Gilberto Avilez Tax
El sueño del chiclero
Dormían en hamacas, algunos con pabellones, pero siempre con el ruido presente en la Montaña Chiclera. Tal vez la primera impresión de los chicleros primerizos era el incesante ruido. En el “hato” las noches selváticas eran pobladas de ruidos innumerables, con el viento nocturno que tampoco viajaba en silencio. Los mosquitos eran una legión de guardianes alados que zumbaban y picaban en las noches y que a duras penas eran alejados con una candela que se prendía para calentar cuerpos y alejar alimañas; y los rugidos del jaguar, de las cigarras, de los monos aulladores, de los saraguatos, del croar de los sapos y el remover de las hojas por el viento eran interminables. Así era el sueño del chiclero.
El zapote, nuestro segundo árbol genésico
El primer árbol genésico es, sin duda, la ceiba, pero el zapote también fue durante mucho tiempo –casi seis décadas del siglo XX- un árbol genésico donde se columpiaban los afanes de tantos chicleros mayas y “huaches”. El zapote (Manilkara Zapota, o la sinonimia que más se ha utilizado, Achras zapota) es un árbol grande, corpulento, siempre verde, de raíces profundas a flor de tierra, con corteza rugosa y ramas numerosas cuyas maderas están teñidas de un color oscuro y tiene una célebre dureza. Se da de forma natural en climas tropicales húmedos y sub- húmedos donde la altitud no rebasa los 500 metros arriba del nivel del mar. Este árbol alcanza una altura máxima de 15 metros y un diámetro de 1.5 metros, aunque a principios del siglo XX pudo haber algunos ejemplares milenarios que llegaron a medir hasta 50 metros en las selvas donde el humano no había hecho acto de presencia.
Abunda mayormente en los lugares pedregosos y tierras negras, y el vector de propagación de sus semillas es el murciélago, pero también los pájaros, monos, zorras y otros animalillos de la selva que comen de sus frutos y que al moverse, pasearse de árboles en árboles, o volar a grandes distancias, al digerir y evacuar las semillas, éstas tocan el suelo y se reproducen, con un poder germinativo de 6 a 8 meses, y un proceso de germinación de 40 días.
En la Península se han señalado tres tipos de zapotes: el zapote colorado, el más frecuente, que da un látex rojizo; el zapote blanco, que da un látex blanquecino con tinte rosáceo y que produce más látex; y el zapote morado, algo raro de encontrarse. Estados como Tamaulipas, Veracruz, Tabasco y la mayor parte de la Península (salvo la región meridana), cubren la mayor parte de las características idóneas de altitud, humedad y precipitación pluvial (el zapote, para su “ordeña” o picada, necesita lluvias abundantes) para la reproducción de los zapotales. Una faja más angosta de tierra recorre partes de Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Colima, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Sin embargo, a principios del siglo XX se encontraba en abundancia en los bosques tropicales de Quintana Roo, y probablemente esto se debió a que eran los restos de extensos cultivos hechos por los mayas prehispánicos o simplemente porque esta zona sorteó la mala suerte de otras selvas de la Península que fueron deforestadas con la mancha poblacional posterior al contacto indoeuropeo.
La idea de que el chicozapote fuera un elemento forestal indispensable en la vida de los mayas antiguos como fuente de madera, goma y fruto, ha sido apuntada por Jiménez. En efecto, los mayas antiguos y los aztecas conocieron tanto al árbol como al fruto. El zapote, palabra que viene del náhuatl y significa “fruta suave”, en el lenguaje del poeta Netzahualcóyotl se nombra como tzictli, y de ahí la palabra chicle; y en el maya yucateco se conoce como ya’, similar a la palabra yaaj, que significa dolor y que algunos estudiosos, como Jennifer Mathews, han traducido como “noble árbol herido”, tal vez señalando la forma como los zapotes son “ordeñados”, haciéndose incisiones con un machete moruna o pando de marca Collins en los rugosos troncos y ramas que en su morfología interior, en medio de la zona cortical y la albura, contienen una red de canales lactíferos por donde corre el jugo llamado chicle. Tanto los mayas como los aztecas mascaban su goma para aliviar dolores estomacales, para apagar la sed, quitar el hambre o para sus ritualidades.
Entre las características que más llama la atención de los modernos botánicos, se encuentra la longevidad del árbol y su resistencia. Resistente a las peores sequías, al calor más agobiante de la Península, que es el calor sub-húmedo de las tierras palustres de Quintana Roo; el longevo árbol del zapote, su médula rojiza, no se quiebra ni con los coletazos más fieros de los vientos del huracán.
Los antiguos mayas utilizaron los “matusalénicos” y “sansónicos” maderos del zapote para su arquitectura. En todo vestigio de ruinas, de templos y complejos arqueológicos comidos por la selva, el ojo avizor del curioso se encuentra con una viga o un dintel de zapote, enhiesto y haciéndole frente a los milenios. En un edificio del Clásico maya, generalmente el esqueleto de los muros, bóvedas falsas, puertas y ventanas estaba construido con este noble árbol que, durante casi medio siglo, insufló vida a los pueblos del sur y oriente de Yucatán, de Chetumal, de “las Islas”; y posibilitó la fundación de centrales chicleras (como el Kilómetro 50, luego convertido en el municipio de José María Morelos en Quintana Roo) y aldehuelas cercanas a las aguadas y tierras profundas y fértiles que fundaban los chicleros de la región sur y oriente de Yucatán, que con el tiempo serían pueblos del Quintana Roo actual.
Los tuxpeños, forjadores del viejo territorio
El veterano chiclero petuleño, don Raúl Cob, hace una década me decía que los primeros en enseñarles el oficio de chiclero a los mayas yucatecos y quintanarroenses, fueron los míticos “tuxpeños”, esos hombres de armas tomar que dominaron la selva quintanarroense en los primeros años del chicle en la Península de Yucatán.
Cada año, de 1920 y hasta bien entrado la década de 1970, a principios de mayo y antes de las primeras lluvias, los chicleros del pueblo de Peto y los que venían del interior del estado de Yucatán y de otros estados de la república como los tuxpeños, se contrataban en las casas de comercio locales de los contratistas del chicle, y la más importante de estas casas comerciales era la que regenteaba el “turco” Antonio Baduy Badías, que en un momento de su poderío comercial llegó a tener medio territorio de Quintana Roo en concesión forestal (Baduy fue el fundador del antiguo Kilómetro 50, lo que actualmente es la cabecera del municipio de José María Morelos). Un corrido de estos míticos chicleros tuxpeños, reza de esta forma:
“Cuando salimos de Tuxpan
todos con gusto y afán,
salimos para el enganche
al estado de Yucatán”.
Después de una travesía por el Golfo de México, el barco que traía a esa rama mayance de chicleros de Tuxpan, arribaría a Chicxulub Puerto, de ahí pasarían a Progreso y Mérida, y en este punto tomarían el “vagón” hacia el Peto chiclero, la puerta de la Montaña chiclera en el sur de Yucatán:
“Por fin llegamos a Peto,
todos con gusto y afán,
y todos fuimos en grupo
a un famoso restaurán”.
Los tuxpeños subían a los zapotales con polainas, espolones y el machete moruno, pero los mayas de los pueblos peninsulares, fueron más arriesgados: subían a puro pelo (sin polainas, botas y espolones), con pura “lanzadera” se trepaban a los recios y enormes árboles de zapotes, a los cuales picaban con el machete “pando, ancho, gordo y delgado en el metal”, como nos diría don Policarpo Aguilar. Pero entre tuxpeños y mayas, con los años, se forjó un pueblo nuevo, el fermento de lo que es ahora el estado de Quintana Roo.
Posdata: una canción de los chicleros tuxpeños, lo escribió el cantor de la selva chiclera quintanarroense, don Policarpo Aguilar, chiclero de los mayores:
Los “xuches” de la montaña chiclera
En algunas entrevistas que realicé hace década a ex arrieros del chicle del sur de Yucatán, en varias ocasiones me hicieron referencias de los grandes “corrientales” que bajan del Petén Guatemalteco y drenan el “Territorio” (de Quintana Roo), e igual me apuntaban, aún con asombro, sobre los peligrosos “xuches”, (huecos naturales en la tierra donde desembocan los corrientales) que parten en dos los viejos caminos de arrias de la selva de Quintana Roo y que cuando se presentan se hace imposible cruzarlos, teniendo que esperar hasta que baje el cauce. Otra descripción de los xuches se encuentra en la célebre Estadística de Yucatán, de Regil y Peón, publicado en el lejano año de 1853, en los momentos más peliagudos de la Guerra de Castas. En ese tratado erudito de geografía, corografía, conocimiento botánico y zoológico de las riquezas de la Península, se describen a los “xuches” como “grandes sumideros” que se encuentran principalmente en la región de la “segunda Serranía”, es decir, mayormente en “la parte oriental de la Península” (lo que es el actual estado de Quintana Roo), y en los partidos de Sotuta y Bacalar.
Cuando era drenada la Montaña Chiclera por los torrenciales aguaceros
Entre la flora enana del noroeste yucateco y la flora corpulenta de “la Montaña Chiclera” (antes de la deforestación del siglo XX de buena parte del oriente y sur de la Península) el término medio marcaba sin duda la transición, la frontera hacia otra zona ecológica. Después de la frontera, pasando el umbral de la enana cordillera del Puuc y adentrándose al sur y al oriente de la Península de Yucatán, se encontraba aquella región que en la primera mitad del siglo XX sería recorrida por los chicleros salidos de Peto y otros lugares como Tzucacab y Oxkutzcab, o bien por los chicleros que se enganchaban en Payo Obispo o en las centrales chicleras de Campeche. Esta zona, llamada la Montaña chiclera, era de las mejores tierras de la Península, pero habría que precisar que no son “montañas” propiamente, sino montes tupidos, altos, con bosques de ramón, mamey, corozo, zapote, caoba, cedros y otras variedades de árboles. La Montaña, en épocas de lluvias, era surcada por corrientes –o corrientales- que inundaban los caminos de las arrias, principalmente en la región de Bacalar y Chichahná. La Montaña también estaba claveteada, como dijimos, por “pozas” naturales llamadas, en la lengua maya, “xuches”, que eran receptáculos que al henchirse generalmente se reventaban y provocaban que los mercaderes que antes de 1847 iban de Peto a Bacalar, corrieran peligro de ser absorbidos con todo y caballos.