancos. Era un pueblo “rico, populoso, floreciente y lleno de una animación que no existe en el día en ninguna de las poblaciones de Yucatán, excepto Mérida”. Era un lugar de comercio, pero también de contrabandistas. Era, igual, un lugar donde las fiebres políticas regularmente desembocaban en “pronunciamientos” militares.
Uno vivía en un jacal y el otro en una hacienda: los caudillos primeros de la Guerra de Castas
Cerca de Tihosuco, a menos de dos leguas, estaba Tepich, el pueblo de don Cecilio Chi. Éste era un ex soldado que combatió en las guerras del Yucatán federalista contra el México centralista a principios de la década de 1840, se había ganado la fama por su implacable actitud guerrera, su conocimiento de los montes de su comarca, y su dominio inexorable de los indios. Vivía en un jacal, y atrás de su patio contaba con una especie de cueva u hondonada donde departía con sus amigos y donde pronto conjuraría.
El otro, el de Tihosuco, Pat, era un potentado dueño de la preciosa hacienda de Culumpich, donde abundaban cabezas de ganado, trojes repletas y, contrario a Cecilio -un “indio atlético de la raza pura”-, Pat al parecer era un mulato con amplia ascendencia entre las elites ladinas de Tihosuco, un hombre que igual entraba en la política municipal de su pueblo pero tenía interés regional, siendo un barbachanista contrario al grupo de los mendistas, esas dos plagas de “banderillas políticas” que, en sus luchas por el poder, sus repetitivos pronunciamientos militares, sus pugnas entre Campeche y Mérida por la hegemonía política, etc., hicieron que el débil hilo de la vorágine social pronto se rompiera con un sacudimiento geológico en la Península, en el fatídico 1847. O como diría del Castillo: “el monstruo” (la Guerra de Castas) fue “engendrado por la hidra revolucionaria que ha devorado tantas y tan numerosas víctimas”.
En Tihosuco, los “centralistas” o Mendistas, eran dirigidos por Antonio Trujeque, y los federalistas, aunque débiles, tenían en Pat un apoyo físico y material prominente. Años previos al estallido de la Guerra de Castas, estos dos grupos se enfrentaron de forma encarnizada por el poder político. Si en Mérida había un centralista, Tihosuco era de Trujeque, y si en Mérida ganaba la causa federalista, Tihosuco era del bando de Vito y Gregorio Pacheco, partidarios del federalismo al igual que Pat.
Trujeque pacta con Cecilio Chi y se da la matanza de Valladolid de enero de 1847
En un momento de esos tantos pronunciamientos, Trujeque hace lo suyo por la causa centralista, es derrotado y los federalistas de Tihosuco lo persiguen junto con sus adictos, y esa persecución se la encomendaron a Cecilio Chi, pero el 25 de octubre de 1846 se pronuncia nuevamente Campeche contra el gobierno meridano: Trujeque secunda a los revoltosos, y la primera orden que dictó fue mandar a encarcelar a Pat y a Chi. Pat fue puesto en chirona y, para salir libre, pagó 500 pesos a la causa campechana, pero Cecilio Chi pactó con el “calvo” Trujeque, y le ofreció la fuerza de los indios de la región de Tihosuco para su causa. Trujeque aceptó gustoso, y el destino comienza a preparar una guerra que nadie visualizaba en el horizonte, escasos meses de los hechos de julio de 1847. Chi cumple lo pactado: 600 indios de Tepich y de Tixcacalcupul se presentaron en Tihosuco a las órdenes de Trujeque, y ahí iba, entre esa tropa, el mulato Bonifacio Novelo, que tanto haría después para sostener la causa en Chan Santa Cruz.
En Tihosuco, Trujeque les entrega armas a los mayas de Chi y les dice que los exentaría de forma vitalicia de contribuciones y obvenciones si triunfa la causa campechana centralista. Más indígenas llegaron, de ranchos y rancherías, como las abejas al panal al saber de las ofertas del “calvo”. Trujeque y los suyos avanzan hacia Peto en diciembre de 1846, los leales a Mérida intentan hacerles frente con dos batallones, pero Chi, con solo 100 hombres, los destroza en los suburbios de la villa de Peto. Chi vio una fuerza letal, no de Trujeque, sino de él y de los indios bajo su mando. Ahí urde tal vez por primera ocasión su plan: la muerte y el extermino de “la raza blanca”, y los primeros en saberlo fueron los caciques de Peto, el maestro de capilla de Dzonotchel y los jefes mayas de Ichmul y Tiholop. Tal vez desde esa fecha, Chi comenzaría a enviar cartas a los batabes de los pueblos, convocándoles para un gran levantamiento.
Y el primer momento de lo que vendría luego a partir de julio de 1847, se dio en enero de 1847 cuando Trujeque marcha con 3,000 indígenas para tomar Valladolid a su causa. Este fue un preludio de lo que sucedería a fines de ese año de 1847 y la primera mitad del otro. Ahí, en Valladolid fue el acabose: fue una matazón de blancos, y la sangre corrió. Los vallisoletanos, de los cuales algunas familias se creían con aires de aristócratas, sintieron el odio de siglos de desprecio de casta a “los pies de la república”, a los mayas. El pronunciamiento de Campeche triunfó al final de cuentas y se hizo con el poder en la Península, y lo primero que hicieron los centralistas fue olvidar las promesas que Trujeque le había hecho a los indios, lo que disgustó profundamente a Cecilio.
En una hondonada llegaron a conferenciar con Cecilio los batabes de los pueblos
Cecilio, entonces, meses previos a julio de 1847, comenzó a convocar a los jefes mayas de Xocén, de Tiholop, de Ekpedz, de Tixcacalcupul, de Chichimilá, de Chemax, y al humilde jacal del cacique de Tepich llegaron los batabes de los pueblos para conferenciar, en lo más apartado de su amplio solar, en una hondonada oculta por una espesa arboleda donde Chi había hecho otro jacal. Llegaron para hablar de una guerra, de su guerra, no de la guerra de los blancos contra los mexicanos donde los mayas solo habían sido la carne de cañón. Esta guerra, al menos, ya había comenzado como rumor. Se decía que para la noche del 15 de agosto de 1847, comenzaría la degollina total de los blancos de Yucatán, pero nadie daba crédito a esas leyendas, a esas palabrerías.
La lengua larga de un borracho acelera el comienzo de la Guerra
Solo un incidente estúpido, de un cacique borracho de Chichimilá al que la historiografía moderna da mucho crédito y lo considera como uno de los padres de la Guerra de Castas (aunque nunca pegó un tiro), hizo que al fin alguien, Eulogio Rosado, jefe militar de Valladolid, actuara con rapidez. En una taberna de Chichimilá, al calor de la bebida, el cacique de ese pueblo, Manuel Antonio Ay, habló de más, jactándose de que el día tal y tal iban a levantarse contra los blancos, y le fue descubierta una supuesta carta de Cecilio Chi, donde éste, en español, le preguntaba lo siguiente:
Dígame cuántos pueblos están involucrados en el asunto. Mi intención es atacar Tihosuco. Ellos están sobre mis pasos aquí, así es que déme dos o tres días de aviso antes de venir a reunirse conmigo”.
Esta supuesta carta tal vez fue creada por las autoridades ladinas para buscar una razón suficiente para arrestar a Cecilio Chi: estaba escrita en español, y durante aquella época los caciques mayas preferían escribir en maya sus cartas y proclamas; en el posterior interrogatorio que le harían a Manuel Antonio, éste manifestó no ser capaz de leer la carta de Chi, por no saber español. Los interrogatorios y las averiguaciones siguieron. En el cateo que se le hizo en su casa, a Manuel Antonio le encontraron una carta, no comprometedora, dirigida al prófugo Bonifacio Novelo, y una serie de listas de personas que habían contribuido con dinero para fines desconocidos. ¿Cartas verdaderas o inventadas para crear delitos donde no lo había? Lo cierto es que Eulogio Rosado actuó de inmediato: el 26 de julio de 1847 fusiló a un cacique que no sabía leer en español las cartas de una “conjura”, y le ordenó al despiadado Antonio Trujeque, jefe político de Peto, que arrestara de inmediato a Cecilio Chi y, de paso, hasta a Jacinto Pat que, al parecer, no tenía relación alguna con los planes de Cecilio, pero las fuerzas de las circunstancias posteriores, al ser perseguido por Trujeque, lo llevaría a tomar partido al lado de Cecilio. En el intervalo, se aprehendieron a otros caciques y se les fusiló sin más averiguaciones en Mérida.
Los errores de Trujeque y el comienzo oficial de la Guerra de Castas
Trujeque cumplió las órdenes de Rosado, pero las cumplió con dos grandes errores: extrañamente creyó en la “inocencia” de su antiguo enemigo político, Pat, al visitarlo en su hacienda Culumpich, y no acata la orden de aprehenderlo. Tal vez Trujeque, demasiado racista, no imaginaba que esos indios tuvieran la imaginación para tramar conjura alguna. Envió entonces a llamar a Chi para que se presentase en Tihosuco. Éste le dio evasivas. Trujeque se entera que el alcalde de Telá, un tal Abraham Castillo, había interceptado una “comunicación” de Cecilio para un sargento con el fin de “catequizarlo”. La cólera del calvo Trujeque al saber la “conjura” de Chi, le costaría medio siglo de penurias a Yucatán: parte entonces a Tepich, dispuesto a capturar a Cecilio. La noche del 27 de julio de 1847, con 100 hombres de tropa y varios vecinos blancos de Tihosuco, llega al pueblo de Cecilio. En la búsqueda infructuosa del caudillo de Tepich, los soldados a la orden de Trujeque cometieron desmanes y actos bárbaros sin nombre. 3 días después, Chi se presenta a Tepich con 200 hombres, para poner en práctica su venganza. La rabia del cacique indígena ya nadie lo detendría: degüella a todos los blancos que quedaron en el pueblo. La Guerra de Castas ya había empezado.
[1] En 1997, Melchor Campos García dio a la estampa en ediciones de la UADY una transcripción de ese tratado, con un interesante y erudito estudio historiográfico. Campos García concluye que Severo del Castillo fue su autor.